¿Por qué será que cuando hablamos de libertad necesitamos, inmediatamente, relacionarla con su opuesto? Para definirla, generalmente recurrimos a la idea de censura, servidumbre o represión. Así como para decir todo aquello que tanto deseamos, necesitamos comenzar por alistar todo lo que no nos gustaría para nosotros.
¿En qué posición solemos poner la libertad en nuestra lista de deseos? ¿O será que, así como al aire y al agua, la damos por hecho y minimizamos su importancia? ¿Tendremos en cuenta, acaso, todo lo que implica ser y sentirnos lo suficientemente libres?
Es que a poco de salir de la cuna y de la teta, la libertad es algo tan primario y esencial que, más allá del apego y del deseo frenético de ser amados y aceptados, si de algo tenemos miedo es de quedar presos de las dependencias, mandatos o deseos de los otros, incluso de nuestros padres.
Partamos del aspecto positivo para subrayar que la libertad es un derecho, una capacidad, la posibilidad de elegir y de hacernos cargo de nuestras ideas y decisiones.
Tenemos, por encima de todas las cosas, la libertad de elegir a nuestros representantes, la libertad de expresión, de amar, de crear y de creer, de unión, reunión o asociación. Aunque nos parezca mentira, aún hay culturas -algunas, incluso, de discurso democrático- que no saben de esto que podemos llamar libertad.
En busca del sentido de la vida plena, así como el hombre común que va detrás de su realización, las sociedades han dejado sangre en la ruta por alcanzar su independencia. Libertad, igualdad y fraternidad fue la reconocida bandera de la revolución francesa y de las tantas culturas y líderes que han dedicado su vida a combatir la opresión y la asfixia de sentirse subyugados.
Es buen momento para cerrar los ojos, respirar suave y descubrir cuán libres y satisfechos podemos llegar a sentirnos o cuán libres nos gustaría llegar a ser, como seres humanos y como sociedad.
lanacion.com
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