domingo, 17 de octubre de 2010

El último hombre en la Tierra

Por Héctor Guyot
Se van sin lucha, entregados. Ascienden ingrávidos a un cielo prometido donde no hay pesar ni dolor. Ya son muchos los que se han marchado. Migran sin hacer ruido y nadie lo advierte. Tal vez ni siquiera ellos, los que viajan. Pero a mí no me engañan: uno los ve por ahí y los nota idos, ajenos, como si ya quisieran estar del todo en ese paraíso de ojos abiertos donde el espíritu, librado del peso del cuerpo, se emancipa de los anticuados límites de tiempo y espacio. Un día aquí no quedará nadie.
La semana pasada me crucé en la calle con un viejo amigo y entramos a la Richmond a tomar un café. Nos ubicamos en una mesa apartada, sobre la que yo apoyé mi agenda y él, como si fuera un arma, el pequeño aparato lleno de teclas y botones que llevaba en la mano. Me estaba hablando de sus hijos cuando sonó un quejido.
-Disculpame -dijo.
Tomó el artefacto, leyó y empezó a teclear. Cuando terminó alzó la vista y preguntó:
-¿Dónde estaba?
Se olvidó de su familia y pasó a su trabajo, pero era poco lo que yo podía sacar en limpio porque el aparato lo reclamaba, con ruidos y zumbidos, cada uno o dos minutos.
-Disculpame -repetía mi amigo.
Por pudor, yo miraba para otro lado. Pero los intervalos eran cada vez más largos. Para aliviar la espera, empecé a hacer dibujitos en la agenda. Me preguntó por mis cosas y desgrané algunas novedades. El asentía con su cabeza, pero sus ojos iban y venían de los míos a su teléfono. No me escuchaba. Por fin estalló el bip .
-Disculpame -dijo.
Y ya no volvió. Dejé diez pesos sobre la mesa y salí a la calle.
Hace unos días regresaba en auto a casa cuando divisé a un vecino que esperaba la combi frente al Sheraton. Toqué la bocina y me arrimé al cordón. Subió dando las gracias y empezamos a hablar de esas cosas de las que suelen hablar dos hombres que se conocen poco para eludir el silencio. Entonces sonó el adminículo que traía en la mano.
-Disculpame -dijo-. Acabo de entrar en Twitter.
Se tomó varios minutos para responder. Al rato, otro chillido.
-Un mensaje de mi hijo -anunció.
Después se disculpó de nuevo: quería ver si su tweet había tenido eco. Otro mensaje suyo. Otro chequeo. Un nuevo bip . Me dediqué a manejar sin abrir la boca mientras mi vecino se hundía en esa pantallita del tamaño de una carta de truco. De pronto, ya casi llegando, emitió un suspiro.
-¿Todo bien? -dije, por cortesía.
No respondió. Tuve que sacudirlo cuando detuve el auto frente a su casa. Me miró con ojos inexpresivos y esbozó una sonrisa vaga. Una parte suya ya no estaba allí. Me dio la mano y bajó, pero ya no era la misma persona que yo había recogido. Había migrado.

Me está pasando cada vez más seguido. Amigos, familiares, compañeros de trabajo. Están allí, frente a mí, y de pronto ya no. Se han ido tras un bip después de mascullar, ansiosos, una última palabra que es siempre la misma: "Disculpame". Me descubro entonces frente a cuerpos vacíos, abandonados por almas sin lastre que seguramente retozan liberadas y ligeras en praderas cibernéticas de las que ya no quieren regresar. Se entiende que ante semejante nirvana se apaguen los sentidos que nos atan a la tosca y pesada realidad. Cuando algo se conecta allá, algo se desconecta acá. Por eso jamás me enojo cuando me dejan hablando solo. Pero después de estas experiencias una sorda inquietud empezó a aguijonearme.
El otro día, por ejemplo, tuve un sueño extraño: mis padres volvían de un viaje y en lugar de reunir a la familia en su casa, para ver las fotos, enviaban un mensaje anunciando que las habían colgado en Facebook. Cuando acudí a mi hija mayor para pedirle ayuda a fin de poder verlas, la encontré chateando con sus primas.
-Ahora no puedo atenderte, papá -me dijo-. ¿Qué querés? Ponémelo en un mail.
Me pregunté si no debíamos limitarle las horas de conexión y busqué a mi mujer decidido a tomar medidas: ella estaba frente a su netbook, conversando vía Skype con una tía que vive en Rímini, Italia.
-Tenemos que hablar -le dije.
No obtuve respuesta. Me paré enfrente y le hice señas cada vez más desesperadas. Terminé gesticulando como el náufrago que ve un barco perdiéndose en el horizonte, pero ella no despegaba la vista de la pantalla. Ahí me desperté sobresaltado. Por suerte poco después, con el desayuno, una nota aparecida ese mismo día en este mismo diario, "La gente mayor se mete de lleno en la era digital", me ayudó a poner las cosas en perspectiva: "Internet y las redes sociales sirven como puente de interacción entre diferentes generaciones de una familia, que encuentran en la Web un lugar donde poder compartir un lenguaje común en una época en que la interacción familiar se ve amenazada", leí.
La nota, sin embargo, no calmó mi desasosiego. Ayer, camino del diario, no pude evitar detenerme en los ojos de los desconocidos con los que me cruzaba. ¿Estarán aquí o sus almas habrán migrado ya a la indolora dimensión virtual? Me senté a una mesa en la vereda, frente a un café, y mientras un rayo de sol me entibiaba la cara me hice la pregunta tan temida: ¿cuántos somos los rezagados que todavía estamos donde parece que estamos? De pronto comprendí que un día cualquiera podía convertirme en el último hombre en la faz de la Tierra.
© LA NACION

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