miércoles, 20 de octubre de 2010

La esquiva intimidad familiar

Las familias "funcionales", es decir, las que "funcionan", existen, y nadie podría decir que eso es malo. En ellas, cada integrante cumple su función: los padres crían y trabajan; los hijos crecen y estudian; los abuelos, tíos y primos visitan o son visitados algunos fines de semana y así sucesivamente.

A veces, para que funcione el sistema familiar, los padres deben esforzarse mucho: levantarse temprano para llevar a los chicos al colegio, pasar muchas horas en el trabajo (o que el trabajo pase muchas horas con ellos), dedicar los fines de semana a la prole llevándola a hacer deporte o esperando que vuelvan de las salidas adolescentes: el esfuerzo no es poco, pero, gracias a él, con sus más y sus menos, todo funciona de manera aceitada. Más allá de los obvios matices, las familias funcionales, a diferencia de las disfuncionales, no enfrentan una situación dramática visible y, a veces, tampoco una invisible. Simplemente, todo fluye de acuerdo con lo pretendido, lo que es maravilloso.

Por fortuna, muchos padres pueden estar orgullosos de su "buena gestión" como tales, independientemente de las dificultades que plantea la modernidad. Se logra que alguien atienda al plomero en horarios imposibles en una casa donde todos trabajan o estudian, se lleva al chico al dentista, se hace una razonable lista para el supermercado y cada uno de los integrantes disfruta de sus pasatiempos, como jugar al fútbol, ir a clases de yoga, salir con amigos o practicar taekwondo, mientras hasta el perro vive dignamente su vida, con veterinario incluido. Los engranajes se ensamblan bastante bien, lo que permite que cada día transcurra sin más, reservándose energías para las crisis funcionales; por ejemplo, una mala performance de un hijo en el colegio u otros imprevistos más o menos importantes o graves, que obligan a un esfuerzo adicional para superar la situación de crisis y regresar al funcionamiento normal.

Sin embargo, mucha gente que está satisfecha respecto a cómo "funcionan" las cosas en su vida familiar deja entrever una oculta añoranza. Las personas que manifiestan esta inquietud consideran que el hecho de que "todo ande bien" es algo necesario, pero no suficiente para encontrar plenitud (o algo que se le parezca) en la vida diaria de la familia. Se añora algo que está más allá del mero funcionamiento casi industrial del núcleo familiar. Aquello que algunos técnicos deportivos llaman el "intangible" del equipo.

Lo que se anhela de diferentes maneras es algo que podríamos llamar "intimidad", algo que existe en una dimensión diferente y que, incluso, a veces surge cuando las cosas en la familia no funcionan tan bien como uno desearía. En esos casos, precisamente, esa disfunción hace que deba aparecer aquello que subyace y da sentido a todo el asunto.

Ese "algo" que acá llamamos intimidad es una suerte de paz, de cercanía, de fluir con uno mismo y con el otro, una cualidad que se intuye como posible y hasta cercana, pero que se escapa como agua entre las manos cuando uno la quiere atrapar de manera mecánica.

Por ejemplo, muchos confunden la intimidad en la familia con el solo hecho de hablar, como si el intercambio de palabras que transmiten cierta información fuera equivalente a "entrar en contacto" con el otro. Se cree que, al hablar, automáticamente se producirá "eso" que se desea. Pero no, no se produce; al menos, no de manera automática. Hablar es bueno, pero no siempre implica intimidad.

"Tengo que hablar más con mis hijos", dice un padre nervioso al ver que aquellos niños, hoy adolescentes, entran en una edad de mayor independencia. "¿Hablar para decirles qué?", se le pregunta. "Para aconsejarlos, para decirles que se cuiden, que sepan cómo enfrentarse a la dureza de la vida", dice el progenitor, atormentado y sintiéndose en deuda.

A veces, resulta difícil decirles a los padres que hablar así de esos temas, en ese clima y con ese enfoque, poco ayuda a generar la intimidad y la cercanía que sus hijos y ellos requieren. Su pretensión de hablar en esos términos, incuestionable desde la amorosa intención que la impulsa, se parece más a las advertencias de un prospecto medicinal que a un acercamiento afectivo y, por lo tanto, efectivo. La ansiedad, el decir "instrumental", la angustia y la alarma no ayudan a ese estar cercano e íntimo entre padres e hijos, en el que el decir va de la mano del afecto y la "onda", y no tanto del "manual de instrucciones" de la vida.

Muchos confunden transmitir información y dar pautas con "estar cerca" de sus hijos. La información vale, y mucho, pero la plataforma y el clima emocional sobre el cual esa información circula es igualmente importante, si no más.

Vale, como otro ejemplo de lo que se alude al hablar de "intimidad", un caso conocido en el campo de la pediatría y la psicología: décadas atrás, se pretendió alimentar a los lactantes que estaban en un hospital a través de un sistema "eficaz" que funcionaba mecánicamente sin sacar a los chicos de su cuna. La cuestión no anduvo o, si se prefiere, anduvo, pero mal. La frialdad de la máquina no pudo contra la calidez de un cuerpo que cobija al amamantar y el afecto que circula junto a la leche, afecto que, se vio dolorosamente, era tan importante como las proteínas. Sin el afecto de un cuerpo, muchos chicos enfermaron y hasta murieron en lo que se llamó marasmo u hospitalismo, una dolencia cruel que mostró que no se trata tan sólo de ponderar aquello que se ve.

Se sabe: las ceremonias que favorecían la común unión en intimidad, como el fuego nocturno alrededor del cual se sentaban los clanes y las familias, o, más acá, la mesa conversada en la que, además de datos, se compartían sueños y estados emocionales, no son hoy moneda corriente. Todo el mundo anda muy apurado y "con mil cosas en la cabeza".

Sin embargo, no hay duda de que la añoranza de ese tipo de cercanía sigue vigente y que, en muchas ocasiones, aun sin esos elementos ancestrales, se recrea el estado de cercanía que, se reitera, es mucho más que el mero aconsejar hijos o contar al cónyuge lo ocurrido en la oficina.

La intimidad es un clima o, si se prefiere, un estado anímico compartido, más que un acto o un elemento en particular. Es una capacidad humana que permite superar el eficientismo desangelado y nos recuerda el para qué, las razones que dan sentido a todo. No surge de un hacer deliberado, sino que aparece a partir de un simple "estar", pues permite que aflore lo que subyace en los vínculos entre los miembros de la familia, sin presiones que dominen la escena. A veces, requiere despejar y "deshollinar" esa escena, incluso asumiendo riesgos, ya que implica saldar deudas, limpiar rencores, sacudir algunos avisperos y marcar espacios. El camino a la intimidad, de alguna manera, ya es intimidad, pero intimidad de la brava. La amable viene luego y se la entiende más a través de imágenes que de palabras: un hijo pescando en silencio junto al padre, una madre cantando con sus hijas, una salida de una pareja que comparte una cena y una charla tibia... a buen entendedor, sobran palabras.

Paradojas del asunto: probablemente, para lograr intimidad habrá que olvidar este artículo. Nada mejor, para alcanzarla, que aflojar exigencias; y, nos libre Dios, no es la idea sumar deberes a la ya ajetreada vida familiar moderna. Respirar hondo y tan sólo estar allí, dejando que aparezca lo que deba aparecer, esa es la cuestión. Y si cada tanto, en medio del trajín moderno, surge algo que podemos llamar intimidad, enhorabuena, que eso, sin duda, ya es bastante.

© LA NACION

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