domingo, 12 de diciembre de 2010

Tú eres normal, tu hijo es normal, la mayoría somos normales: consecuencias de ser más gente de la que podemos imaginar

Como varias veces os he explicado en otros artículos, como Sólo entendemos a los grupos de 150 personas (I) y (y II), nuestro cerebro está preparado para asimilar un número relativamente pequeño de personas. Nuestros antepasados se desarrollaron en comunidades reducidas, y la actual explosión demográfica es un fenómeno reciente: nuestros cerebros no han evolucionado desde entonces, adaptándose a la nueva realidad.
Podemos observar pistas sobre ello en todo lo que nos rodea (por ejemplo, el terrorismo basa su efectividad en esta falla de nuestro cerebro, El miedo infundado al terrorismo, los accidentes de tráfico, la violencia de género y otros hechos matemáticamente improbables).
A esto se le suman algunos vicios que cometemos todos a la hora de pensar, que también emanan de cómo está cableado nuestro cerebro, como, por ejemplo, la tendencia a la confirmación: es decir, tender a considerar más sólidas las teorías e hipótesis que respaldan lo que ya creemos, y pasar más por alto aquéllas que las socavan. Por ejemplo: la mayoría de padres consideran a sus hijos mejores que la media, entre otras cosas porque son más amables con sus defectos o errores y recuerdan más vivamente sus logros.
Mira qué dibujo ha hecho mi niña, es la mejor, es una artista. Esta tendencia, como dije antes, se retroalimenta de la incapacidad de nuestro cerebro a la hora de asimilar que hay tantos millones de niñas en el mundo que, afirmar eso, además de aventurado, es excesivamente narcisista.
Somos incapaces de imaginar los miles de nacimientos, muertes, palabras, decisiones, ilusiones, vidas, en suma, que se producen en un solo día. Nuestro cerebro, adaptado a comunidades reducidas de individuos, calibrada para conectar con un máximo de 150 personas, es incapaz de imaginar tantas vidas como también es incapaz de imaginar los billones de estrellas que salpican el universo.
Pero las redes sociales del futuro, cada vez más alimentadas por elementos multimedia y con programas específicamente diseñados para encontrar patrones sociales, tal vez consigan que problemas que antes nos parecían graves o exclusivos se conviertan en algo más pueril o común; y también nos pondrán en nuestro justo sitio: personas corrientes con problemas corrientes. Quizá entonces nos parezca abyecto quejarnos de una huelga de controladores aéreos porque truncan nuestras vacaciones cuando hay millones de personas que nunca han tenido vacaciones, por poner el dedo en la llaga en un asunto de rabiosa actualidad (sólo digo tal vez, tampoco está en mi ánimo polemizar).
O tal vez la tecnología de las redes sociales no cambiará nada en realidad. Tal vez el cerebro se cerrará a ellas de forma instintiva, por mucho que avancen las telecomunicaciones y la información sobre los demás. O tal vez la gente tienda a agruparse en comunidades más reducidas, ajenas al mundo exterior, a fin de evitar el mareo frente a tantos inputs.
En la novela Jitanjáfora: desencanto (que próximamente saldrá al mercado y que será en la segunda parte de Jitanjáfora) a raíz de estas ideas se imagina una cofradía que, como los huteritas o los amish, deciden organizarse en comunidades de no más de unas decenas de individuos a fin de evitar la náusea de asumir tanto conocimiento que hasta ahora había permanecido en la sombra, bajo la filosofía de que, superado determinado umbral perceptivo, una persona puede llegar a abolir sus capacidades cognitivas; de que demasiada información sólo desinforma; de que un amparaje superlativo funde los plomos de la atención.
De esta manera, los invididuos conseguirían recuperar su individualidad y su relevancia en el mundo; una especie de control de natalidad:

No por motivos maltusianos, sino meramente psicológicos. El cerebro del hombre está programado en base a grupos de congéneres de unos cuarenta o cincuenta miembros: las tribus prehistóricas solían moverse en estos baremos. En las sociedades actuales, en las que el hombre debía convivir en macrocomunidades de miles o hasta millones de individuos, el cerebro se negaba a aceptar la realidad. Por ejemplo, si un ataque terrorista liquidaba seis vidas, el cerebro, anclado en el pasado, computaba esta pérdida como atroz: seis vidas menos en una comunidad de cuarenta podría suponer la destrucción de ésta; pero en ningún momento el cerebro asume que seis vidas en una realidad en la que conviven siete mil millones apenas debería infundirnos temor: no más temor que nos infunde la muerte por accidente doméstico, responsable de segar la vida a miles de personas al año. Otro ejemplo era la idea de sentirse especial cuando uno afirma «siempre me pasa lo peor a mí» o ideas agoreras del mismo estilo, que en una superpoblación no tienen sentido, tropiezan en una falacia provinciana, una realidad túnel: nadie en el primer mundo puede afirmar tales cosas parangonándose, por ejemplo, con los millones de habitantes del tercer mundo. O esa chica de veinte años que se considera muy alocada y vividora, muy cool, y que al ingresar en un salón de Chat lo hace bajo el nick de CrazyGirl; en ningún momento será consciente que en Internet deben de haber del orden de cien mil chicas que, como ella, han decidido ponerse el nick CrazyGirl para proyectar idénticos ideales: si lo fuera, el pudor no le permitiría llamarse como tantas otras que también se consideran únicas y especiales. Lo mismo sucede en la dimensión del arte, donde el público y sobre todo la crítica se empecina en sostener que en determinada época hay un Cervantes, un Shakespeare o un Van Gogh, cuando, estadísticamente, la ley de combinatorias culturales evidenciaría la existencia de varios millares de autores de similares características a Shakespeare. La crítica, aquí, obra a modo de criba para evitar que tales presupuestos entre en conflicto con la manera que tiene un cerebro de la Edad de Piedra de procesar el mundo.
O tal vez impondremos peajes a las autopistas por las cuales nos llegue tanta información sobre los demás que pueda eclipsar nuestra individualidad. Es decir, nos agruparemos en comunidades pequeñas incluso de manera virtual. Por ejemplo, diversificando las redes sociales y generando redes exclusivas y excluyentes.
Algunas comunidades florecientes, incluso, exigen una invitación de uno de sus miembros para poder acceder a ellas. La más reputada es aSmallWorld: sus miembros sólo pertenecen a la clase alta o a la VIP, como financieros o actores. Su fundador es un ejecutivo neoyorquino que mantiene en secreto la lista de sus miembros, aunque se barajan nombres como el de Tiger Woods y Alejandro Agag. Como en los restaurantes más exclusivos, la lista de espera para entrar en aSmallWorld es de meses.
Los cambios que producirán las redes sociales que pronto formarán parte de nuestras vidas son inciertos. Quizá, fantaseando un poco, se generará algo que ya conjetura el divulgador Steven Johnson en su libro Sistemas emergentes, donde hace una analogía con las colonias de hormigas, donde la colonia es un superorganismo que funciona en base a la suma de millares de decisiones simples tomadas por hormigas individuales ajenas al proyecto mayor de la colonia:
Reemplacemos hormigas por neuronas, y feromonas por neurotransmisores y podríamos estar hablando del cerebro humano. De modo que si las neuronas pueden concentrarse para formar cerebros conscientes, ¿es tan inconcebible que ese proceso pueda reproducirse hacia un nivel superior? ¿No podrían los cerebros individuales conectarse unos con otros, en este caso a través del lenguaje digital de la Web, y formar algo mayor que la suma de sus partes, lo que el filósofo y sacerdote Teilhard de Chardin llamó la “noosfera”?
genciencia.com

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