viernes, 8 de octubre de 2010

Cómo descubrir a un amarrete

En general, los que tenemos mal carácter lo decimos sin pudor. Lo enarbolamos como una bandera en la caja del supermercado, en la cola del banco, o frente al pobre telemarketer que nos atiende en un 0810. El celoso también suele asumir su condición. Se lo confiesa entre lágrimas a su pareja, a su familia, o a su agotado psicoanalista. Incluso el ladrón se vanagloria entre sus pares de los bancos que ha robado y de los botines que luego despilfarró con su banda de malhechores. El amarrete, en cambio, nunca se asume como tal. No conozco a uno solo que reconozca en público que es patológicamente tacaño y que sufre mucho cuando tiene que comprar regalos de cumpleaños o llamar a alguien usando el crédito de su celular.
Y no es que oculte su avaricia por falta de honestidad, nada más lejos. El amarrete no dice que es amarrete porque no cree que sea necesario. Porque está convencido de que nadie se da cuenta de que da mil vueltas con el auto para no pagar estacionamiento o de que cae en todas las cenas de Navidad con las manos vacías. Cree que no se nota que huye temprano de un bar para dejar sólo lo suyo y no dividir la cuenta en partes iguales con sus amigos. Que nadie sabe que le paga de menos a la chica que cuida a sus hijos, o que deja, como mucho, dos pesos de propina en un restaurante. Es así. El amarrete cree que su tacañería es un misterio indescifrable.
Muchos podrán pensar que cualquiera con los bolsillos un poco flacos puede pasar por circunstancias parecidas, pero no es cierto. En general, quien no tiene plata dice de frente que no puede pagar. Comparte lo que puede y lo que tiene. El amarrete, en cambio, miente, dibuja y fabrica excusas, oculta para poder guardar. Dice que no trajo la billetera, que se tiene que ir antes, que no le dijeron que había que poner plata, que no sabía que eran tan caros, que calculó mal, que pensó que costaba menos, que se olvidó el regalo en el departamento, que con mucha azúcar lo empalaga, que se le cortó la comunicación, que prefiere cenar en casa.
Lo que el amarrete quizás no sepa es que hay un detalle que lo pone en evidencia. Las demás anécdotas pueden ir cambiando (los amarretes son extensos y variados, más y menos vivos para ocultar su vicio), pero esta es una regla irrefutable que no admite excepciones: así como hay gente que fuma y que no fuma, gente que es rubia o morocha, hay gente que te alcanza a tu casa con el auto y gente que no te lleva nunca. Y el amarrete es de los segundos. El amarrete no lleva. Como mucho, te deja a cinco cuadras o en la avenida, pero nada más. Puede llegar a pagar un café, a subirle el sueldo a la secretaria, incluso a ponerle dos fetas de fiambre al sándwich si lo presionan lo suficiente. Pero llevarte a tu casa, jamás.
Pobre amarrete. Si supiera cuánto gasta en montar esa inmensa ingeniería que usa para sostener su vicio. Si supiera que es más fácil no comprar gaseosas en vez de racionarlas y vigilar a toda su familia para ver cuánto se sirven. Si se pudiera dar cuenta que buscar estacionamiento gratis le lleva más tiempo que pagarlo y volver al trabajo. Si lograra entender el placer de pagar lo que corresponde, de llevar a un amigo sano y salvo a su casa, de elegir de la carta lo que quiere cenar y no lo que cuesta menos. Si pudiera, pobre amarrete, sería rico.

lanacion.com

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