jueves, 3 de febrero de 2011

Mejor, no “vivir a pleno”

Por Sergio Zabalza
“Quiero disfrutar cada momento, que cada instante tenga una intensidad especial, quiero ser libre, vivir a pleno.” Así decía una persona que se sentía muy exigida por el entorno, los ideales familiares, el trabajo, las obligaciones sociales, sus relaciones. Le llevó tiempo descubrir que estas pretensiones de vida plena y total no eran más que la nueva y remozada versión de aquella exigencia que la atormentaba. “Vivir a pleno” es una frase que suena tan bella, tan vital, juvenil, seductora... vendedora. Pero suele acarrear frustración, desencanto y desconsuelo. Porque hay que estar a mil, siempre al palo. Se trata de una actitud que promete seducción, éxito o poder a un costo muy alto.
En efecto, este vivir a pleno está teñido de una impronta consumista, es una aspiración que no escapa a la lógica de utilidad que gobierna el mundo de los negocios, del yugo y los afanes cotidianos.
Miguel Mascialino, experto en etimología, recuerda que, en latín negotium es la negación del ocio y remite a dificultad. Ese “vivir a pleno” está más cerca del negocio que del ocio. Al respecto, Lacan se divertía comentando las paradojas del principio del placer a propósito del alienante trabajo de hacer colas para “disfrutar” durante las vacaciones.
El síntoma participa de esta pérfida lógica binaria: “Tengo miedo de que si me ausento un par de semanas, bajen las ventas del periódico; pero tengo hasta más miedo de que, a pesar de mi ausencia, las ventas no bajen”, cita Slavoj Zizek (El sublime objeto de la ideología) a propósito de un famoso chiste sobre el jefe de redacción de uno de los periódicos de Hearst: a pesar de que Hearst trataba de persuadirlo, él no quería hacer uso de sus días de descanso tan merecidos... Y agrega Zizek: “Esta es la paradoja del concepto psicoanalítico de síntoma: el síntoma es un elemento adherido a uno como una especie de parásito y ‘echa a perder el juego’, pero, si lo eliminamos, las cosas se ponen aún peor: perdemos todo lo que tenemos, incluso el resto que estaba amenazado, pero no destruido, por el síntoma”.
Ahora bien, hay otra forma de entender el placer de estar vivo: “Celebración es una palabra que explícitamente suprime toda representación de una meta hacia la que se estuviera caminando”, dice el filósofo Hans-Georg Gadamer en La actualidad de lo bello. No son pocas las veces en que uno descubre –días después de haberlo vivido– cuán agradable resultó tal experiencia; cómo se divirtió trabajando en determinada tarea o estando en aquella reunión. En definitiva, todas escenas en que las expectativas de goce o disfrute, lejos de estar sometidas a la lógica de la utilidad, se insinuaban dispuestas a la novedad, la contingencia o la sorpresa.
El ámbito del tiempo libre muestra el intervalo que media entre estas dos disposiciones antagónicas: el negotium y el otium: la exigencia de un rendimiento útil (aun en la diversión) y la disposición auspiciosa ante la novedad, el cambio o lo diferente.
En torno de las vacaciones se suscitan las más diversas y disparatadas consecuencias. Por un lado: desenfrenos, accidentes, excesos y violencia de todo tipo; por otro: la entrega que deja paso a una nueva etapa, ese desasimiento en que uno descansa hasta de las mismas vacaciones.
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