Federico Kukso
A las cuatro de la madrugada, el ingeniero Mike Mozer tuvo un antojo. Después de despegarse con algo de dificultad de la cama, luego de recorrer en la oscuridad y a los tumbos los pasillos de su casa, finalmente llegó a destino, ahí donde el hambre y la sed nocturna querían que estuviese: la heladera.
Como si quisiera arrancarle a una viejita un pan de las manos, Mozer agarró la manija de la puerta y tiró hacia él. Una luz estéril emanó del interior de aquel armario de plástico y metal y casi lo ciega, pero este investigador de la Universidad de Colorado, Estados Unidos, no se rindió. Extendió el brazo y arañó el helado. El ruido molesto provenía de la misma heladera, que le advirtió a Mozer que, de comer aquel helado de chocolate y frutilla, rompería su dieta.
Creyendo que todo aquel episodio formaba parte de un sueño, el ingeniero desoyó las indicaciones de la voz femenina y quejosa de la heladera. En ningún momento se le cruzó por la cabeza la escena que lo esperaba a la mañana siguiente: su esposa en bata y pantuflas reprochándole su aventura nocturna luego de leer en el monitor ubicado en la puerta de la heladera que alguien había sacado de su interior un pote de helado a las 4.12 de la madrugada. Mozer gritó y pataleó, hasta que ni siquiera él creyó la mentira. Y entonces, confesó. No tenía otra salida: la heladera inteligente lo había delatado.
El sueño del vago
En el fondo, la culpa es de este ingeniero estadounidense. No por haber querido satisfacer sus necesidades nocturnas de azúcar, sino por haber decidido probar en carne propia aquello que estudia: cómo es eso de vivir en una casa automatizada donde el microondas, el televisor, el lavarropas, el inodoro, la ducha, la heladera, en fin, todo lleva la etiqueta de "inteligente" (aunque a qué tipo de inteligencia se refiera sea otro tema).
Con seguridad, lo que vivió Mozer no figurará en las notas al pie de la historia de la domótica, aquella ciencia que despuntó en Francia en los 60. Pero el gancho es adictivo. Las casas inteligentes explotan uno de los nuevos pecados capitales: el confort. Sólo hay que meterse en internet (en las páginas de Electrolux o de LG, por ejemplo) o cazar al vuelo las frases publicitarias para captar la escena: "Heladeras que se comunicarán con el supermercado para reponer los alimentos", "microondas que recibirán recetas vía e-mail", "balanzas que determinarán la cantidad de calorías de cada porción de alimento". Y más. Es el sueño del vago: hacer mucho sin hacer nada.
La letra chica de la tecnología
Aun así, en este derrotero de aspiraciones más que de realidades, se omiten los conflictos venideros. ¿Con quién nos quejaremos cuando los inodoros informen en secreto a nuestro médico sobre el estado de nuestros fluidos corporales? Es el "lado b" del mundo high-tech, la letra chica, los problemas que sus diseñadores no contemplan desde cero y que terminan por multiplicar las frustraciones de los usuarios.
"Los sistemas inteligentes se han vuelto cada vez más petulantes. Creen saber qué es lo mejor para nosotros. Pero su inteligencia es limitada. Y esta limitación tiene una importancia fundamental: es imposible que una máquina disponga de un conocimiento suficiente de todos los factores que intervienen en la toma de decisiones de una persona." Y si lo dice Donald A. Norman, el gurú del "tecnodiseño", debe ser cierto. Autor del libro El diseño de los objetos del futuro (Paidós) -con seguridad, el libro tecnológico del año-, este especialista en ciencias cognitivas expresa aquello que los publicistas no desean que oigamos: que la tecnología no nos hará libres. Nunca solucionará todos los problemas de la humanidad. Por cada problema resuelto, aparecerá otro.
Hasta hace no mucho, los seres humanos mandábamos. Prendíamos y apagábamos a placer los televisores, los celulares, las computadoras. Pero ya no. De acá en más -y a medida que se hagan más complejas-, las máquinas, más fuertes y más veloces pero inferiores en aptitudes sociales, creatividad e imaginación, tomarán el control de nuestras vidas.
Pero cuando los aparatos comiencen a intercambiar información entre sí para optimizar sus funciones, ¿cómo evitaremos que se difunda lo que hacemos en privado? "Los hombres se han convertido en instrumentos de sus instrumentos", escribió proféticamente hace 200 años Henry David Thoreau. Quizá de acá en más las palabras del autor de Walden cobren mayor fuerza cada vez que nos levantemos a la noche y abramos la heladera.
conexionbrando.com
A las cuatro de la madrugada, el ingeniero Mike Mozer tuvo un antojo. Después de despegarse con algo de dificultad de la cama, luego de recorrer en la oscuridad y a los tumbos los pasillos de su casa, finalmente llegó a destino, ahí donde el hambre y la sed nocturna querían que estuviese: la heladera.
Como si quisiera arrancarle a una viejita un pan de las manos, Mozer agarró la manija de la puerta y tiró hacia él. Una luz estéril emanó del interior de aquel armario de plástico y metal y casi lo ciega, pero este investigador de la Universidad de Colorado, Estados Unidos, no se rindió. Extendió el brazo y arañó el helado. El ruido molesto provenía de la misma heladera, que le advirtió a Mozer que, de comer aquel helado de chocolate y frutilla, rompería su dieta.
Creyendo que todo aquel episodio formaba parte de un sueño, el ingeniero desoyó las indicaciones de la voz femenina y quejosa de la heladera. En ningún momento se le cruzó por la cabeza la escena que lo esperaba a la mañana siguiente: su esposa en bata y pantuflas reprochándole su aventura nocturna luego de leer en el monitor ubicado en la puerta de la heladera que alguien había sacado de su interior un pote de helado a las 4.12 de la madrugada. Mozer gritó y pataleó, hasta que ni siquiera él creyó la mentira. Y entonces, confesó. No tenía otra salida: la heladera inteligente lo había delatado.
El sueño del vago
En el fondo, la culpa es de este ingeniero estadounidense. No por haber querido satisfacer sus necesidades nocturnas de azúcar, sino por haber decidido probar en carne propia aquello que estudia: cómo es eso de vivir en una casa automatizada donde el microondas, el televisor, el lavarropas, el inodoro, la ducha, la heladera, en fin, todo lleva la etiqueta de "inteligente" (aunque a qué tipo de inteligencia se refiera sea otro tema).
Con seguridad, lo que vivió Mozer no figurará en las notas al pie de la historia de la domótica, aquella ciencia que despuntó en Francia en los 60. Pero el gancho es adictivo. Las casas inteligentes explotan uno de los nuevos pecados capitales: el confort. Sólo hay que meterse en internet (en las páginas de Electrolux o de LG, por ejemplo) o cazar al vuelo las frases publicitarias para captar la escena: "Heladeras que se comunicarán con el supermercado para reponer los alimentos", "microondas que recibirán recetas vía e-mail", "balanzas que determinarán la cantidad de calorías de cada porción de alimento". Y más. Es el sueño del vago: hacer mucho sin hacer nada.
La letra chica de la tecnología
Aun así, en este derrotero de aspiraciones más que de realidades, se omiten los conflictos venideros. ¿Con quién nos quejaremos cuando los inodoros informen en secreto a nuestro médico sobre el estado de nuestros fluidos corporales? Es el "lado b" del mundo high-tech, la letra chica, los problemas que sus diseñadores no contemplan desde cero y que terminan por multiplicar las frustraciones de los usuarios.
"Los sistemas inteligentes se han vuelto cada vez más petulantes. Creen saber qué es lo mejor para nosotros. Pero su inteligencia es limitada. Y esta limitación tiene una importancia fundamental: es imposible que una máquina disponga de un conocimiento suficiente de todos los factores que intervienen en la toma de decisiones de una persona." Y si lo dice Donald A. Norman, el gurú del "tecnodiseño", debe ser cierto. Autor del libro El diseño de los objetos del futuro (Paidós) -con seguridad, el libro tecnológico del año-, este especialista en ciencias cognitivas expresa aquello que los publicistas no desean que oigamos: que la tecnología no nos hará libres. Nunca solucionará todos los problemas de la humanidad. Por cada problema resuelto, aparecerá otro.
Hasta hace no mucho, los seres humanos mandábamos. Prendíamos y apagábamos a placer los televisores, los celulares, las computadoras. Pero ya no. De acá en más -y a medida que se hagan más complejas-, las máquinas, más fuertes y más veloces pero inferiores en aptitudes sociales, creatividad e imaginación, tomarán el control de nuestras vidas.
Pero cuando los aparatos comiencen a intercambiar información entre sí para optimizar sus funciones, ¿cómo evitaremos que se difunda lo que hacemos en privado? "Los hombres se han convertido en instrumentos de sus instrumentos", escribió proféticamente hace 200 años Henry David Thoreau. Quizá de acá en más las palabras del autor de Walden cobren mayor fuerza cada vez que nos levantemos a la noche y abramos la heladera.
conexionbrando.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario