Andres Rascovsky
Nos aproximamos a fin de año y verificamos que la vida nos impone decepciones, sufrimientos, empresas que resultan imposibles, heridas a nuestra autoestima. Reaccionamos intentando superar los obstáculos y producimos entonces nuevas ilusiones que nos aproximen a nuestros ideales de vida y de felicidad.
La comunidad entera tiene sus ceremonias compartidas. Anhelamos renacer y comenzar de nuevo: un año nuevo y la esperanza de alcanzar, esta vez, aquello que el presente nos negó.
La esperanza es un logro y un valor psíquico, nos ofrece consuelo y nos permite neutralizar aspectos del dolor de vivir. La esperanza y sus ilusiones son nuestro combustible vital y se sostienen en aquel amor y en aquella confianza que recibimos en nuestra infancia.
Sin esas ilusiones y sus proyectos, la vida se tornaría sombría, perdería gran parte de su valor. Por eso es que no podemos prescindir de las ilusiones aun cuando la distancia que nos separa de nuestros ideales sea una brecha casi infranqueable.
Las ilusiones nutren nuestra esperanza aunque frecuentemente crezcan proporcionalmente a nuestras decepciones y a nuestros traumas psíquicos, hasta constituir en muchas ocasiones verdaderos delirios individuales o colectivos. Aun así estas formaciones psíquicas transmiten anhelos, deseos y padecimientos simbólicos y verdaderos de los individuos.
En cada fin de año resurge una ilusión compartida universalmente: el anhelo de ser queridos y protegidos y tener siempre un padre poderoso, generoso y comprensivo, aunque para muchos individuos ese padre tenga existencia celestial y, para nosotros, existencia intrapsíquica.
En Año Nuevo, el deseo de todo un pueblo es el anhelo de que nazca un ser sabio, bondadoso y protector que nos guíe y conduzca en las tenebrosas y azarosas oscuridades de la vida contemporánea y sus tragedias. Así, cada año renovamos el deseo de una comunidad que nos brinde más honestidad, más dignidad y más esperanza.
lanacion.com
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