Entre los males emocionales que predominan en la actualidad el aburrimiento pareciera jugar un papel relevante en la sensación de desgano o en la depresión. Esto sucede en una cultura que exalta la diversión como valor supremo y que ofrece una gama aparentemente interminable de opciones de entretenimiento. La mayoría está ligada al consumo. Hoy casi todos los productos son vendidos para entretener: desde una mayonesa hasta un shampoo, de un curso de inglés a un automóvil, todo se rige por el imperio de lo divertido y de la satisfacción inmediata. Generando, por supuesto, cuotas enormes de frustración.
El modelo feliz sería una réplica de esas publicidades donde se ve una fiesta alrededor de la pileta, donde todos ríen, se abrazan y se divierten con una copa en la mano; no son tres o cuatro amigos, son alrededor de cien. Cuerpos perfectos, caras seductoras, un buen pasar. Para los que no pueden acceder a ello en el mundo real hoy Internet da a todos la posibilidad de ser, tener y lucir como más guste en el mundo virtual. Y ofrece gratuitamente juegos, películas, revistas, redes de amistad infinita y millones de formas de diversión. Pero muy poco de todo lo propuesto puede pasar la prueba de lo fugaz o despegarse de la lógica de consumo y descarte. Así de inmediata la satisfacción, así de rápido vuelve el aburrimiento.
Y entonces muchos hablarán de vacío, de una carencia que no saben con qué llenar. Ni el boliche, ni la PlayStation, ni llegar a los 1000 amigos en Facebook alcanzan para evitar el encuentro con ese agujero negro que, tras el velo del aburrimiento, provoca pánico, desilusión, incertidumbre y angustia. Nadie enseña cómo enfrentarlo y para algunos la única opción es escapar. Ese agujero alberga mil preguntas nunca hechas o jamás respondidas. Preguntas básicas del tipo quién soy, qué deseo, para qué existo, cuál es mi plan. Un programa demasiado aburrido como para no intentar postergar. Aunque a la corta o a la larga, siempre interpela.
Responder a esas preguntas del núcleo más íntimo del hombre conlleva un proceso de búsqueda muy personal. Pero hay una ayuda para enfrentar el tedio del aburrimiento de manera menos efímera que las opciones actuales de diversión y que, al mismo tiempo, sacude la conciencia hacia la búsqueda de respuestas más hondas sobre la propia existencia. Se trata de abrir espacios para la sorpresa, de generar pequeños movimientos que puedan ser la grieta por la que se filtran oportunidades, desafíos, aventuras. Muchos de los que se quejan de aburrimiento hacen todos los días el mismo camino, hablan siempre con las mismas personas, van siempre a los mismos lugares, no modifican sus rutinas. El simple hecho de elegir un camino diferente para ir al mismo lugar coloca a la mente en una frecuencia de exploración, de apertura al cambio, de innovación. Y aunque parezca inverosímil, ese mínimo gesto de cambio predispone el ánimo con la energía de los que esperan una sorpresa.
Es un primer empujón del aburrimiento o de la abulia hacia la dinámica de la novedad. La novedad es exploración y pregunta, salvo que se desista de ellas cerrando otra vez las puertas del crecimiento. Someterse a la interpelación de la sorpresa conecta con aquel lugar de las preguntas, mueve la conciencia, el juicio, conduce a pensar y a desear respuestas.
Algunas personas se quejan de la falta de sorpresa en sus vidas sin saber que es necesario hacerle espacio, generar huecos por donde se pueda filtrar. Es difícil que las personas con ánimo de búsqueda se depriman con el aburrimiento. Cuando el horizonte entusiasma por encima del presente, se es capaz de esperar, sufrir y seguir buscando sin morir en el intento. Pero paralelamente, una vida no deprimente requiere ir revisando y contestando aquellos interrogantes existenciales para construir, así, un colchón que haga ese agujero negro más resistente, y tolerable, menos temido y más aceptado como un misterio para el que siempre habrá que estar buscando nuevas respuestas.
Por Teresa Batallanez
La autora es periodista de la Redacción de La Nación
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