El cerebro humano viene diseñado de fábrica con raya al medio y dos hemisferios separados. Esta confabulación fisiológica tal vez contribuya a que veamos el mundo moralmente dividido en dos: lo bueno y lo malo. Aunque a esta altura de las cosas ninguna persona inteligente puede estar segura de nada, para darse el lujo de dudar hay que pasar por encima de esa frontera tan cómoda que señala la diferencia. Por ejemplo: si tuviéramos que ubicar la mentira en un encuadre ético simple, parecería razonable elegir la zona del mal. Sin embargo, hay mentiras que desafían las clasificaciones sencillas.
En la película La chica del adiós, de Herbert Ross, una mujer y su hija van a saludar a un actor amigo después de verlo en una pieza nefasta. "Tengamos tacto", le dice la madre. "¿Qué es tener tacto?" pregunta la niña. "Mentir", es la simple y cruel respuesta de la madre. Esta es la mentira cortés, y lejos de llevarnos al infierno se ha constituido en una herramienta bastante necesaria para la convivencia con el prójimo. "Me encantó tu libro", "qué amorosa es tu nena, qué bien toca el piano", o "este pescado agridulce está riquísimo" son mentirillas que no hacen daño a quien las recibe (al contrario) ni provocan insomnio por remordimiento a quien las dice. Casi podríamos decir que ni siquiera son mentiras, sino máscaras civilizadas para hacer más amable la vida en sociedad. Se convierten en mentiras cuando hay un vínculo verdadero y una pregunta que no es retórica. En un caso así, cuando no se responde con franqueza porque la respuesta es desagradable, ésa sí es una mentira y un acto de cobardía, casi una traición.
Lejos de la mentira cortés, el embuste es la mentira maligna, la que se dice con un propósito concreto, que suele salvar el pellejo en alguna dificultad, generalmente perjudicando a otro. O para perjudicar al otro porque sí, porque nos molesta o porque le va demasiado bien en la vida. Hay una diferencia esencial entre la mentira y el embuste. La mentira puede surgir de un error, de una noticia equívoca, de un momento de debilidad. El embuste, en cambio, siempre es producto de la mala fe. La mentira puede ser candorosa, el embuste es siempre dañino y malintencionado. En este territorio entra la maledicencia, los comentarios malignos sobre personas que no están presentes, afirmaciones contundentes sobre la conducta moral y especialmente sexual de la gente, la descalificación de sus virtudes y la divulgación de sus debilidades.
Hay una clase de mentira que podríamos llamar operativa, frecuente por ejemplo en los matrimonios. Si un esposo vuelve a casa tarde, relajado, de buen humor y con el pelo mojado, y su esposa le cree cualquier pretexto que le ponga: tenis, reunión de balance o encuentro fortuito con un viejo amigo, en esa mentira están participando los dos por igual. En un caso así, la esposa no es necesariamente una tonta. Tal vez está protegiendo su matrimonio desde un encuadre temporal más sólido que ciertas transgresiones pasajeras, o tal vez junta material para lo que se conoce como el poder de la víctima. Y también es posible que la mujer sea una tonta.
Hay mentiras oficiales, como las de la política, el periodismo y la publicidad, que en realidad son convenciones compartidas por el emisor y el receptor del mensaje. En este tipo de mentiras cada uno es responsable de entrenarse debidamente para decodificar las intenciones, el contexto y hasta el tiempo de los verbos, especialmente los condicionales. Y también está el autoengaño, la mentira interior, que perjudica a nadie más que a uno mismo.
Todos mentimos: mienten las estadísticas y las apariencias, y al contrario de lo que se piensa, mienten los niños y también los borrachos. Mentimos por cortesía, por necesidad, por precaución, por caridad, por pereza, por inseguridad y por miedo. A propósito: en La República, de Platón, unos jóvenes en el baño de vapor le preguntan al anciano maestro para qué sirve una gran fortuna. El anciano medita un rato y por fin contesta: "Una gran fortuna sólo sirve para no tener que mentir nunca más".
Por Cecilia Absatz
La autora es periodista
lanacion.com
En la película La chica del adiós, de Herbert Ross, una mujer y su hija van a saludar a un actor amigo después de verlo en una pieza nefasta. "Tengamos tacto", le dice la madre. "¿Qué es tener tacto?" pregunta la niña. "Mentir", es la simple y cruel respuesta de la madre. Esta es la mentira cortés, y lejos de llevarnos al infierno se ha constituido en una herramienta bastante necesaria para la convivencia con el prójimo. "Me encantó tu libro", "qué amorosa es tu nena, qué bien toca el piano", o "este pescado agridulce está riquísimo" son mentirillas que no hacen daño a quien las recibe (al contrario) ni provocan insomnio por remordimiento a quien las dice. Casi podríamos decir que ni siquiera son mentiras, sino máscaras civilizadas para hacer más amable la vida en sociedad. Se convierten en mentiras cuando hay un vínculo verdadero y una pregunta que no es retórica. En un caso así, cuando no se responde con franqueza porque la respuesta es desagradable, ésa sí es una mentira y un acto de cobardía, casi una traición.
Lejos de la mentira cortés, el embuste es la mentira maligna, la que se dice con un propósito concreto, que suele salvar el pellejo en alguna dificultad, generalmente perjudicando a otro. O para perjudicar al otro porque sí, porque nos molesta o porque le va demasiado bien en la vida. Hay una diferencia esencial entre la mentira y el embuste. La mentira puede surgir de un error, de una noticia equívoca, de un momento de debilidad. El embuste, en cambio, siempre es producto de la mala fe. La mentira puede ser candorosa, el embuste es siempre dañino y malintencionado. En este territorio entra la maledicencia, los comentarios malignos sobre personas que no están presentes, afirmaciones contundentes sobre la conducta moral y especialmente sexual de la gente, la descalificación de sus virtudes y la divulgación de sus debilidades.
Hay una clase de mentira que podríamos llamar operativa, frecuente por ejemplo en los matrimonios. Si un esposo vuelve a casa tarde, relajado, de buen humor y con el pelo mojado, y su esposa le cree cualquier pretexto que le ponga: tenis, reunión de balance o encuentro fortuito con un viejo amigo, en esa mentira están participando los dos por igual. En un caso así, la esposa no es necesariamente una tonta. Tal vez está protegiendo su matrimonio desde un encuadre temporal más sólido que ciertas transgresiones pasajeras, o tal vez junta material para lo que se conoce como el poder de la víctima. Y también es posible que la mujer sea una tonta.
Hay mentiras oficiales, como las de la política, el periodismo y la publicidad, que en realidad son convenciones compartidas por el emisor y el receptor del mensaje. En este tipo de mentiras cada uno es responsable de entrenarse debidamente para decodificar las intenciones, el contexto y hasta el tiempo de los verbos, especialmente los condicionales. Y también está el autoengaño, la mentira interior, que perjudica a nadie más que a uno mismo.
Todos mentimos: mienten las estadísticas y las apariencias, y al contrario de lo que se piensa, mienten los niños y también los borrachos. Mentimos por cortesía, por necesidad, por precaución, por caridad, por pereza, por inseguridad y por miedo. A propósito: en La República, de Platón, unos jóvenes en el baño de vapor le preguntan al anciano maestro para qué sirve una gran fortuna. El anciano medita un rato y por fin contesta: "Una gran fortuna sólo sirve para no tener que mentir nunca más".
Por Cecilia Absatz
La autora es periodista
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