domingo, 31 de octubre de 2010

El Papa ha dicho basta

El viejo y sabio cura rural de Georges Bernanos resumía los problemas de la Iglesia romana en una cuarta: la distancia que hay entre la bragueta y el bolsillo. Se refería a los escándalos sexuales y al poder del dinero. Una cuarta es la medida entre la punta del pulgar y la del meñique. En ese palmo ha tenido que bregar el papa Benedicto XVI desde que el 24 de marzo de 2005, con Juan Pablo II ya moribundo, el todavía cardenal Joseph Ratzinger clamó contra "la suciedad" que habita en el catolicismo jerárquico. Su recorrido vital hasta llegar este año a pedir perdón a las víctimas de abusos, y a ordenar públicamente "tolerancia cero" frente a la pederastia y otros pecados que sean además delitos civiles, ha estado lleno de espinas y resistencias, también entre miembros de la Curia, que es como se llama el Gobierno del Estado de la Santa Sede.

Ratzinger habló por primera vez contra "la suciedad" clerical durante el vía crucis de la Semana Santa de 2005 ante el Coliseo romano. Aquel grito de alarma le valió el pontificado. Tres semanas más tarde, los 114 cardenales llegados desde toda la cristiandad católica para buscar en cónclave al sustituto del polaco Wojtyla lo eligieron Papa, pese a que en aquel momento el sabio cardenal alemán ya tenía 78 años -tres años más de la edad de jubilación de los obispos- y una salud quebradiza.

Alarmados y abrumados por los escándalos que acorralaban a su iglesia en numerosos países, la decisión de los conocidos como Príncipes de la Iglesia parecía lógica. "¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! La traición de los discípulos es el mayor dolor de Jesús. No nos queda más que gritarle: Kyrie, eleison. Señor, sálvanos", habían escuchado en boca del entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante la oración de la novena estación del vía crucis.

Fue en la prensa norteamericana desde donde se lanzaron los primeros y los más gruesos pedriscos contra el Vaticano, en forma de noticias sobre sacerdotes e incluso obispos que llevaban años abusando sexualmente de niños y niñas confiados a su ministerio moral. Los datos eran aplastantes, con miles de nombres de culpables y víctimas, y también con testimonios sobre cómo los prelados habían maquinado meticulosas operaciones de silencio, con traslados de clérigos pederastas de una diócesis a otra para protegerlos, y con indemnizaciones a las víctimas a cambio de librar a los delincuentes de la justicia civil.

"Somos pastores, no policías", se disculpaban los jerarcas. "Si no podemos ser castos, al menos seamos cautos", aconsejaban a veces, con otra de las ironías del simpático cura rural de Bernanos. Ese fue el espíritu con que durante siglos se había enfrentado la Iglesia romana a los comportamientos de los clérigos entregados a vicios y placeres demasiado mundanos.

Otros muchos prelados achacaban los escándalos a campañas de los enemigos de la Iglesia. Esta fue la tesis de Ratzinger durante una visita, en noviembre de 2002, a la Universidad Católica de Murcia para hablar sobre Jesucristo, camino, verdad y vida. Un periodista le preguntó si creía que "los escándalos desatados en Estados Unidos eran fruto de una campaña mediática". Esto fue lo que dijo entonces el futuro papa: "Personalmente estoy convencido de que la presencia mediática constante de los pecados de los sacerdotes católicos es una campaña planeada, puesto que el porcentaje de esos escándalos no es más alto que en otras categorías profesionales, e incluso es menor. La constante presencia de esas noticias no se corresponde con la objetividad de la información estadística de los hechos. Uno llega a la conclusión de que se trata de una campaña intencionada y manipulada con un deseo expreso de desacreditar a la Iglesia". No faltaron, incluso, las voces en el Vaticano que achacaron la campaña a una venganza del entorno del ex presidente George W. Bush contra Juan Pablo II por haber condenado la invasión y la guerra de Irak.

Al margen de conjuras o juicios de intenciones, los datos ofrecidos por la prensa más seria -uno de los informes publicados en EE UU fue galardonado con el Premio Pulitzer- resultaban incontestables. Se estaban produciendo, además, año tras año, severas condenas judiciales en numerosas diócesis, con millonarias indemnizaciones a las víctimas, que amenazaban con la bancarrota de archidiócesis como la de Boston.

Es en esa avalancha de malas noticias verdaderas cuando Juan Pablo II se ve forzado a pedir a Ratzinger que se ocupe del asunto. Es probable que fuese el propio cardenal alemán quien reclamase al Papa ese encargo, con gran disgusto de los cardenales Angelo Sodano y Tarcisio Bertone, partidarios de lavar la ropa sucia en casa.

Para el sacerdote Juan Rubio Fernández, director de la revista católica Vida Nueva, la fecha del 27 de noviembre de 2004 fue el día de la "conversión del Papa", que es como calificó entonces el cambio de actitud el famoso vaticanista estadounidense John Allen. Rubio ha hecho un meticuloso seguimiento de ese proceso en un libro publicado esta semana por la editorial bilbaína Desclée De Brouwer con el título Tolerancia cero. La cruzada de Benedicto XVI contra la pederastia en la Iglesia.

Sin descartar la tesis de una campaña mediática contra la Iglesia -"las palabras de Ratzinger en Murcia no estaban exentas totalmente de razón porque no han faltado bulos, tergiversaciones, sensacionalismos y una buena dosis de agresividad"-, Rubio reconoce que fue la prensa la que ha obligado a la Iglesia católica a cambiar "la forma tradicional de abordar el problema". Añade: "La Iglesia no puede tener miedo a la verdad, aunque esa verdad y transparencia la lleve al sufrimiento. Se trata de saber sacar del limón limonada".

Según Juan Rubio, hay un antes y un después de la pederastia en la Iglesia tras estas decisiones del Papa, tanto que "el próximo cónclave estará marcado por este tema y será algo decisivo en el perfil del nuevo papa". Tampoco descarta el director de Vida Nueva que los escándalos pasados tengan consecuencias en el proceso de beatificación de Juan Pablo II.

Lo cierto es que cuando Ratzinger tomó la decisión de cambiar de rumbo -y de normas legales- para combatir la pederastia era ya demasiado tarde. La suciedad había saltado por la ventana, con grave daño para la fama y el prestigio de las jerarquías del catolicismo. Desde entonces hasta ahora, todos los años han sido annus horríbilis en el Vaticano, porque después llegaron en cascada las peores noticias de abusos y complicidades también en Irlanda, Alemania, Bélgica, Italia y España, entre otros países.

¿Cuándo se cayó Benedicto XVI del caballo aparentemente encubridor, para encabezar, ya sin tapujos, el combate contra la impunidad de los culpables y el silencio de las jerarquías? Fue el 27 de noviembre de 2004, curiosamente el mismo día en que Juan Pablo II se prestaba a presidir en Roma una multitudinaria celebración de los Legionarios de Cristo (LC) con su fundador, Marcial Maciel, en primer plano.

"Es un ejemplo para la juventud", piropeó ese día el Pontífice al ya notorio pederasta Maciel. Fue otra humillación a las incontables víctimas del poderoso legionario. Horas más tarde, el cardenal Ratzinger firmaba el decreto por el que se iniciaba oficialmente una investigación sobre el fundador del movimiento. Maciel había acompañado en primera fila a Juan Pablo II en los viajes a México en 1979, 1990 y 1993, cuando ya eran un clamor las denuncias contra él. También entraba en los más altos despachos del Vaticano como Perico por su casa, muchas veces con sobres con miles de dólares para agasajar a cardenales por sus silencios y complicidades.

Durante décadas, el sacerdote Maciel y algunos de sus lugartenientes sometieron a abominables abusos a cientos de muchachos, especialmente en el seminario de Ontaneda (Cantabria). Solo tras la muerte del Papa polaco, en 2005, el sedicente pederasta y padre de varios hijos con diversas mujeres fue apeado de su enorme poder, con la orden tajante de alejarse de Roma. Se recluyó en México. Fue su único castigo en vida. Falleció en enero de 2008, a los 88 años.

Este jueves pasado, uno de los principales legionarios en España, el sacerdote Santiago Oriol, ha anunciado que abandona la Legión. Se ha hartado de esperar soluciones dignas frente a las tropelías del fundador y el encubrimiento de sus colaboradores. La gota que colmó el vaso de su paciencia ha sido la extensa carta pública del delegado pontificio para la LC y el Regnum Christi -el grupo de laicos de la Legión-, el arzobispo Velasio de Paolis, confirmando en sus puestos a los directores y superiores del movimiento. En la misiva, De Paolis, nombrado cardenal la semana pasada, subraya que Benedicto XVI "ha renovado su confianza" en la congregación. Santiago Oriol anunció su marcha de la Legión ante los padres de alumnos del colegio Everest que la Legión tiene en Pozuelo (Madrid). Era su director e impulsor principal.

Los Oriol -ahora cuatro varones sacerdotes legionarios y una hermana que está al frente de las mujeres consagradas del movimiento, descendientes de una poderosa saga política durante el franquismo- estuvieron en el origen de la exitosa extensión de la Legión de Cristo en la España de la posguerra, junto con el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo. Para ello han donado dineros y haciendas, incluidos gran parte de los terrenos donde se levanta la legionaria Universidad Francisco de Vitoria en Pozuelo de Alarcón (Madrid).

Ante tantos sucesos escandalosos, la disculpa del contubernio anticlerical y ateo caía por su propio peso. Al margen de excesos en algunos medios de comunicación amarillos, los documentos oficiales del Vaticano, una y otra vez reproducidos, dejaban claro que había habido en la Curia, durante décadas, una intención firme de ocultar los abusos sexuales de clérigos y hacer oídos sordos a las denuncias de las víctimas.

Ratzinger lo sabía, porque él mismo había firmado alguno de esos documentos. Ante cualquier denuncia hay que asegurar la reserva total, se decía en una instrucción papal de 1962. También era consciente de la "suciedad" y la "soberbia" con que se seguía actuando en algunas Iglesias nacionales y en despachos de la propia Curia.

Es en ese ambiente de inquietud en el que se produjo su ascensión al Pontificado romano. Si la situación era tan grave como clamaba el cardenal alemán, sus colegas en el cónclave iban a considerarle el único capaz -por conocimiento y por autoridad- de arreglarla. ¿Quién podía conocer mejor los pecados y delitos del cristianismo romano que el presidente de la Pontificia Congregación que antaño llevó el nombre terrible de Santo Oficio de la Inquisición? El teólogo Ratzinger había dirigido ese organismo desde 1981, con mano de hierro.

Tampoco ignoraba el nuevo Papa que iba a estar solo en la tarea, salvo que realizase cambios radicales. No los hizo. En la llamada eufemísticamente Ciudad Santa, el poder ha seguido estos años en manos de los de siempre, con algunos cambios por razones de edad. Es el caso del cardenal Angelo Sodano, número dos de Juan Pablo II y protector del fundador de los Legionarios. Ha sido sustituido por otro italiano, Tarcisio Bertone, igual de inmovilista, también amigo de guardar en casa la ropa sucia.

Fue el cardenal Bertone quien vino a Madrid en 2009, en viaje privado, a apaciguar a una hija de Maciel que amenazaba con hacer pública su situación si el Vaticano la abandonaba a su suerte tras la muerte del padre. Hubo acuerdo. Pero después se ha sabido que no era la única heredera del fundador legionario. Maciel tenía otros hijos con otras mujeres en otros países, algunos con sus reclamaciones en manos de abogados. Demasiado enojo para un Papa que había contemplado durante años, impasible pero escandalizado, cómo el sacerdote mexicano gozaba de las complacencias de su antecesor y de una parte de los cardenales. Su conversión hacia la tolerancia cero, cayese quien cayese, iba a ser radical a partir del escándalo Maciel. No siempre ve cumplidos (o hace cumplir) sus deseos.
elpais.com

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