Paul Krugman
The New York Times
NUEVA YORK.- Las recesiones son comunes; las depresiones son raras. Por lo que sé, hubo solamente dos épocas de la historia económica que fueron generalizadamente descriptas como "depresiones" en su momento: los años de deflación e inestabilidad que siguieron al pánico de 1873 y los años de desempleo masivo que siguieron a la crisis financiera de 1929-31.
Ni la Larga Depresión del siglo XIX ni la Gran Depresión del siglo XX fueron épocas de declinación incesante. Por el contrario, ambas incluyeron períodos en los que la economía creció. Pero esos episodios de mejoría nunca bastaron para reparar los daños ocasionados por la primera caída, y fueron seguidos por recaídas.
Me temo que ahora nos encontramos en las primeras etapas de una tercera depresión. Probablemente sea más semejante a la Larga Depresión que a la mucho más grave Gran Depresión.
Pero el costo para la economía mundial y, sobre todo, para los millones de vidas azotadas por la falta de empleo será enorme. Y esta tercera depresión será, primordialmente, un error de política.
En todo el mundo -más recientemente en la muy desalentadora cumbre del G-20 en Toronto-, los gobiernos se obsesionan con la inflación cuando la verdadera amenaza es la deflación, y predican la necesidad de ajustarse el cinturón cuando el verdadero problema es el gasto inadecuado.
En 2008 y 2009, parecía que, tal vez, habíamos aprendido las lecciones que nos había dado la historia.
A diferencia de sus predecesores, que aumentaron las tasas de interés ante una crisis financiera, los actuales líderes de la Reserva Federal y del Banco Central Europeo (BCE) bajaron las tasas y actuaron para dar apoyo a los mercados crediticios.
A diferencia de los gobiernos del pasado, que trataron de equilibrar sus presupuestos cuando se vieron enfrentados a una economía en caída, los gobiernos de hoy permitieron que el déficit aumentara. Y mejores políticos lograron que el mundo evitara un colapso total: se podría afirmar que la recesión producida por la crisis financiera terminó el verano pasado.
Desempleo catastrófico
Pero los futuros historiadores no dirán que ése no fue el final de la tercera depresión, tal como el repunte empresarial que se inició en 1933 no fue el final de la Gran Depresión.
Después de todo, el desempleo -en especial, el desempleo de largo plazo- sigue en niveles que hubieran sido considerados catastróficos poco tiempo atrás, y no hay indicios de que vaya a recuperarse en lo inmediato. Y tanto Estados Unidos como Europa se encaminan hacia trampas deflacionarias al estilo de Japón.
Ante este sombrío cuadro, uno esperaba que los políticos se dieran cuenta de que aún no habían hecho lo suficiente para promover la recuperación. Pero no: durante los últimos meses, se produjo un notable resurgimiento de la ortodoxia del dinero difícil y del equilibrio presupuestario. En lo referido a la retórica, el renacimiento de la antigua religión es más evidente en Europa, donde los funcionarios parecen extraer sus frases de los discursos completos de Herbert Hoover, incluida la afirmación de que aumentar los impuestos y reducir el gasto verdaderamente son medidas que ampliarán la economía y fortalecerán la confianza empresarial.
Sin embargo, a nivel práctico, Estados Unidos no hace las cosas mucho mejor. La Fed parece consciente de los riesgos deflacionarios, pero lo que propone hacer con estos riesgos es, digamos, nada.
La administración de Barack Obama entiende los peligros que implica una austeridad fiscal prematura. Pero como los republicanos y los demócratas conservadores no autorizaron en el Congreso la ayuda adicional a los gobiernos estatales, esa austeridad existe de todas maneras, bajo la forma de recortes presupuestarios estatales.
¿Por qué esta política es equivocada?
Para justificar su postura, los más intransigentes suelen invocar los problemas que deben enfrentar Grecia y otras naciones marginales de Europa. Y es cierto que los inversores han atacado a los gobiernos con déficits irremediables. Pero no hay ninguna evidencia de que la austeridad fiscal a corto plazo, ante una economía deprimida, sirva para tranquilizar a los inversores.
Todo lo contrario: Grecia ha accedido a un estricto plan de austeridad, sólo para descubrir que su riesgo país sigue creciendo; Irlanda ha impuesto salvajes recortes a su gasto público, sólo para que los mercados la consideren aún más riesgosa que España.
El triunfo de la ortodoxia
Es casi como si los mercados financieros entendieran aquello que los políticos no parecen comprender: que aunque la responsabilidad fiscal a largo plazo es importante, rebajar drásticamente el gasto en una depresión, profundizándola y abriendo paso a la deflación, es una actitud verdaderamente autodestructiva.
Así que no creo que nada de esto se justifique con Grecia, ni tampoco que sea una evaluación realista de la compensación de la relación entre el déficit y el empleo.
Es, en cambio, el triunfo de una ortodoxia que tiene poco que ver con el análisis racional y cuya premisa fundamental es que imponer sufrimientos a otras personas es la manera de demostrar la capacidad de liderazgo en las épocas difíciles.
¿Y quién pagará el precio de este triunfo de la ortodoxia? La respuesta es: decenas de millones de trabajadores desocupados, mucho de los cuales seguirán sin empleo durante años, y algunos de los cuales nunca más volverán a trabajar.
Traducción de Mirta Rosenberg
lanacion.com
The New York Times
NUEVA YORK.- Las recesiones son comunes; las depresiones son raras. Por lo que sé, hubo solamente dos épocas de la historia económica que fueron generalizadamente descriptas como "depresiones" en su momento: los años de deflación e inestabilidad que siguieron al pánico de 1873 y los años de desempleo masivo que siguieron a la crisis financiera de 1929-31.
Ni la Larga Depresión del siglo XIX ni la Gran Depresión del siglo XX fueron épocas de declinación incesante. Por el contrario, ambas incluyeron períodos en los que la economía creció. Pero esos episodios de mejoría nunca bastaron para reparar los daños ocasionados por la primera caída, y fueron seguidos por recaídas.
Me temo que ahora nos encontramos en las primeras etapas de una tercera depresión. Probablemente sea más semejante a la Larga Depresión que a la mucho más grave Gran Depresión.
Pero el costo para la economía mundial y, sobre todo, para los millones de vidas azotadas por la falta de empleo será enorme. Y esta tercera depresión será, primordialmente, un error de política.
En todo el mundo -más recientemente en la muy desalentadora cumbre del G-20 en Toronto-, los gobiernos se obsesionan con la inflación cuando la verdadera amenaza es la deflación, y predican la necesidad de ajustarse el cinturón cuando el verdadero problema es el gasto inadecuado.
En 2008 y 2009, parecía que, tal vez, habíamos aprendido las lecciones que nos había dado la historia.
A diferencia de sus predecesores, que aumentaron las tasas de interés ante una crisis financiera, los actuales líderes de la Reserva Federal y del Banco Central Europeo (BCE) bajaron las tasas y actuaron para dar apoyo a los mercados crediticios.
A diferencia de los gobiernos del pasado, que trataron de equilibrar sus presupuestos cuando se vieron enfrentados a una economía en caída, los gobiernos de hoy permitieron que el déficit aumentara. Y mejores políticos lograron que el mundo evitara un colapso total: se podría afirmar que la recesión producida por la crisis financiera terminó el verano pasado.
Desempleo catastrófico
Pero los futuros historiadores no dirán que ése no fue el final de la tercera depresión, tal como el repunte empresarial que se inició en 1933 no fue el final de la Gran Depresión.
Después de todo, el desempleo -en especial, el desempleo de largo plazo- sigue en niveles que hubieran sido considerados catastróficos poco tiempo atrás, y no hay indicios de que vaya a recuperarse en lo inmediato. Y tanto Estados Unidos como Europa se encaminan hacia trampas deflacionarias al estilo de Japón.
Ante este sombrío cuadro, uno esperaba que los políticos se dieran cuenta de que aún no habían hecho lo suficiente para promover la recuperación. Pero no: durante los últimos meses, se produjo un notable resurgimiento de la ortodoxia del dinero difícil y del equilibrio presupuestario. En lo referido a la retórica, el renacimiento de la antigua religión es más evidente en Europa, donde los funcionarios parecen extraer sus frases de los discursos completos de Herbert Hoover, incluida la afirmación de que aumentar los impuestos y reducir el gasto verdaderamente son medidas que ampliarán la economía y fortalecerán la confianza empresarial.
Sin embargo, a nivel práctico, Estados Unidos no hace las cosas mucho mejor. La Fed parece consciente de los riesgos deflacionarios, pero lo que propone hacer con estos riesgos es, digamos, nada.
La administración de Barack Obama entiende los peligros que implica una austeridad fiscal prematura. Pero como los republicanos y los demócratas conservadores no autorizaron en el Congreso la ayuda adicional a los gobiernos estatales, esa austeridad existe de todas maneras, bajo la forma de recortes presupuestarios estatales.
¿Por qué esta política es equivocada?
Para justificar su postura, los más intransigentes suelen invocar los problemas que deben enfrentar Grecia y otras naciones marginales de Europa. Y es cierto que los inversores han atacado a los gobiernos con déficits irremediables. Pero no hay ninguna evidencia de que la austeridad fiscal a corto plazo, ante una economía deprimida, sirva para tranquilizar a los inversores.
Todo lo contrario: Grecia ha accedido a un estricto plan de austeridad, sólo para descubrir que su riesgo país sigue creciendo; Irlanda ha impuesto salvajes recortes a su gasto público, sólo para que los mercados la consideren aún más riesgosa que España.
El triunfo de la ortodoxia
Es casi como si los mercados financieros entendieran aquello que los políticos no parecen comprender: que aunque la responsabilidad fiscal a largo plazo es importante, rebajar drásticamente el gasto en una depresión, profundizándola y abriendo paso a la deflación, es una actitud verdaderamente autodestructiva.
Así que no creo que nada de esto se justifique con Grecia, ni tampoco que sea una evaluación realista de la compensación de la relación entre el déficit y el empleo.
Es, en cambio, el triunfo de una ortodoxia que tiene poco que ver con el análisis racional y cuya premisa fundamental es que imponer sufrimientos a otras personas es la manera de demostrar la capacidad de liderazgo en las épocas difíciles.
¿Y quién pagará el precio de este triunfo de la ortodoxia? La respuesta es: decenas de millones de trabajadores desocupados, mucho de los cuales seguirán sin empleo durante años, y algunos de los cuales nunca más volverán a trabajar.
Traducción de Mirta Rosenberg
lanacion.com
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