No hay que subestimar la intrepidez de los fóbicos. Durante mi primer día de colegio no comprendí por qué los otros niños lloraban cuando sus madres se retiraban. Luego, a la salida, cuando la maestra ordenó que nos pusiéramos en fila de acuerdo a la dirección de nuestras casas, me sentí súbitamente excitada.
Me puse en la fila de los que iban para la avenida Córdoba pensando que era libre: jamás volvería a ver a mis padres. Fue la primera vez que vislumbré el placer de la huida: taquicardia, alegría soberana, idea de horizontes infinitos. Mi madre estaba en la puerta. Al verla, mientras los otros niños corrían a abrazar a las suyas con una mezcla de alegría y alivio, yo me puse a llorar.
Otra vez, mientras daba un pequeño curso en la Universidad Berkeley, en California, se presentó en la clase el reconocido historiador Tulio Halperín Dongui. Era amable, sentía curiosidad, ¿podía quedarse? Entré en pánico, le expliqué que su figura me resultaba tan amenazadora que no podría abrir la boca delante de él. No me creyó, pero se fue.
Si la fobia es una timidez especializada, puedo decir que la mía es al público. Y mi fobia faro ha sido la escuela. No desde el primer día, claro. La fobia no es lineal. El trauma necesita un segundo tiempo. Si el otro me inspira miedo de a uno, ni hablar del miedo que me inspira en conjunto bajo la forma de mesa redonda, conferencia, seminarios, fiesta de copete, pericón, asamblea, teatro de participación o camping. Mi fobia podría definirse como la impresión ante cualquier exposición pública como primer día de escuela, el que precisamente no viví con miedo
Mi madre, doctora en química, era sarmientina: en su infancia proletaria había plagiado la clásica escena de lectura antes de la lectura fingiendo leer en una libreta en blanco porque se ha olvidado el libro. La niña del conventillo recibió una débil reprimenda y luego se enteró de que se ha rumoreado: “¡Qué inteligente!”. La anécdota se me repite hasta el cansancio junto con otras dignas del tango Acuaforte: ella ha estudiado a la luz de una vela mientras vivía en la misma pieza con el padre y la madre, la escupidera bajo la cama. Se hacía ayudar en los deberes por el repartidor de la carnicería, para entrar en la universidad, en la carrera de química, por los profesionales, padres de sus amigas, en un barrio Once que nunca abandonó.
¡Cómo no haber sido yo una inversión perdida! Dejar la escuela como lo hice más tarde no fue más que reconocerle a mi madre como suyo el campo que tan duramente se ganó.
Pero no me adelanto: mi madre me hará, a todo lo largo de la primaria y los primeros dos años de secundaria, el resumen de cada materia: con el tiempo comprobé que simplemente copiaba, es decir no me dejaba tocar los manuales; para leer, debía pasar por el peaje de su letra titánica. Luego escribirá en todos mis libros, aún cuando yo ya tenga veinte años: María Cristina Forero, María Cristina Forero, María Cristina Forero (mi nombre antes de comenzar la carrera periodística). Escribe también mis composiciones hasta que un día la señorita Cristóbal, mi profesora de castellano, me hace escribir una sin previo aviso y me felicita.
Pero yo dejaré la escuela y volveré cuando la escuela haya ganado la calle y nunca entraré a la universidad.
Soy el Pinocho de mi madre que escribe mis resúmenes, hace mis composiciones, me toma la lección y, los domingos, cuando se me escapa una carcajada durante algún juego, me dice la frase fatal “no te rías tanto que tenés que repasar”. No pienso: estudio de memoria párrafos larguísimos, soy la Funes el memorioso del libro de historia de Ibáñez, del de castellano de María Hortensia Lacau, sólo que jamás los leo.
Tengo diez absoluto. Pero soy impopular, invisible. Los profesores no me quieren. La de historia se pone a enumerar a las inteligentes de la clase. Me preparo para ocupar algún lugar en la lista ya que vagamente asocio inteligencia a calificaciones: Raggio, Frimer, Lewintal, dice la profesora. Luego hace un silencio y agrega mirándome “Forero, no, Forero estudia de memoria”. Yo no sufro, mi madre sí.
Aranovich es la abanderada, tiene 9.25. Yo no digo nada. Hasta que un día alguien lee mi boletín y advierte la injusticia. Me llaman a dirección. Segunda frase brutal, la de la directora: “¿10 en todas las materias? Forero es un caso patológico”. La directora me rodea el antebrazo con la mano: el dedo índice se monta sobre el pulgar.
-Usted, Forero, no podría levantar la bandera 45 grados.
-¿45 grados ¿ Cuándo?
-Durante el Himno nacional.
Me adjudican la bandera, a regañadientes. Aranovich, del disgusto, tiene un surmenage.
En otra ocasión, tengo, sin embargo mis quince minutos de fama. Dos alumnas, con fama de revoltosas, me proponen afiliarme a la FEDE, la Juventud Comunista. Si yo, que soy la abanderada, me afilio, seré una buena coartada para ellas que son malas alumnas. En el aniversario de la Revolución Cubana, durante un recreo, vuelven al aula y subidas a los pupitres cantan Y la reforma agraria va. Me hacen subir con ellas.
Entra la celadora. La única que queda sobre el pupitre soy yo. Le ha llegado el rumor de que soy de la FEDE. No me cree, se ríe. Me hace bajar con aire de desidia, me dice que si vuelvo a hacer una cosa así me sacará la bandera pero lo dice como si recitara, con fatiga, sin fe.
En segundo año me enamoro de la profesora de castellano que tiene la boca carnosa de mi padre y se llama como él, Cristóbal. La señorita Cristóbal odia a las tragas y me pone un 9.25, ¿será ella la que bajó el promedio de Aranovich? No importa, yo la amo, cuando la oigo leer Platero y yo, y el sudor le moja los bigotitos.
Un día, mientras acompaño a mi madre a la farmacia, la veo caminar por la calle sin cartera, despeinada, a las doce de la noche. La amo más porque parece una mujer desesperada, tal vez viuda. Por esa época siempre levanto la mano para pasar al frente, la memoria es un antídoto para la fobia que aún no se ha desencadenado.
Un día la señorita Cristóbal hace representar El capitán veneno. Me da el papel de Rosa, la criada. Entro en pánico “brumas hay, cerrazón y dolor” como dice el tango. Hago que no con la cabeza, la giro locamente mientras me aferro al pupitre.
La señorita Cristóbal se impacienta. “Es una orden” dice. ¿Una orden? “No puedo, no puedo” balbuceo. La señorita Cristóbal se me acerca y me agarra de un brazo. Me arrastra con el pupitre. No cedo. Por fin me deja, está más sorprendida que enojada. A la salida, en la cola del trolley en el que suelo volver a casa, detrás de mí, está la señorita Cristóbal. Le cedo mi lugar, ella no acepta, yo obstruyo la cola, paralizada. Aferrada a la manija de la puerta del trolley, la señorita Cristóbal hace ademán de invitarme a subir. Salgo de la cola y me voy. No vuelvo más al colegio.
Pero hay otras razones soterradas. En tercer año está el profesor Salvadores, el único varón del establecimiento. Se dice que sale con una mujer casada, la jefa de celadoras y algo que me suena atroz “Salvadores te califica por el cuerpo”. ¿Por el cuerpo? Entonces perderé el diez, quizás me saque un uno, pienso. Otro beneficio accesorio de la fobia: durante los próximos años no cesaré de hablar del cuerpo, de abogar por los que no siguen el modelo, por los que lo transforman, lo transgreden, lo inventan.
Doy libre tercer año, tardo dos. Los exámenes me dan pánico. No estudio de memoria, pero no puedo pensar. Cuando logro asistir, la benevolencia de los profesores, que saben que he estudiado pero que tengo surmenage –como Aranovich, dicen– no me ayuda.
Mi madre me lleva al consultorio del doctor Torres, especialista en adolescentes. En la pared del consultorio hay un poster con la imagen de un niño que apunta con un arma. Qué raro. Sospecho que Torres y mi madre conspiran para que vuelva al colegio. Hay una interconsulta con el doctor Caparrós, el padre de Martín. El doctor Caparrós dice, y mi madre lo repite indignada: “La inadaptación escolar es el primer síntoma de salud mental en su hija”.
Tengo 16 años. Vuelvo a estudiar. Es un decir: voy a un nocturno en donde, en lugar de ser una alumna retrasada, seré las más joven. Hago un didáctico de Lolita. Entre mis compañeros hay un estafador que acaba de salir de la cárcel por falsificar firmas, un director de cine porno, un policía.
El estafador me enseña a firmar mis propios boletines, el director de cine porno me apadrina. Tiene debilidad por eso que nunca encuentra: una virgen. Acompaño al policía que, vestido de verdulero, vigila la casa de un sospechoso. Lo espío desde lejos. Las vecinas se le acercan y protestan. Él no tiene idea del precio de las papas, lleva el carro semivacío o con fruta pasada. Yo me río a lo lejos, él se tienta.
Mi virginidad se vuelve un tema de conversación. Jocosa. A la salida de la escuela, el policía, el director porno y el estafador me acompañan. Siempre me hacen el mismo chiste. Al pasar por un hotel alojamiento –en el Once los nombres son imaginativos: Termine, Eleven One– me levantan por el aire y me empujan como si yo fuera un tronco para violar la puerta de entrada. Nos corren con insultos. Nos amenazan con la policía. “Yo soy policía”, dice el policía.
Mis compañeros me preguntan por qué no seguí el colegio de día si sólo estoy atrasada un año. Les cuento el asunto del profesor Salvadores. Me hacen girar y me miran el culo. “Qué boluda, hubieras podido mantener el diez a causa del siete”. No están de acuerdo en que no siga Farmacia como quería mi madre: “Podrías conseguirnos Artane”.
En los recreos se habla de un alumno que falta. Ha tenido un accidente de moto. Luego alguien dice que ha muerto. Pero a los pocos días el alumno aparece con la cabeza vendada. Soy Apollinaire, dice. No entiendo. Va hacia el pizarrón y dibuja dos líneas cruzadas y una estrellita. “¿Qué es?” Me pregunta. No sé. “El Principito”, contesta. Me presta Memorias de una joven formal, dice que me parezco al dibujo de tapa. Comienzo a leer, a vivir. Comienzo.
La fobia me ha traído mucho sufrimiento, echó a perder cosas que tal vez deseaba o que creía que deseaba precisamente porque las había perdido, acallado lo que tenía que decir –sobre todo lo que hubiera sido justo que dijera– pero me llevó a la escritura, ese espacio en donde, aunque los lectores sean diez, son invisibles a los ojos asustados de sus juicios, a lecturas en donde los audaces realizan sus inalcanzables hazañas y, a mi modo, soy feliz.
MARIA MORENO-Periodista, escritora
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