Por Marcos Weinstein *, Liliana Negro ** y Pablo Llonto ***
¿Cuántas veces debe ir a declarar un testigo-víctima sobre el mismo hecho? ¿Cuántas repreguntas sobre su dolor y su pasado debe soportar? ¿Cuántas semanas pueden pasar desde su última declaración hasta el cierre del juicio y la obtención de una sentencia? Si la respuesta es la palabra “infinitas”, estamos frente a la verdad de los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos en la Argentina entre 1974 y 1983. Una triste comprobación cotidiana es observar a la burocracia judicial en la rutina de citar testigos de estas causas sin diferenciarlas de las otras. Sorprendió, por ejemplo, que las citaciones se realizaran por medio de los “notificadores policiales”, es decir, recurriendo a instituciones que habían participado en la represión. Así, muchos testigos debieron atender el llamado a sus puertas de alguien que les traía “una notificación del juzgado” y ver que, frente a su domicilio, había un vehículo con gente uniformada, con la misma actitud autoritaria habitual o, aun, que quizás había participado en la acción objeto de tal citación.
Cierto que nuestra legislación permite que las notificaciones las realice la policía, pero también prevé la posibilidad del uso de telegramas, cartas certificadas o formas habituales como los oficiales de Justicia. Muchos testigos fueron tratados de una manera que implicó violencia y menoscabo de derechos elementales.
El dispar tratamiento en el país dividió enseguida a los tribunales en sensibles e insensibles. Quizá podamos hablar de juzgados hostiles: son aquellos donde no se permite al testigo víctima, o al testigo familiar, que relate íntegramente lo que le ha sucedido. Bajo el latiguillo jurídico de “no forma parte del objeto procesal”, se ha impedido brindar el marco completo en que se dio el terrorismo de Estado en la Argentina y en particular en el caso que el testigo expone. ¿Cómo no va a importar lo que había ocurrido con un militante político o sindical seis o siete meses antes de su secuestro? Poner limitaciones a los testigos podrá ser una atribución de los jueces, pero no de otros como empleados judiciales o abogados de las partes.
Si algo demuestra que ha existido desconsideración para con los testigos es la ausencia de conexidad y de elaboración de un mapa de testigos, que los juzgados de instrucción y los tribunales orales debieron formular cuando se pusieron en marcha los juicios: era imprescindible que los jueces, encargados de recibir los testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos, advirtieran que no se los podía citar para dar testimonio en más de un caso, o citarlos de nuevo “porque surgieron dudas”, o citarlos por tercera vez para hacer un reconocimiento de fotografías de los represores.
Ni que hablar de la necesidad de entender que, a 33 años de los hechos, existen recuerdos reprimidos y recuerdos recobrados, que obligan a la paciencia de quienes escuchan los testimonios. La posibilidad de realizar una sola y extensa audiencia para los llamados “testigos clave” también ha fracasado. Existen testigos que, por el hecho de haber estado detenidos en tres o cuatro centros clandestinos, debieron presentarse en cuatro causas para declarar lo mismo.
A todo ello debemos sumar que esas audiencias se realizan en los juzgados de instrucción y que, luego de uno o dos años, serán citados nuevamente por los miembros del Tribunal Oral Federal, encargado de dictar las sentencias de absolución o de condena, para que expongan públicamente todo cuanto saben.
El concepto de “testigos contenidos” recién se ha puesto en marcha en algunos juicios orales de Mar del Plata y San Martín: quienes debían brindar testimonio fueron contactados, semanas antes de su presentación, por funcionarios de los programas estatales Verdad y Justicia, o por los equipos de psicólogos del Programa de Protección de Testigos o de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación o de las secretarías provinciales. Pero han sido casos excepcionales.
No se habla de ofrecer protección. Como no hay ley o decreto que obligue a ello, los empleados judiciales no ponen en conocimiento de los testigos la existencia de programas de protección, que les pueden brindar cierto alivio. No estaría mal que, en el mismo documento que se le deja para notificarlo, figure una referencia a los programas mencionados. Si bien la mayoría de los testigos que hemos conocido se ha negado a la asistencia del sistema de protección de testigos –no les causa ninguna gracia verse custodiados por alguien que pertenece a una fuerza policial–, también es cierto que ha habido amenazas telefónicas, pintadas, hechos que muestran lo importante que sería para el testigo saber que el Estado, de una u otra manera, ha decidido ocuparse de su suerte.
El momento culminante es cuando los testigos, que ya habían declarado en la sede de un juzgado de instrucción, vuelven a ser llamados para el juicio oral. Las mujeres y los hombres dispuestos a declarar tendrán que saber esperar horas y horas en una sala especial, o un pasillo a la vista de todos los que por allí pasen, o hasta en hoteles a metros del tribunal, hasta el momento en que son llamados a testimoniar. Tendrán que soportar preguntas como “¿A qué organización política pertenecía usted?”, formuladas por los abogados de los encausados, en algunos tribunales dispuestos a admitir que se actúe curiosa o intrusivamente. En un tribunal oral federal, no se evidenció suficiente tacto y serenidad en las audiencias que trataban el delicado testimonio de la madre de un adolescente que, a las 14 años, había sido vejado por un grupo de tareas de la dictadura.
Colmados de expectativas, angustias, preocupaciones, prejuicios, fobias, creencias, nuestros testigos deambulan por los pasillos de los tribunales: para ellos esperamos del Estado, de los gobiernos y de los jueces, un trato digno.
* Médico psiquiatra.
** Psicóloga.
*** Abogado. Texto extractado de “El maltrato judicial”, capítulo de Repetición, duelo y resignificación, trabajo realizado en el Centro de Salud Mental Nº 1.
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