Desde Glendale, California
En un gran edificio a la sombra de las montañas de California, cientos de diseñadores de juguetes se concentran en la tarea de intentar aliviar a los padres del mundo de la carga del dinero duramente ganado. Algunos están parados ante tableros, haciendo bocetos de muñecos. Otros realizan diagramas técnicos de autos en miniatura. Un hombre llamado Alex muestra una animación a lápiz de unos robots minúsculos, que aparentemente serán muy exitosos en Japón. Crear el próximo accesorio imprescindible para los chicos es un negocio desaliñado: los escritorios están atiborrados de osos Winnie the Pooh y Barbies desmembradas. En los corredores hay percheros con remeras de marca y brillantes disfraces de princesa. Inflables para la pileta se balancean peligrosamente desde el techo. Y, como para probar que los viejos estereotipos nunca mueren, cerca del 50% de ese desorden plástico –el material que se venderá a las niñas– tiene un escandalosamente desvergonzado tono rosa.
El edificio, situado en el condado industrial de Glendale, una ciudad satélite al norte de Los Angeles, es el cuartel central de Disney Consumer Products, la división del conglomerado del entretenimiento encargada de inventar productos para las películas y programas televisivos de Disney. Alberga a los tipos que inventan todo, desde las cartucheras Mickey Mouse a los broches para el pelo de Hannah Montana, y de ahí a las réplicas en felpa del extraño pez naranja de Buscando a Nemo. “Hay una palabra que siempre usamos aquí: jugueteable”, dice Luis Fernández, el jefe creativo de la división. “Si decimos que una película es naturalmente jugueteable es bueno, porque significa que es la clase de proyecto que inspira montones de juguetes.”
Ser jugueteable representa una parte cada vez más importante del futuro comercial de la industria cinematográfica: el año pasado, Disney Consumer Products facturó 27 mil millones de dólares; en los próximos cinco años apuntan a casi duplicar esa cifra. Para ayudar a ese objetivo, al menos en el corto plazo, ya se produjo el regreso de la franquicia fílmica quizá más jugueteable de la historia. Toy Story 3 inspiró un rango de más de 250 marcas de producto, desde sets de Lego a videojuegos, pasando por ediciones especiales de los muñecos cabeza-de-papa. La serie incluye 25 muñecos modelados sobre la estrella del asunto, el soldado espacial Buzz Lightyear. Algunos son sólo de unos centímetros, realizados en plástico rígido. El más ostentoso es un “Robot programable” de 45 centímetros, a control remoto, que puede caminar, hablar y golpear la palma en un hi-five, y que cuesta 150 dólares en los Estados Unidos.
Buzz es el símbolo de una creciente tendencia que está cambiando la manera en que Hollywood encara la creación y el marketing de sus nuevos films. Para decirlo gruesamente, los acuerdos comerciales se han vuelto más valiosos que las películas. Las dos primeras películas de Toy Story, por ejemplo, hicieron unos ochocientos millones de dólares en taquilla, pero ayudaron a vender 35 millones de réplicas de Buzz Lightyear, y toda la línea de juguetes totalizó al menos 8 mil millones.
En años pasados, la economía de la realización cinematográfica era relativamente directa: si una película conseguía –por vía de la taquilla, el DVD y la venta a TV– más dinero del que había costado, la compañía detrás de ella conseguía un beneficio. Si no, había pérdidas. Pero ahora el paradigma ha cambiado: como demuestra Toy Story, una película que inspira líneas exitosas de juguetes y ropa es mucho más valiosa en la calle de lo que jamás conseguiría en las salas de cine. La semana pasada, los peces más gordos de la industria del entretenimiento se encontraron en Las Vegas para seguir explotando esta tendencia en la Licensing International Expo, un gran evento anual dedicado a desarrollar beneficios alternativos para las películas. Con los estudios jugándose a presupuestos bien gordos, las apuestas son altas. Las ventas de juguetes relacionados con películas crecieron un 41 por ciento entre 2004 y 2008, y ahora representan un cuarto de todo el mercado de juguetes estadounidense.
Una película de acción promedio hoy cuesta unos 200 millones, con lo que los juguetes son una parte cada vez más importante del modelo de negocios. En los títulos de alto impacto conocidos hasta ahora y los que vendrán en el resto del año aparece una plétora de “jugueteables”, de Shrek y Iron Man a Alicia en el País de las Maravillas, Choque de titanes y, por supuesto, Avatar. No son sólo películas, son oportunidades de mercadeo.
El gran lanzamiento de Disney para 2011 es Tangled, una revisión animada del mito de Rapunzel, que ha inspirado toda una línea de muñecas con el pelo extremadamente largo, hecho de fibras especiales que brillan y titilan, explotando patrones tradicionales de juego que permanecen desde la invención de la Barbie. “Para nosotros, los mejores films son los que dan juguetes para chicos y chicas”, dice Fernández. “No es fácil, porque quieren cosas diferentes. Los chicos quieren crear patrones de juego que involucren una narrativa del bien contra el mal. También les gustan las armas de rayos y juguetes que les permiten cambiar de disfraces: cosas específicas de varones. Las chicas aman el rosa, y siempre quieren muñecas que les permitan jugar con el pelo. Sus demandas son bien diferentes.” Los adultos también entran en el cálculo. Desde los años ’70, cuando la crisis del petróleo llevó a los creadores de Star Wars a lanzar una línea de figuras plásticas más pequeñas para jugar y coleccionar, los cineastas se las arreglaron para crear nuevos proyectos que atiendan al mercado de fans. Hoy, si una película no puede marcar estos casilleros comerciales deberá luchar para conseguir la luz verde, por más excitante que parezca su trama.
Hacer juguetes frescos requiere de cierta previsión. Habitualmente los diseñadores de Disney comienzan a trabajar en una nueva línea unos dos años antes del estreno. En ese estadio, los guiones aún no están terminados, e incluso la misma existencia del film es top secret, por lo que deben firmar rígidos acuerdos de confidencialidad. Chris Heatherly, vicepresidente de la Unidad, explica que trabajan a partir de los storyboards y bocetos de los personajes principales. Crear los juguetes correctos es a menudo una cuestión de corazonadas. “Tratás de entender qué es lo que un chico va a querer al salir del cine, llegar a casa y ponerse a jugar”, dice. “Buscás momentos clave de la trama, que preferentemente tengan acción y personajes centrales.”
Después de eso, Heatherly organiza largas sesiones de “tormenta de cerebros”. Se bocetan dibujos y se modelan prototipos, se compila un inventario de productos. Se les pide opinión a los directores, y de allí en adelante la línea es refinada. Eventualmente, un año antes de que la película llegue a los cines, se realizan los moldes plásticos y las líneas de producción en China empiezan a producir. Si se toman demasiado tiempo, el desastre se aproxima. Para Hercules (1997), que sufrió varias reescrituras de guión de último momento y salió adelante con sólo unos meses de preaviso, Disney lanzó sólo una pequeña línea de juguetes pensada a las apuradas: por eso obtuvo un mayor rédito financiero. Desde entonces, los grandes estudios ampliaron sus plazos de producción y buscaron un proceso creativo más colegiado. Un desarrollo que, según algunos críticos, tiende a quitarle originalidad a las nuevas películas.
Pero no todas las películas que parecen “jugueteables” funcionan. En la oficina de Heatherly, cerca de un montón de merchandising de Toy Story, hay algunos productos de aspecto desamparado, inspirados en Príncipe de Persia. La película, inspirada en un exitoso videojuego, tuvo a los diseñadores de juguetes golpeándose repetidamente la cabeza, y obtuvo aterradores resultados de taquilla.
Un juguete tiene que conseguir lo mismo que una buena película: entretener y disparar la imaginación del usuario. “Cuando la gente hace lo que llamamos un juguete ‘mirame’, los pibes simplemente no quieren jugar con él”, dice Heatherly. “He pasado mi vida observando a los chicos en las jugueterías. Pueden mirar una vez un juguete llamativo, pero luego se aburren. La tecnología más avanzada que tiene un chico es su imaginación”, Y, según parece, también la más valiosa.
Por Guy Adams
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
pagina12.com.ar
En un gran edificio a la sombra de las montañas de California, cientos de diseñadores de juguetes se concentran en la tarea de intentar aliviar a los padres del mundo de la carga del dinero duramente ganado. Algunos están parados ante tableros, haciendo bocetos de muñecos. Otros realizan diagramas técnicos de autos en miniatura. Un hombre llamado Alex muestra una animación a lápiz de unos robots minúsculos, que aparentemente serán muy exitosos en Japón. Crear el próximo accesorio imprescindible para los chicos es un negocio desaliñado: los escritorios están atiborrados de osos Winnie the Pooh y Barbies desmembradas. En los corredores hay percheros con remeras de marca y brillantes disfraces de princesa. Inflables para la pileta se balancean peligrosamente desde el techo. Y, como para probar que los viejos estereotipos nunca mueren, cerca del 50% de ese desorden plástico –el material que se venderá a las niñas– tiene un escandalosamente desvergonzado tono rosa.
El edificio, situado en el condado industrial de Glendale, una ciudad satélite al norte de Los Angeles, es el cuartel central de Disney Consumer Products, la división del conglomerado del entretenimiento encargada de inventar productos para las películas y programas televisivos de Disney. Alberga a los tipos que inventan todo, desde las cartucheras Mickey Mouse a los broches para el pelo de Hannah Montana, y de ahí a las réplicas en felpa del extraño pez naranja de Buscando a Nemo. “Hay una palabra que siempre usamos aquí: jugueteable”, dice Luis Fernández, el jefe creativo de la división. “Si decimos que una película es naturalmente jugueteable es bueno, porque significa que es la clase de proyecto que inspira montones de juguetes.”
Ser jugueteable representa una parte cada vez más importante del futuro comercial de la industria cinematográfica: el año pasado, Disney Consumer Products facturó 27 mil millones de dólares; en los próximos cinco años apuntan a casi duplicar esa cifra. Para ayudar a ese objetivo, al menos en el corto plazo, ya se produjo el regreso de la franquicia fílmica quizá más jugueteable de la historia. Toy Story 3 inspiró un rango de más de 250 marcas de producto, desde sets de Lego a videojuegos, pasando por ediciones especiales de los muñecos cabeza-de-papa. La serie incluye 25 muñecos modelados sobre la estrella del asunto, el soldado espacial Buzz Lightyear. Algunos son sólo de unos centímetros, realizados en plástico rígido. El más ostentoso es un “Robot programable” de 45 centímetros, a control remoto, que puede caminar, hablar y golpear la palma en un hi-five, y que cuesta 150 dólares en los Estados Unidos.
Buzz es el símbolo de una creciente tendencia que está cambiando la manera en que Hollywood encara la creación y el marketing de sus nuevos films. Para decirlo gruesamente, los acuerdos comerciales se han vuelto más valiosos que las películas. Las dos primeras películas de Toy Story, por ejemplo, hicieron unos ochocientos millones de dólares en taquilla, pero ayudaron a vender 35 millones de réplicas de Buzz Lightyear, y toda la línea de juguetes totalizó al menos 8 mil millones.
En años pasados, la economía de la realización cinematográfica era relativamente directa: si una película conseguía –por vía de la taquilla, el DVD y la venta a TV– más dinero del que había costado, la compañía detrás de ella conseguía un beneficio. Si no, había pérdidas. Pero ahora el paradigma ha cambiado: como demuestra Toy Story, una película que inspira líneas exitosas de juguetes y ropa es mucho más valiosa en la calle de lo que jamás conseguiría en las salas de cine. La semana pasada, los peces más gordos de la industria del entretenimiento se encontraron en Las Vegas para seguir explotando esta tendencia en la Licensing International Expo, un gran evento anual dedicado a desarrollar beneficios alternativos para las películas. Con los estudios jugándose a presupuestos bien gordos, las apuestas son altas. Las ventas de juguetes relacionados con películas crecieron un 41 por ciento entre 2004 y 2008, y ahora representan un cuarto de todo el mercado de juguetes estadounidense.
Una película de acción promedio hoy cuesta unos 200 millones, con lo que los juguetes son una parte cada vez más importante del modelo de negocios. En los títulos de alto impacto conocidos hasta ahora y los que vendrán en el resto del año aparece una plétora de “jugueteables”, de Shrek y Iron Man a Alicia en el País de las Maravillas, Choque de titanes y, por supuesto, Avatar. No son sólo películas, son oportunidades de mercadeo.
El gran lanzamiento de Disney para 2011 es Tangled, una revisión animada del mito de Rapunzel, que ha inspirado toda una línea de muñecas con el pelo extremadamente largo, hecho de fibras especiales que brillan y titilan, explotando patrones tradicionales de juego que permanecen desde la invención de la Barbie. “Para nosotros, los mejores films son los que dan juguetes para chicos y chicas”, dice Fernández. “No es fácil, porque quieren cosas diferentes. Los chicos quieren crear patrones de juego que involucren una narrativa del bien contra el mal. También les gustan las armas de rayos y juguetes que les permiten cambiar de disfraces: cosas específicas de varones. Las chicas aman el rosa, y siempre quieren muñecas que les permitan jugar con el pelo. Sus demandas son bien diferentes.” Los adultos también entran en el cálculo. Desde los años ’70, cuando la crisis del petróleo llevó a los creadores de Star Wars a lanzar una línea de figuras plásticas más pequeñas para jugar y coleccionar, los cineastas se las arreglaron para crear nuevos proyectos que atiendan al mercado de fans. Hoy, si una película no puede marcar estos casilleros comerciales deberá luchar para conseguir la luz verde, por más excitante que parezca su trama.
Hacer juguetes frescos requiere de cierta previsión. Habitualmente los diseñadores de Disney comienzan a trabajar en una nueva línea unos dos años antes del estreno. En ese estadio, los guiones aún no están terminados, e incluso la misma existencia del film es top secret, por lo que deben firmar rígidos acuerdos de confidencialidad. Chris Heatherly, vicepresidente de la Unidad, explica que trabajan a partir de los storyboards y bocetos de los personajes principales. Crear los juguetes correctos es a menudo una cuestión de corazonadas. “Tratás de entender qué es lo que un chico va a querer al salir del cine, llegar a casa y ponerse a jugar”, dice. “Buscás momentos clave de la trama, que preferentemente tengan acción y personajes centrales.”
Después de eso, Heatherly organiza largas sesiones de “tormenta de cerebros”. Se bocetan dibujos y se modelan prototipos, se compila un inventario de productos. Se les pide opinión a los directores, y de allí en adelante la línea es refinada. Eventualmente, un año antes de que la película llegue a los cines, se realizan los moldes plásticos y las líneas de producción en China empiezan a producir. Si se toman demasiado tiempo, el desastre se aproxima. Para Hercules (1997), que sufrió varias reescrituras de guión de último momento y salió adelante con sólo unos meses de preaviso, Disney lanzó sólo una pequeña línea de juguetes pensada a las apuradas: por eso obtuvo un mayor rédito financiero. Desde entonces, los grandes estudios ampliaron sus plazos de producción y buscaron un proceso creativo más colegiado. Un desarrollo que, según algunos críticos, tiende a quitarle originalidad a las nuevas películas.
Pero no todas las películas que parecen “jugueteables” funcionan. En la oficina de Heatherly, cerca de un montón de merchandising de Toy Story, hay algunos productos de aspecto desamparado, inspirados en Príncipe de Persia. La película, inspirada en un exitoso videojuego, tuvo a los diseñadores de juguetes golpeándose repetidamente la cabeza, y obtuvo aterradores resultados de taquilla.
Un juguete tiene que conseguir lo mismo que una buena película: entretener y disparar la imaginación del usuario. “Cuando la gente hace lo que llamamos un juguete ‘mirame’, los pibes simplemente no quieren jugar con él”, dice Heatherly. “He pasado mi vida observando a los chicos en las jugueterías. Pueden mirar una vez un juguete llamativo, pero luego se aburren. La tecnología más avanzada que tiene un chico es su imaginación”, Y, según parece, también la más valiosa.
Por Guy Adams
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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