Nélida trajo 400 trabajadoras tucumanas y las alojó en hogares de tránsito y en el Hotel de Inmigrantes, las paseó por Buenos Aires y les dijo que se levantarían a las cuatro de la mañana, caminarían hasta la 9 de Julio y ocuparían un lugar central en la multitud. Fue entonces cuando Eva Perón la mandó llamar.
Nélida Antonia Domínguez de Miguel era una mujer importante del Partido Peronista Femenino y visitó a Evita en su recámara. Su jefa la estimaba como a pocas, le tenía una confianza ciega. Hablaron un rato y de pronto la mujer del general se arrodilló en una silla, se acodó en el espaldar y le dijo: "De Miguel, no voy a ser vicepresidenta".
Nélida estaba parada frente a Evita y le flaquearon las piernas. "Señora, ¿qué está diciendo?", alcanzó a balbucear. "Lo que oye", le respondió. "¿Sabe lo que trabajamos todas por esto?" Evita sabía. Eran las vísperas del 22 de agosto de 1951 y la mujer de Perón sorprendería al pueblo haciendo su renunciamiento histórico. "Ahora vengo", dijo de repente, bajando las piernas de la silla.
Se metió en el baño un largo rato, mientras Nélida acusaba el impacto, y cuando Eva salió ya no era simplemente una mujer pálida. Era una mujer cadavérica. Nélida había oído un leve rumor sobre la enfermedad de su jefa, pero al verla en ese estado, cayó en la cuenta de que todo era verdad: tenía cáncer y se iba a morir.
Nélida Antonia Domínguez de Miguel era una mujer importante del Partido Peronista Femenino y visitó a Evita en su recámara. Su jefa la estimaba como a pocas, le tenía una confianza ciega. Hablaron un rato y de pronto la mujer del general se arrodilló en una silla, se acodó en el espaldar y le dijo: "De Miguel, no voy a ser vicepresidenta".
Nélida estaba parada frente a Evita y le flaquearon las piernas. "Señora, ¿qué está diciendo?", alcanzó a balbucear. "Lo que oye", le respondió. "¿Sabe lo que trabajamos todas por esto?" Evita sabía. Eran las vísperas del 22 de agosto de 1951 y la mujer de Perón sorprendería al pueblo haciendo su renunciamiento histórico. "Ahora vengo", dijo de repente, bajando las piernas de la silla.
Se metió en el baño un largo rato, mientras Nélida acusaba el impacto, y cuando Eva salió ya no era simplemente una mujer pálida. Era una mujer cadavérica. Nélida había oído un leve rumor sobre la enfermedad de su jefa, pero al verla en ese estado, cayó en la cuenta de que todo era verdad: tenía cáncer y se iba a morir.
Llegué a este testigo único de 89 años siguiendo la lista de las más importantes condecoraciones que otorgó el Congreso de la Nación. Nélida de Miguel tiene dos hijos, siete nietos y cinco bisnietos, y es reconocida por todas las fuerzas políticas democráticas y visitada por documentalistas del mundo que vienen a pedirle su testimonio sobre Eva Duarte, la dama poderosa a quien sirvió en vida, y también después de muerta.
Evita es un mito controvertido que ha saltado los límites de su movimiento político y las fronteras de nuestro país, y esta anciana inquieta y sentimental que llorará diez veces a lo largo de una charla de cuatro horas, me muestra sus medallas y el santuario que ha armado en un cuartito de su departamento de San Cristóbal. Noto que entre las fotos tiene un busto de Evita hecho por el pintor y escultor italiano Leone Tommasi y una mascarilla mortuoria de Evita, que tomó en su momento sobre el mismo cadáver el padre del maestro orfebre Juan Carlos Pallarols. Esa máscara, como tantas cosas, permaneció oculta durante veinte años y luego fue trabajada con su famosa técnica en plata. Una gran foto muestra a la joven Nélida -algunos le decían la Negra- pronunciando un discurso, y a Juan Domingo y a María Eva mirándola con respeto.
La Negra ya tenía una hija de meses cuando su padre, en los años 40, la llevaba a escuchar al ascendente coronel Perón, que daba charlas políticas en la Secretaría de Trabajo. El 17 de octubre de 1945 dejó a la beba con su suegra, pidió una bandera a unos trabajadores del gas que venían caminando por la calle y marchó rumbo a Plaza de Mayo con la sensación de que estaba experimentando una vibración, un cierto despertar.
Luego vendió entradas para una cena política del candidato a presidente y participó sin desmayos en la colecta por el terremoto de San Juan. Cuando el General ganó las elecciones, Nélida tuvo coincidentemente problemas laborales por meterse en política. Fue recomendada entonces por el sanitarista Ramón Castillo directamente a Eva Perón, que la recibió en su oficina. Nélida tuvo que esperarla mientras la veía en acción. En un momento, la primera dama se le acercó y le soltó: "No me diga nada, usted se queda a trabajar conmigo".
La asignó a Ayuda Médica Integral, un departamento que dirigía el neurocirujano Raúl Matera, y que constituía algo así como un comando de sanidad al que Evita derivaba los pedidos y enfermos que le llegaban. Nélida organizó los requerimientos por provincias y por áreas, y rehizo la administración de un organismo que creció, que llegó a tener un servicio permanente de doce médicos y una farmacia, que estaba por encima de los hospitales y que funcionaba en una mansión de la avenida Callao, que alguna vez había pertenecido a Florencio Parravicini.
Era tan devota y eficaz la tarea de esta mujer, que un día Atilio Renzi, el secretario privado del presidente, la llamó para advertirle: "Evita quiere que vaya al partido". Nélida le respondió: "Dígale que no". Renzi volvió a comunicarse a las pocas semanas: "La señora insiste". Volvió Nélida a negarse con súplicas. La tercera vez le avisaron que Evita mandaba llamarla. "De Miguel -le dijo-, la voy a mandar a La Rioja como delegada." Ella tragó saliva: "Yo me iba a Chapadmalal de vacaciones con mi nena, señora". Evita la miró: "La Rioja es lo mismo que Chapadmal". Nélida volvió a la carga: "Mi marido me ha dicho que tengo que optar entre él y la política. Y yo opté por la política, pero con todo esto temo perder a la nena". Eva sonrió: "No tema".
Viajó finalmente a La Rioja con su hija y sin marido. A armar el Partido Peronista Femenino, un ejército de mujeres al servicio de la causa. A afiliar, a realizar obra social y a abrir unidades básicas. Pero luego de un tiempo se dio cuenta de que ni ella ni su hija se adaptaban a la provincia. Sacó dos pasajes de vuelta y lo llamó a Renzi: "Me vuelvo, no le voy a servir acá a la señora". El secretario no dijo una palabra, le pasó directamente con Eva. Era sábado de carnaval, y la señora estaba de buen humor: "Hola, De Miguel, ¿cómo le va?", la saludó. Nélida escuchó esa voz y le respondió: "Bárbaro, señora, todo bien por acá". No tuvo corazón para fallarle, y cortó, devolvió los pasajes y se quedó a cumplir con la misión que le había encomendado.
Regresó a Buenos Aires con una comitiva oficial y mientras iban en un auto con la actriz Fanny Navarro, la primera dama le pidió a Nélida que fuera a verlo a Perón a la residencia y eligiera con buen gusto un poncho para su amiga. Fanny tenía que debutar en una obra de teatro esa misma noche, y Perón coleccionaba ponchos. Nélida llegó a la residencia y el General le dio a elegir uno mientras la ametrallaba a preguntas sobre la situación política de La Rioja.
Se fue haciendo costumbre así que algunas delegadas fuertes en las provincias vinieran a visitar a Evita, compartieran su intimidad y pasaran mucho tiempo con ella. En ocasiones, la Negra se quedaba hasta tarde con Eva charlando de política y de ropa. Paco Jamandreu les confeccionaba vestidos para todas. A veces, Perón llamaba enfurecido. No quería que su mujer estuviera tanto tiempo en la oficina, malgastando todas sus fuerzas. Quería que descansara. "Sí -decía Eva- ya voy, ya voy." Perón la amenazaba: "Si no venís, no entrás esta noche". Y algunas veces Evita tenía que dormir en la casa de la familia del coronel Domingo Mercante porque el General la castigaba y la guardia presidencial lo obedecía aún en esas órdenes extremas y ridículas.
"El General la quería -me dice Nélida-. Pero Eva lo amaba. Siempre nos decía: «Si pasa algo, cuídenlo a Perón»." Era una frase que presagiaba el final. Aún así Evita daba lucha: mandó a Nélida a Tucumán con la idea de crear cursos de corte y confección, inglés y música, y abrir nuevas unidades básicas, que a veces "la contra" les incendiaba.
En esas idas y venidas, mientras avanzaba la enfermedad de la Capitana y el desgaste del régimen, una tarde Eva le mostró un libro que había encontrado entre las cosas de su hermano Juancito. Allí había un dibujo de Evita con la cabeza acosada por tijeretazos. La siniestra imagen daba a entender que estaba loca o averiada. "Señora, no vea esas cosas. ¿Usted tiene algo?", le preguntó la devota esperando que su santa aplastara los chismes o los confirmara. Pero Evita se quedó en silencio. Estaba delgadísima, y Nélida le pidió que terminara el té. "No tengo hambre", le respondió. Y como si saliera de un profundo ensimismamiento le pidió a Nélida que tomara de su propia taza. Para la Negra era una impertinencia, pero para Eva se trataba de un pequeño acto de amor. Nélida tomó la taza y se bebió el té intacto de Eva Perón. Le dolía la garganta mientras lo tomaba.
Al final, ella recibía a sus guerreras metida en la cama, las acomodaba en silloncitos a su alrededor, les dedicaba largas tertulias y a veces hablaba desde allí mismo con el padre Benítez, su confesor. Esas conversaciones se iban invariablemente apagando y una mancha de tristeza le velaba entonces los ojos a la "jefa espiritual de la Nación".
El 26 de julio de 1952 la certeza y a la vez las incredulidades las empujaron a las delegadas de Evita a la calle. Fueron hasta la residencia presidencial y se quedaron todo el día afuera, agarradas de las verjas, esperando una noticia. A las 20.25 se anunció lo inevitable y Nélida sintió un desamparo único y hondo. Le pidieron que ella y algunas más se quedaran junto al cajón en la Secretaría de Trabajo y Previsión y luego en el Congreso. Se repartían entre ellas algodón y turnos para limpiar el vidrio del ataúd porque la gente que peregrinaba hacia ella lo ensuciaba con alientos, besos y lágrimas.
Pasaron cuatro días sin dormir las mujeres de Evita, y en una de esas noches vieron que el cajón "transpiraba". Un fenómeno extraño e inquietante, casi sobrenatural. Llamaron al General y éste al doctor Ara, que había preparado el cadáver, y desalojaron el salón. Cuando volvieron a verla ya no tenía en su pecho el escudo de oro que le había obsequiado la CGT y que parecía incrustado artificialmente en el cuerpo embalsamado.
Esos años sin Eva estuvieron signados por el miedo. Nélida formó parte de la comisión para construir un monumento a la señora e integró el Consejo Superior del Partido Peronista Femenino. El 15 de junio de 1955 estaba en esas oficinas cuando entre la correspondencia encontró un anónimo que indicaba los nombres y lugares de una conspiración, cómo bombardearían al día siguiente la Casa de Gobierno y cómo se alzarían con el poder. Sorprendidas y nerviosas, Nélida y una compañera decidieron ir a buscar a Perón y mostrarle esos datos. Perón dormía, y tuvo que ser levantado por la urgencia. El General tomó el anónimo con cierto fastidio, mientras decía: "Estas muchachas, siempre tan fanáticas, como Evita". Era un anónimo y se recibían muchos en aquellos días. "Vayan, vayan", las echó con cariño: no era para preocuparse, no se podían mover las maquinarias del Estado por una hoja sin firma. Al día siguiente los aviones de la marina y la aeronáutica descargaron sus bombas sobre Plaza de Mayo y produjeron pánico, sangre y destrozos.
Tres meses después la revolución arrasaba con el gobierno peronista. Nélida recuerda haberse refugiado en un subte y haber caminado sola por las vías, y haber salido a la superficie en una calle lejana. "Lo perdimos todo", se decía, desconsolada.
Le ofrecieron llevarla al Paraguay para ponerla a salvo, pero ella siguió saltando de casa en casa para que no pudieran detenerla. Fue con algunas militantes a la CGT para pedir que les dieran los restos de Evita, que estaban guardados en ese edificio: querían esconderla de los enemigos. Pero a los sindicalistas no les pareció prudente moverla.
Cuando arrestaron a su hermana menor, la Negra se presentó en una comisaría y la llevaron donde funcionaban los servicios de inteligencia del Ejército: Viamonte y Callao. Allí la esperaba el coronel Moori Koening, quien ya había irrumpido con un comando en la sede de la CGT y había secuestrado del segundo piso el cuerpo de esa mujer. Koening la recibió como una celebridad ("la famosa De Miguel") y le dijo que no estaba oficialmente detenida, pero que tenía que presentarse en Tucumán, donde Nélida había llevado a cabo su gran acción política. No le quedaban muchas alternativas. Se presentó y estuvo detenida en un cuartel militar durante tres meses.
Al salir libre, entró en contacto con sus compañeros y formó parte de la resistencia junto con otras sesenta mujeres. Pusieron una lavandería y una costurería, y con prendas viejas confeccionaron ropa para los presos y sus hijos. Y procuraron que nunca les faltaran a esas familias los panes dulces de Navidad.
Mientras tanto, el cadáver de Eva peregrinaba en las sombras, conducido por Moori Koening, que estaba obsesionado con ella, y provocando desgracias a su alrededor: era como si la dama insepulta irradiara una maldición hacia quienes la manipulaban. "Nosotros también teníamos peronistas en los servicios de inteligencia -confirma De Miguel-. Y vigilábamos al coronel y a sus hombres. Les poníamos flores y velas allí donde sabíamos que tenían escondida a Evita."
A lo largo de esas décadas, el cuerpo de la mujer de Perón permaneció lejos de sus adoradores. Nélida militó en la clandestinidad y luego a la luz del día. Fue diputada nacional electa en 1962, pero esos comicios no fueron reconocidos por el gobierno cívico militar. Después participó en campañas sindicales y políticas, y en 1971 montó una operación para que el presidente Levingston se comprometiera a devolver el cadáver. Tomó una foto de Evita y le colocó una pregunta: "¿Dónde estás?" Y los militantes reprodujeron ese afiche y empapelaron toda la ciudad.
Volvió a verlo a Perón en Roma cuando Nélida formó parte de la comisión que lo iba a buscar para traerlo de regreso a la Argentina. En el avión de Alitalia, Nélida compartiría vuelo, entre otros, con Menem, Abal Medina, Cafiero, Lorenzo Miguel, Leonardo Favio, el padre Mujica y López Rega, que a la "Negra" le parecía diabólico. Perón no la reconoció en una primera mirada, pero cuando le soplaron quién era aquella veterana de todas las guerras peronistas, la abrazó como si la quisiera.
Por la presión de la resistencia el cadáver de su jefa había sido devuelto a Puerta de Hierro. Poco después fue colocado en la cripta de Olivos. Nélida visitó el lugar y con los ojos rojos la reencontró dormida, después de aquel viaje eterno y humillante, y recordó su voz en el teléfono: "Hola, De Miguel, ¿cómo le va?" Recordó esa voz y se largó a llorar.
Ahora la antigua combatiente del Partido Peronista Femenino se mueve por la casa de San Cristóbal con ayuda de un bastón. A veces, por las tardes, se queda un rato en su santuario, leyendo viejos documentos, mirando sus reliquias y recordando a Eva Duarte. "Todo es tan distinto -se dice entonces-. Ya no existen aquellos códigos y valores en la política argentina." Me muestra por última vez la resplandeciente mascarilla de Pallarols. Me está mostrando, en realidad, cómo Eva duerme sus sueños dolientes. Trata de que yo escuche algo que no puedo oír: la sinfonía de un sentimiento.
El personaje
NELIDA DOMINGUEZ DE MIGUEL
Testigo privilegiado de una historia mitica
Quién es: militante histórica del justicialismo, integró el círculo íntimo de Eva Duarte de Perón. Fue dos veces elegida diputada nacional, fue legisladora de la Capital y recibió, entre múltiples medallas, una del Congreso de la Nación que la distinguió por su trayectoria política. Estuvo en el avión que trajo de regreso a Perón a la Argentina en 1973.
Qué vio: la intimidad de Evita en sus años de esplendor y también en su ocaso.
Su familia: tiene 89 años, dos hijos, siete nietos y cinco bisnietos. Vive en San Cristóbal.
Jorge Fernández Díaz
lanacion.com
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