Que vayan y lo metan a uno en un cajón de madera con tules blancos y, lo que es peor, que lo vistan de traje, ¿a quién se le ocurre? Morir está pasado de moda. Es tedioso, monotemático y, además, sólo puede hacerse una vez. Sin embargo, hoy en día, con sólo sobrevolar el menú necrófilo que hay a su alcance, descubrirá que se puede morir con estilo y, lo que es mejor, en pantalones cortos. Gracias a los servicios de compañías modernas de servicios fúnebres, uno puede convertirse en joya, estar envuelto en material ecológico, criogenarse, transformar sus cenizas en corales marinos y enviar mensajes electrónicos desde el más allá. Y, si quiere ir más lejos, hay empresas que le ofrecen dormir el sueño eterno en el espacio, donde sus cenizas pueden seguir jodiendo la vida de seres de otras galaxias, que desconocen la clase de persona que es usted.
Nadie quiere pensar en la muerte, en su propia muerte, del mismo modo en que nadie quiere pensar en su mamá teniendo sexo con su papá. Son los puntos ciegos de nuestra existencia. Es por eso que los únicos que piensan en estas cosas son gente de negocios. Es un terreno virgen, inexplorado, silencioso, el de la muerte, abierto a nuevas ideas, como el mercado de paraguas.
Geoff Reiss pensó seriamente en que debía hacerse algo novedoso con ella, primero, cuando murió su abuela y luego cuando murió su mamá. “Murieron en circunstancias bastante confusas y me resultó muy difícil manejar sus asuntos personales”, dice a Crítica de la Argentina Reiss, director de Last Message Club, un servicio que... (no se adelante, ya le contaremos, ¿cuál es el apuro? Hay un 99% de posibilidades de que siga viviendo al terminar esta nota). “Fue tal la confusión con el testamento de mi abuela, que provocó una ruptura en la familia. En ambos casos, un simple mensaje hubiera explicado la decisión y hubiese sido de mucha ayuda”. Después de sufrir las malas comunicaciones con el más allá en carne propia –sobre todo, con lo difícil que es encontrar un médium con conexión inalámbrica al inframundo–, Reiss se propuso crear un sistema que allanara el terreno para aquellos que ya no están. Lo llamó el Club del Último Mensaje: el primer club donde todos están perdidos de antemano.
Es sencillo de usar: se escriben e-mails a las personas que uno desea, donde uno deja constancia claramente de las instrucciones sobre qué hacer una vez que uno parte, y la empresa de Geoff se encarga de enviarlos cuando llegue su momento de estirar la pata. Es como un testamento sin protocolo. Un último deseo en la comodidad de su casilla de correo. “Yo sabía que Arthur C. Clarke, el escritor de ciencia ficción, les había dejado un video a sus hijos antes de morir y luego vi la película PS te amo, que trataba el tema. La idea flotaba en el aire. En mi caso –dice Reiss–, ya dejé mensajes personales y pedidos a mis hijos para que cuiden mi cuenta bancaria en internet, mi casilla de correo y mis cuentas sociales cuando yo no esté. En el futuro, éste va a ser nuestro deber como padres”. El Last Message Club está aún en etapa de experimentación –la gente puede explorar sus ventajas y decidir, con el tiempo, si se hace o no miembro y paga la tarifa–. Su portal recibe diez mil visitas al mes. Los usuarios piden a sus seres queridos que, si llega ese mensaje a sus casillas, los borren del Facebook, que anulen sus correos, que avisen a los demás de la noticia y que, en fin, ya no llamen a la ambulancia. Desde su despacho en Londres, Geoff se despide del cronista con un espíritu que, viniendo de él, suena entre optimista y tétrico: “Nuestro mayor deseo es llevar nuestro club a distintos idiomas y encontrar socios a quienes ofrecer nuestros servicios. Y también desearles a todos ustedes vidas felices y duraderas”.
Con el mundo tal como está, morir en ataúdes de madera no sólo está pasado de moda, además, es un lujo. Se estima que cada cofre se devora un árbol de una dentellada. Si piensa en el daño que causa un ser humano vivo al medio ambiente, eso es porque no conoce cómo lo sigue estropeando aún muerto. Sólo en los Estados Unidos se utilizan al año, en entierros, 82 mil toneladas de acero, 2.500 de bronce y cobre, un millón y medio de toneladas de cemento, y tres millones de litros de formaldehído para los cuerpos embalsamados.
Un hombre ya tomó nota de las cifras y de los costos. “Fallecen 30 millones de personas por año que se llevan bajo tierra 30 millones de árboles. Es absurdo, ¿no es cierto?”. Mauricio Kalinov, creador de Rest Box, argentino, 20 años viviendo en España –le quedó la tonada: “tomate un ratillo para ver los vídeos de mi página”–, se ríe. Pero ya sabe la clase de impresión que causa escuchar que alguien de pompas fúnebres se ría. Es mejor que esta gente siga seria, de lo contrario, los vivos estamos en problemas.
Su compañía de ataúdes biodegradables tiene sede en la Argentina, compra material para su hechura de manos de los cartoneros y ya exporta a México, Chile, Perú y España. Kalinov es un militante entre negro y verde, una mezcla de Natalia Oreiro y un primo remoto de los Locos Adams: “Me vino la idea de hacer esto en 1992, viendo cómo los cartoneros doblaban los cartones. Me di cuenta de que había una forma de plegarlos para armar ataúdes”, dice y después se pone panfletario. “La ecología no es una moda, el uso racional de los recursos no es una locura de algunos pocos, sólo con estos y otros pequeños cambios de hábitos, podremos promover cambios sustentables, genuinos en pos del cuidado del medio ambiente”. Rest Box vende dos mil unidades de ataúdes al mes. Kalinov dice que son fáciles de armar, fáciles de desintegrar y, lo más positivo, útiles para olvidar lo que hay allí dentro.
Los ataúdes ecológicos no dejan rastros y son tres veces más económicos que uno de madera: 70 dólares la unidad, contra un promedio de 200. “La mayoría que ha comprado nuestros ataúdes de cartón para sí mismos, lo que desean es que la familia no se endeude en el féretro y desean una ceremonia lo mas rápida, sencilla y económica posible”, dice “Adams” Kalinov, un hombre con la vista puesta en grandes cosas. Y una gran cosa para alguien del mercado fúnebre es una catástrofe. “Nuestra intención es llegar a dar el 100% de los servicios por cremación y abastecer el 100% de las organizaciones que atienden catástrofes. Se producen rápido y son muy fáciles de trasladar”.
Más humilde en su ambición y más sofisticada en su propuesta es la gente de LifeGem, la primera empresa que crea diamantes con el carbono de sus seres queridos –podrá querer mucho a sus seres queridos, pero, ¿se ha puesto a pensar si también tenía un amor semejante por su carbono?–. LifeGem toma el pelo del cliente, lo somete a presiones químicas y caloríferas que le contaría con gusto si, primero, las entendiera, y luego crean esos famosos octaedros que forman el diamante o algo así. “Dentro de la cámara, con variables de calor y presión debidamente calculadas, el carbón purificado en grafito se quiebra en átomos individuales y cristalizados en diamantes” (reproduzco la explicación de la empresa, por si usted pesca la idea del procedimiento). Los precios van entre 3.500 y 25 mil dólares. Y ya preparan su último producto: un puñado de diamantes con un mechón de cabellos chamuscados de Michael Jackson, obtenido durante un accidente en el rodaje de un comercial para Pepsi en 1984. LifeGem piensa crear diez diamantes con Michael adentro. “Esto es absolutamente real, vamos a hacer una serie limitada y exclusiva de diamantes del señor Jackson”, anuncia Dean VandenBiesen, el fundador de la empresa. Dos años atrás, lo hicieron con el cabello alborotado de Beethoven, que se vendió a 200 mil dólares. Al parecer, los diamantes con ADN de difuntas celebridades son lo más.
Pero, ¿por qué ser tan terrenal y celebrar la memoria del ser querido con un diamante? ¿Quién quiere un diamante que, a la hora de empeñarlo, le provoque tanto remordimiento? ¿Por qué, mejor aún, no enviar a su ser querido junto a todo su carbono en un cohete al espacio, y, por otra parte, conservar la misma bijouterie de siempre? Por lo pronto, ya hay una empresa que lo hace: Celestis, en Texas, la primera y única compañía que te borra literalmente del mapa. Entre sus servicios, trasladan “una parte significativa de los restos” a la superficie lunar. Sale 10 mil lucas verdes, te depositan un gramo de tus cenizas y, si pagás 20 mil, se llevan siete gramos –un poco de rodilla por allí, otro poco de oreja por allá, en una urnita acondicionada para la ocasión–. Ofrecen también, por un mínimo de 12.500 dólares, llevarte al profundo espacio a bordo del Voyager. Celestis recibe el paquete y sus astronautas, allá arriba, mientras salen de la nave a pishar, lo dejan flotando en la nada. El más barato servicio de Celestis es el viaje de ida y vuelta al espacio a 659 dólares el gramo. “El servicio incluye un entierro simbólico en el espacio, luego de experimentar la gravedad cero en el ambiente, la nave regresa con las cápsulas a la tierra y se las entrega nuevamente a sus seres queridos”. Pero, vamos, ¿quién quiere toda esa ceniza de vuelta en casa? Es por eso que sale tan barato.
Celestis ya puso fuera de órbita a Timothy Leary, el gurú del LSD, quien dijo que su último deseo era viajar al espacio, y a Gene Roddenberry, uno de los creadores de Star Trek. Ofrece a los familiares presenciar el despegue –para certificar que se hayan ido de una buena vez– y luego monitorear el destino de los restos a lo largo del espacio, no sea cosa que vengan seres de otro planeta y lo confundan con un cenicero.
Celestis tiene 20 años de experiencia en entierros galácticos. Encabezaron el primer vuelo privado con cenizas humanas en 1997, y fueron pioneros del primer entierro en la Luna dos años más tarde. Hay que reservar con tiempo: recién ahora se pueden conseguir vuelos para la Luna en 2011.
Y aquí no acaba el menú. Si lo suyo no es el más allá, sino el más acá, Eternal Reefs ofrece a sus clientes la posibilidad de transformar al finado en arrecifes de coral que duran 500 años. La idea surgió de un par de amigos amantes del buceo que pensaron qué clase de coral podría ayudar a enfrentar el deterioro del ya existente. “¿Qué material puede ser natural, armónico, resistente y que no contamine?”, se preguntaron. La respuesta ahora ya la sabe. Cuatrocientos mil clientes se sumergieron en sus aguas con la forma de pelotas del tamaño de piñatas con agujeros para los peces. “Un coral eterno es un recuerdo permanente donde se colocan los restos crematorios en el océano y sirven de hábitat para peces, tortugas y otras formas de vida marina”, dicen en la empresa, quienes aseguran que sus productos son tan fuertes que resistieron dos tormentas devastadoras en 1998 y el 2004. Ahora bien, si lo suyo es molestar eternamente, ALCOR Life Extension Foundation le da la posibilidad de criogenarlo, al igual que a sus 875 miembros –el doble que diez años atrás–. Quién dice: tal vez algún día, diez mil años más tarde, lo despierten una mañana, el cielo se haya encapotado para siempre, el sol debilitado, las fronteras disueltas, la moneda caduca, las instituciones caídas, y en la pantalla líquida de la tele virtual, Mirtha siga firme con sus almuerzos, criogenada para toda la eternidad.
Una escultura para recordar a los que ya no están
No le gusta la idea de enviar las cenizas al espacio, ni convertirlas en coral, ni criogenarlas, entonces quizá le interese contratar los servicios de un necroescultor: un flamante especialista en hacer con sus cenizas una escultura para que la ponga en la mesita de luz. El único que lo hace en el mundo es colombiano y su nombre es Oscar de Julián, quien logró una técnica que se llama, tome nota, estequiometría de compuestos triaxiales. En criollo, significa el proceso de obtener porcelana de los huesos. Entre el 57% y el 80% de la ceniza de un cadáver es fosfato de calcio, el principal componente de la porcelana. De Julián se inspiró en un hecho trágico. “Robaron la tumba de mi hijo recién nacido y no encontramos ni la lápida”, recuerda De Julián a Crítica de la Argentina. “Esto coincidió con mis estudios en la Asociación Química Colombiana, donde investigaba las porcelanas de huesos. Así nació la idea de la necroescultura. Tuve que inventar la palabra porque en registros de autor me pedían un título descriptivo de mi técnica. Ahora, en Estados Unidos ya me copiaron la palabra”.
De Julián es un genio en lo suyo: lleva realizadas 50 esculturas, humanas y de mascotas. Hizo de las cenizas de un matrimonio en Pereira, Colombia, un ángel en vuelo. A un amante de la aviación lo transfiguró, a pedido de la familia, en una garza. Y a otra joven española la convirtió en una mujer de túnicas envolventes y torso desnudo, los brazos en alto ofreciéndose a la posteridad. “Este tipo de simbolismo me lo piden con frecuencia”, dice De Julián. “En todas las piezas, los familiares me dicen qué debo modelar. Algunos llegan a ser terriblemente obsesivos. He vivido, le confieso, momentos muy intensos. En especial, cuando vienen a ver la escultura por primera vez. Es todo un choque emocional. Lloran, le dan besos. Ni yo puedo a veces contener las lágrimas”
criticadigital.com.
Nadie quiere pensar en la muerte, en su propia muerte, del mismo modo en que nadie quiere pensar en su mamá teniendo sexo con su papá. Son los puntos ciegos de nuestra existencia. Es por eso que los únicos que piensan en estas cosas son gente de negocios. Es un terreno virgen, inexplorado, silencioso, el de la muerte, abierto a nuevas ideas, como el mercado de paraguas.
Geoff Reiss pensó seriamente en que debía hacerse algo novedoso con ella, primero, cuando murió su abuela y luego cuando murió su mamá. “Murieron en circunstancias bastante confusas y me resultó muy difícil manejar sus asuntos personales”, dice a Crítica de la Argentina Reiss, director de Last Message Club, un servicio que... (no se adelante, ya le contaremos, ¿cuál es el apuro? Hay un 99% de posibilidades de que siga viviendo al terminar esta nota). “Fue tal la confusión con el testamento de mi abuela, que provocó una ruptura en la familia. En ambos casos, un simple mensaje hubiera explicado la decisión y hubiese sido de mucha ayuda”. Después de sufrir las malas comunicaciones con el más allá en carne propia –sobre todo, con lo difícil que es encontrar un médium con conexión inalámbrica al inframundo–, Reiss se propuso crear un sistema que allanara el terreno para aquellos que ya no están. Lo llamó el Club del Último Mensaje: el primer club donde todos están perdidos de antemano.
Es sencillo de usar: se escriben e-mails a las personas que uno desea, donde uno deja constancia claramente de las instrucciones sobre qué hacer una vez que uno parte, y la empresa de Geoff se encarga de enviarlos cuando llegue su momento de estirar la pata. Es como un testamento sin protocolo. Un último deseo en la comodidad de su casilla de correo. “Yo sabía que Arthur C. Clarke, el escritor de ciencia ficción, les había dejado un video a sus hijos antes de morir y luego vi la película PS te amo, que trataba el tema. La idea flotaba en el aire. En mi caso –dice Reiss–, ya dejé mensajes personales y pedidos a mis hijos para que cuiden mi cuenta bancaria en internet, mi casilla de correo y mis cuentas sociales cuando yo no esté. En el futuro, éste va a ser nuestro deber como padres”. El Last Message Club está aún en etapa de experimentación –la gente puede explorar sus ventajas y decidir, con el tiempo, si se hace o no miembro y paga la tarifa–. Su portal recibe diez mil visitas al mes. Los usuarios piden a sus seres queridos que, si llega ese mensaje a sus casillas, los borren del Facebook, que anulen sus correos, que avisen a los demás de la noticia y que, en fin, ya no llamen a la ambulancia. Desde su despacho en Londres, Geoff se despide del cronista con un espíritu que, viniendo de él, suena entre optimista y tétrico: “Nuestro mayor deseo es llevar nuestro club a distintos idiomas y encontrar socios a quienes ofrecer nuestros servicios. Y también desearles a todos ustedes vidas felices y duraderas”.
Con el mundo tal como está, morir en ataúdes de madera no sólo está pasado de moda, además, es un lujo. Se estima que cada cofre se devora un árbol de una dentellada. Si piensa en el daño que causa un ser humano vivo al medio ambiente, eso es porque no conoce cómo lo sigue estropeando aún muerto. Sólo en los Estados Unidos se utilizan al año, en entierros, 82 mil toneladas de acero, 2.500 de bronce y cobre, un millón y medio de toneladas de cemento, y tres millones de litros de formaldehído para los cuerpos embalsamados.
Un hombre ya tomó nota de las cifras y de los costos. “Fallecen 30 millones de personas por año que se llevan bajo tierra 30 millones de árboles. Es absurdo, ¿no es cierto?”. Mauricio Kalinov, creador de Rest Box, argentino, 20 años viviendo en España –le quedó la tonada: “tomate un ratillo para ver los vídeos de mi página”–, se ríe. Pero ya sabe la clase de impresión que causa escuchar que alguien de pompas fúnebres se ría. Es mejor que esta gente siga seria, de lo contrario, los vivos estamos en problemas.
Su compañía de ataúdes biodegradables tiene sede en la Argentina, compra material para su hechura de manos de los cartoneros y ya exporta a México, Chile, Perú y España. Kalinov es un militante entre negro y verde, una mezcla de Natalia Oreiro y un primo remoto de los Locos Adams: “Me vino la idea de hacer esto en 1992, viendo cómo los cartoneros doblaban los cartones. Me di cuenta de que había una forma de plegarlos para armar ataúdes”, dice y después se pone panfletario. “La ecología no es una moda, el uso racional de los recursos no es una locura de algunos pocos, sólo con estos y otros pequeños cambios de hábitos, podremos promover cambios sustentables, genuinos en pos del cuidado del medio ambiente”. Rest Box vende dos mil unidades de ataúdes al mes. Kalinov dice que son fáciles de armar, fáciles de desintegrar y, lo más positivo, útiles para olvidar lo que hay allí dentro.
Los ataúdes ecológicos no dejan rastros y son tres veces más económicos que uno de madera: 70 dólares la unidad, contra un promedio de 200. “La mayoría que ha comprado nuestros ataúdes de cartón para sí mismos, lo que desean es que la familia no se endeude en el féretro y desean una ceremonia lo mas rápida, sencilla y económica posible”, dice “Adams” Kalinov, un hombre con la vista puesta en grandes cosas. Y una gran cosa para alguien del mercado fúnebre es una catástrofe. “Nuestra intención es llegar a dar el 100% de los servicios por cremación y abastecer el 100% de las organizaciones que atienden catástrofes. Se producen rápido y son muy fáciles de trasladar”.
Más humilde en su ambición y más sofisticada en su propuesta es la gente de LifeGem, la primera empresa que crea diamantes con el carbono de sus seres queridos –podrá querer mucho a sus seres queridos, pero, ¿se ha puesto a pensar si también tenía un amor semejante por su carbono?–. LifeGem toma el pelo del cliente, lo somete a presiones químicas y caloríferas que le contaría con gusto si, primero, las entendiera, y luego crean esos famosos octaedros que forman el diamante o algo así. “Dentro de la cámara, con variables de calor y presión debidamente calculadas, el carbón purificado en grafito se quiebra en átomos individuales y cristalizados en diamantes” (reproduzco la explicación de la empresa, por si usted pesca la idea del procedimiento). Los precios van entre 3.500 y 25 mil dólares. Y ya preparan su último producto: un puñado de diamantes con un mechón de cabellos chamuscados de Michael Jackson, obtenido durante un accidente en el rodaje de un comercial para Pepsi en 1984. LifeGem piensa crear diez diamantes con Michael adentro. “Esto es absolutamente real, vamos a hacer una serie limitada y exclusiva de diamantes del señor Jackson”, anuncia Dean VandenBiesen, el fundador de la empresa. Dos años atrás, lo hicieron con el cabello alborotado de Beethoven, que se vendió a 200 mil dólares. Al parecer, los diamantes con ADN de difuntas celebridades son lo más.
Pero, ¿por qué ser tan terrenal y celebrar la memoria del ser querido con un diamante? ¿Quién quiere un diamante que, a la hora de empeñarlo, le provoque tanto remordimiento? ¿Por qué, mejor aún, no enviar a su ser querido junto a todo su carbono en un cohete al espacio, y, por otra parte, conservar la misma bijouterie de siempre? Por lo pronto, ya hay una empresa que lo hace: Celestis, en Texas, la primera y única compañía que te borra literalmente del mapa. Entre sus servicios, trasladan “una parte significativa de los restos” a la superficie lunar. Sale 10 mil lucas verdes, te depositan un gramo de tus cenizas y, si pagás 20 mil, se llevan siete gramos –un poco de rodilla por allí, otro poco de oreja por allá, en una urnita acondicionada para la ocasión–. Ofrecen también, por un mínimo de 12.500 dólares, llevarte al profundo espacio a bordo del Voyager. Celestis recibe el paquete y sus astronautas, allá arriba, mientras salen de la nave a pishar, lo dejan flotando en la nada. El más barato servicio de Celestis es el viaje de ida y vuelta al espacio a 659 dólares el gramo. “El servicio incluye un entierro simbólico en el espacio, luego de experimentar la gravedad cero en el ambiente, la nave regresa con las cápsulas a la tierra y se las entrega nuevamente a sus seres queridos”. Pero, vamos, ¿quién quiere toda esa ceniza de vuelta en casa? Es por eso que sale tan barato.
Celestis ya puso fuera de órbita a Timothy Leary, el gurú del LSD, quien dijo que su último deseo era viajar al espacio, y a Gene Roddenberry, uno de los creadores de Star Trek. Ofrece a los familiares presenciar el despegue –para certificar que se hayan ido de una buena vez– y luego monitorear el destino de los restos a lo largo del espacio, no sea cosa que vengan seres de otro planeta y lo confundan con un cenicero.
Celestis tiene 20 años de experiencia en entierros galácticos. Encabezaron el primer vuelo privado con cenizas humanas en 1997, y fueron pioneros del primer entierro en la Luna dos años más tarde. Hay que reservar con tiempo: recién ahora se pueden conseguir vuelos para la Luna en 2011.
Y aquí no acaba el menú. Si lo suyo no es el más allá, sino el más acá, Eternal Reefs ofrece a sus clientes la posibilidad de transformar al finado en arrecifes de coral que duran 500 años. La idea surgió de un par de amigos amantes del buceo que pensaron qué clase de coral podría ayudar a enfrentar el deterioro del ya existente. “¿Qué material puede ser natural, armónico, resistente y que no contamine?”, se preguntaron. La respuesta ahora ya la sabe. Cuatrocientos mil clientes se sumergieron en sus aguas con la forma de pelotas del tamaño de piñatas con agujeros para los peces. “Un coral eterno es un recuerdo permanente donde se colocan los restos crematorios en el océano y sirven de hábitat para peces, tortugas y otras formas de vida marina”, dicen en la empresa, quienes aseguran que sus productos son tan fuertes que resistieron dos tormentas devastadoras en 1998 y el 2004. Ahora bien, si lo suyo es molestar eternamente, ALCOR Life Extension Foundation le da la posibilidad de criogenarlo, al igual que a sus 875 miembros –el doble que diez años atrás–. Quién dice: tal vez algún día, diez mil años más tarde, lo despierten una mañana, el cielo se haya encapotado para siempre, el sol debilitado, las fronteras disueltas, la moneda caduca, las instituciones caídas, y en la pantalla líquida de la tele virtual, Mirtha siga firme con sus almuerzos, criogenada para toda la eternidad.
Una escultura para recordar a los que ya no están
No le gusta la idea de enviar las cenizas al espacio, ni convertirlas en coral, ni criogenarlas, entonces quizá le interese contratar los servicios de un necroescultor: un flamante especialista en hacer con sus cenizas una escultura para que la ponga en la mesita de luz. El único que lo hace en el mundo es colombiano y su nombre es Oscar de Julián, quien logró una técnica que se llama, tome nota, estequiometría de compuestos triaxiales. En criollo, significa el proceso de obtener porcelana de los huesos. Entre el 57% y el 80% de la ceniza de un cadáver es fosfato de calcio, el principal componente de la porcelana. De Julián se inspiró en un hecho trágico. “Robaron la tumba de mi hijo recién nacido y no encontramos ni la lápida”, recuerda De Julián a Crítica de la Argentina. “Esto coincidió con mis estudios en la Asociación Química Colombiana, donde investigaba las porcelanas de huesos. Así nació la idea de la necroescultura. Tuve que inventar la palabra porque en registros de autor me pedían un título descriptivo de mi técnica. Ahora, en Estados Unidos ya me copiaron la palabra”.
De Julián es un genio en lo suyo: lleva realizadas 50 esculturas, humanas y de mascotas. Hizo de las cenizas de un matrimonio en Pereira, Colombia, un ángel en vuelo. A un amante de la aviación lo transfiguró, a pedido de la familia, en una garza. Y a otra joven española la convirtió en una mujer de túnicas envolventes y torso desnudo, los brazos en alto ofreciéndose a la posteridad. “Este tipo de simbolismo me lo piden con frecuencia”, dice De Julián. “En todas las piezas, los familiares me dicen qué debo modelar. Algunos llegan a ser terriblemente obsesivos. He vivido, le confieso, momentos muy intensos. En especial, cuando vienen a ver la escultura por primera vez. Es todo un choque emocional. Lloran, le dan besos. Ni yo puedo a veces contener las lágrimas”
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