En épocas preindustriales –es decir, de mediados del siglo XVIII hacia atrás–, las mujeres no tenían más de cien ciclos femeninos a lo largo de su vida. La llegada de la menarca a los dieciséis años, la maternidad precoz, la tendencia a parir un aluvión de hijos y a amamantar a esos vástagos hasta que fueran a la escuela –a lo que se suma una menopausia también temprana y una baja esperanza de vida– hacían que las señoras pudieran pasarse unos noventa meses sin período y vivieran el sangrado como si fuera un aniversario de algo.
Hoy no es así. Hoy, una mujer tiene cuatrocientos ciclos a lo largo de su existencia: cuatro veces más que hace un puñado de siglos. Nunca, dicen los médicos y antropólogos, el cuerpo femenino abrevó tanto en esas aguas. Y es justamente eso, el exceso de períodos, lo que está impulsando un cambio sin precedentes: en todo el mundo aumenta la cantidad de mujeres que aceptan las recomendaciones de los médicos ginecólogos, quienes desde hace ya varios años, y en forma creciente, vienen prescribiendo y respaldando métodos anticonceptivos que virtualmente eliminan el período, para habilitarlo sólo si se busca un embarazo.
El resultado: con estas pastillas las mujeres padecerían menos cánceres e incomodidades –derivados del hecho de andar menstruando demasiados años–, pero a la vez resignarían una instancia que atávicamente estuvo muy asociada a la identidad femenina.
Dicho de otra forma: en tiempos neohippies, en los que las madres buscan parir en casas, bañeras, piletas y en cuclillas, son cada vez más las chicas que permiten a la ciencia operar sobre su ciclo menstrual. “La feminidad hoy transita por carriles muy diversos, al igual que la masculinidad; si muchos hombres consideramos normal y lógico cambiar pañales y liberarnos de preconceptos, también es de esperar que haya mujeres, sobre todo de generaciones más jóvenes, que tomen distancia de una idea de feminidad históricamente arraigada: la que sostiene que los órganos genitales internos y las menstruaciones definen al ser femenino –explica el médico obstetra Edgardo Rolla, especialista en medicina reproductiva–. Poéticamente siempre digo que ‘la menstruación es el llanto del útero por el embarazo que no hubo’, debido a que la única utilidad que tiene el útero (que no es poca cosa) es alojar al embarazo. Pero no cumple ninguna otra función. Y la menstruación tampoco”.
Si fuera por su condición de “natural”, el organismo femenino debería engendrar un hijo por año. Desde el momento en que esto ya no pasa, los especialistas coinciden en que el cuerpo es una construcción (ver aparte) y en que es bastante sensato que la ciencia médica esté aprovechando esa artificialidad en beneficio de las mujeres. Este tipo de planteos está en libros como ¿Está obsoleta la menstruación? (escrito por dos médicos de la Universidad de Oxford) e incluso en el Museo de la Menstruación (www.mum.org), donde se debate acerca de la supresión o no del ciclo.
En la vereda opuesta, hay gente como la escritora española (y feminista) Anna Mercadé, autora del libro Dirigir en femenino, quien dijo al diario El País que la supresión del ciclo menstrual le parecía horrible. “Es un atraso –explicó–. Si la sociedad no acepta a la mujer como mujer estamos ante un drama. Lo que está exigiendo la sociedad a la mujer es que sea como un hombre, que desarrolle la energía masculina, que no tenga hijos, que se dedique a trabajar y a dar vueltas por el mundo y que sea más competitiva que nadie. Y ahora, también, la menstruación, fuera. Comprendo que hay mujeres que lo pasan fatal y que hay que hacer algo por ellas, pero es ley de vida”.
“Si no me viene, me vuelvo loca”. El 30 por ciento de las argentinas usa pastillas anticonceptivas. Este dato surge de una encuesta realizada por los laboratorios Bayer, en la que también se informa que Argentina está cuarta en el ranking de consumo debajo de Francia (45% de las mujeres toma la píldora), Alemania (34%) y Brasil (31%). Para Karina Iza, ginecóloga del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam), estos números reflejan el orden de aceptación de “la píldora” a nivel mundial. En Europa y Estados Unidos, el consumo está tan masificado que, en el rubro “contracepción”, incluso hay más de una variante farmacológica: existe la Seasondale (una píldora que hace menstruar sólo cuatro veces al año, una por cada estación climática), los endoceptivos (que anulan íntegramente el sangrado) y también –por supuesto– las clásicas píldoras, que reducen el ciclo a una suerte de evento simbólico que recuerda a Blancanieves y la pinchadura del dedo.
En Argentina, en cambio, el mercado está comparativamente más reducido. Y eso se debe a razones culturales. Para muchas argentinas, la menstruación es una especie de “control de calidad” que les permite asegurarse de que no haya un embarazo en ciernes. “Las argentinas están tan obsesionadas con su ciclo, que cualquier supresión les arroja una paranoia que no todas pueden tolerar”, explica Karina Iza. Y agrega que este temor se hizo evidente hace algunos años, cuando llegó un endoceptivo al país y no tuvo el mismo éxito que en Europa. “Las europeas nunca se cuestionaron nada: les pareció una opción maravillosa que les evitaba gastar en toallitas y tampones –cuenta Iza–. Pero en Argentina y el resto de Latinoamérica, el tema de la menstruación tiene una raigambre cultural muy fuerte y muy folclórica. Para nosotros, los médicos, es un trabajo muy grande convencer a las mujeres de que la falta de ciclo no es señal de embarazo. Cada vez que a una paciente le explicás que con las pastillas que toma le va a venir muy poco o no le va a venir, te dice: ‘Ah, no, si no me viene me vuelvo loca’. Prefieren sangrar diez días antes que no sangrar. Porque además se asocia la falta de ciclo con la menopausia, y eso tiene connotaciones duras en muchas mujeres. Pero esto se está modificando. Hay toda una generación de chicas más jóvenes que lo vive de otra forma. Cuando llega el verano, si la menstruación les cae en las vacaciones o en la luna de miel o en la fiesta de egresados, ya piden pastillas para suspender todo”.
Malos humores. Las pastillas anticonceptivas aparecieron en 1961, con un objetivo que no tenía que ver con suspender la fertilidad: sólo se usaban con prescripción médica para aliviar a las pacientes que padecieran dolores menstruales. Tuvo que pasar más de medio siglo para que las mujeres se largaran a tomar pastillas para evitar la concepción. Y así y todo, esas píldoras no reducían la abundancia de período. Esa disminución recién empezó a ocurrir hace unos años, cuando los avances de la ciencia permitieron bajar la carga de estrógeno de las pastillas, una modificación que trajo dos consecuencias: por un lado, se reducían los efectos secundarios como la retención de líquidos, el dolor de cabeza y las alteraciones nerviosas (una disminución que sedujo a muchas mujeres, que empezaron a animarse a tomar la píldora) y, por otro, esa baja en la dosis hormonal hizo que el endometrio –la capa interna del útero– no se engrosara tanto y, por lo tanto, al ser eliminado (la menstruación no es otra cosa que la descamación del endometrio) no provocara una menstruación abundante, sino todo lo contrario.
Si estas píldoras hubieran existido hace varios cientos de años, las comunidades médicas se habrían evitado más de una incertidumbre. Y es que desde los comienzos de la civilización, la pérdida mensual de sangre fue siempre algo que desveló a la medicina, y sobre todo a los hombres: nadie lograba explicar cómo una mujer podía sangrar periódicamente sin dolor y sin morir, mientras que un hombre caía redondo ante cualquier hemorragia.
En el siglo IV antes de Cristo, y en pleno estado de confusión general, Aristóteles llegó a escribir en su Historia animalium que creía que el semen actuaba sobre la sangre femenina para formar el embrión. Otros, todavía más perdidos, sostenían que la sangre ni siquiera tenía algo que ver con la fecundidad: la mujer era un género tan débil que no era capaz de digerir completamente los alimentos, por eso los restos de esa digestión incompleta eran evacuados con el ciclo.
Fue recién en la Edad Media que se empezó a relacionar la menstruación con la fertilidad, pero hasta ahí nomás: para la medicina medieval, el período no era otra cosa que la eliminación concreta de los “malos humores” de las mujeres. Se pensaba que los cuerpos femeninos eran fríos y húmedos, y que esa masa humoral descendía a la parte más baja del cuerpo y era finalmente expulsada. Se trataba de sangre “mala”, eliminada con el único fin de equilibrar el temple y conservar la salud. En su libro Problemas y secretos maravillosos de las Indias (1591), Juan de Cárdenas, un joven médico que emigró en el siglo XVI al Nuevo Mundo, lo explica así: “La mujer crece y aumenta hasta los catorce años, y en este tiempo toda la sangre que engendra se gasta y consume en el aumento de sus miembros, pero después de los catorce, que deja de crecer, toda aquella sangre que primero se consumía en el aumento de los miembros, no hay en qué se gaste y consuma, porque el hombre, como es de complexión cálida y fuerte y asimismo se ejercita mucho, tiene fuerza para consumir y gastar la tal sobra de sangre”.
Dicho de otra forma, los hombres no menstruaban porque sabían aprovechar cada parte de su cuerpo. Las mujeres, en cambio, tiraban sangre como se tiran las sobras de un banquete: un despilfarro que marcó el origen de todos los otros prejuicios.
Por qué las toman, por qué las dejan
Un estudio del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam) revela que:
* El 21% eligió la píldora por sugerencia de familiares o amigos (pero no de un médico).
* El 53% de las mujeres que toman píldoras fue a la farmacia sin receta médica.
* El 37% de las mujeres abandona las pastillas por sufrir hinchazón, cefalea o sangrado.
* Un 23% confesó haber dejado las píldoras al quedar sin pareja (y sin relaciones sexuales).
* Un 14% las dejan por “dificultades con el método”.
* Un 9% por “recomendación clínica”.
* Un 42% interrumpió la toma sin haber consultado a su médico.
* Un 19% de las que dejan no adopta nuevas medidas de anticoncepción.
* Y un 69% elige un método anticonceptivo de menor eficacia.
* Sólo a un 10% le preocupan los efectos secundarios de las pastillas.
OPINIÓN
Natural vs. artificial
Mario Sebastiani (Médico obstetra del Hospital Italiano de Buenos Aires)
Hay cuestiones atávicas que, históricamente, llevaban a las mujeres a suponer que ovular y menstruar era “natural”, y que eso suponía un buen funcionamiento del cuerpo. Pero este planteo deja por afuera una pregunta elemental: ¿Para qué ovulan las mujeres? La respuesta es: para gestar. Cuando alguien hizo en un cuerpo un aparato reproductor, es para que reproduzcas. Si se tratara de ser “naturales”, entonces, las mujeres tendrían que vivir pariendo, como hacen los animales. Lo que sucede es que, con la llegada del conocimiento moderno, los círculos médicos empezaron a preguntarse cómo les fue a las mujeres que ovulaban respecto de las que no ovulaban, y la respuesta es que les fue peor. Porque las mujeres que ovulan tienen más incidencia de cáncer de ovario y de endometrio, más anemias, menos hierro y más quistes de ovario; algo que suena muy lógico, porque si tengo un ovario que está continuamente sometido al ciclo menstrual es de esperar que “enloquezca” con más facilidad (entendiendo que quistes y tumores son un enloquecimiento). Cuando la ginecología ve que las mujeres que no ovulan están mejor que las que sí ovulan, ahí hay un hallazgo interesante: existe una herramienta, que es la pastilla anovulatoria, que puede ser útil no sólo para las mujeres que no quieren un embarazo: yo se las he recetado a adolescentes vírgenes y a monjas con menstruaciones muy abundantes y mucho dolor premenstrual.
Yo soy sumamente respetuoso del pensamiento de feminidad, siempre y cuando la mujer comprenda que su aparato reproductor está hecho para reproducir, no para ovular y menstruar deportivamente. De ahí en más, creo que es importante romper un poco ese paradigma de que “lo natural” es bueno y “lo artificial” es malo. Si lo artificial realmente fuera malo, ¿qué sería entonces de las artes, de la música, el cine y las fotos? Hay que empezar a romper ese paradigma, porque no todo lo natural es, per se, bueno. De hecho, la medicina es un arte que nos enseña a ir en contra de la naturaleza. Porque si por la naturaleza fuera, nos haría morir más jóvenes.
criticadigital.com
Hoy no es así. Hoy, una mujer tiene cuatrocientos ciclos a lo largo de su existencia: cuatro veces más que hace un puñado de siglos. Nunca, dicen los médicos y antropólogos, el cuerpo femenino abrevó tanto en esas aguas. Y es justamente eso, el exceso de períodos, lo que está impulsando un cambio sin precedentes: en todo el mundo aumenta la cantidad de mujeres que aceptan las recomendaciones de los médicos ginecólogos, quienes desde hace ya varios años, y en forma creciente, vienen prescribiendo y respaldando métodos anticonceptivos que virtualmente eliminan el período, para habilitarlo sólo si se busca un embarazo.
El resultado: con estas pastillas las mujeres padecerían menos cánceres e incomodidades –derivados del hecho de andar menstruando demasiados años–, pero a la vez resignarían una instancia que atávicamente estuvo muy asociada a la identidad femenina.
Dicho de otra forma: en tiempos neohippies, en los que las madres buscan parir en casas, bañeras, piletas y en cuclillas, son cada vez más las chicas que permiten a la ciencia operar sobre su ciclo menstrual. “La feminidad hoy transita por carriles muy diversos, al igual que la masculinidad; si muchos hombres consideramos normal y lógico cambiar pañales y liberarnos de preconceptos, también es de esperar que haya mujeres, sobre todo de generaciones más jóvenes, que tomen distancia de una idea de feminidad históricamente arraigada: la que sostiene que los órganos genitales internos y las menstruaciones definen al ser femenino –explica el médico obstetra Edgardo Rolla, especialista en medicina reproductiva–. Poéticamente siempre digo que ‘la menstruación es el llanto del útero por el embarazo que no hubo’, debido a que la única utilidad que tiene el útero (que no es poca cosa) es alojar al embarazo. Pero no cumple ninguna otra función. Y la menstruación tampoco”.
Si fuera por su condición de “natural”, el organismo femenino debería engendrar un hijo por año. Desde el momento en que esto ya no pasa, los especialistas coinciden en que el cuerpo es una construcción (ver aparte) y en que es bastante sensato que la ciencia médica esté aprovechando esa artificialidad en beneficio de las mujeres. Este tipo de planteos está en libros como ¿Está obsoleta la menstruación? (escrito por dos médicos de la Universidad de Oxford) e incluso en el Museo de la Menstruación (www.mum.org), donde se debate acerca de la supresión o no del ciclo.
En la vereda opuesta, hay gente como la escritora española (y feminista) Anna Mercadé, autora del libro Dirigir en femenino, quien dijo al diario El País que la supresión del ciclo menstrual le parecía horrible. “Es un atraso –explicó–. Si la sociedad no acepta a la mujer como mujer estamos ante un drama. Lo que está exigiendo la sociedad a la mujer es que sea como un hombre, que desarrolle la energía masculina, que no tenga hijos, que se dedique a trabajar y a dar vueltas por el mundo y que sea más competitiva que nadie. Y ahora, también, la menstruación, fuera. Comprendo que hay mujeres que lo pasan fatal y que hay que hacer algo por ellas, pero es ley de vida”.
“Si no me viene, me vuelvo loca”. El 30 por ciento de las argentinas usa pastillas anticonceptivas. Este dato surge de una encuesta realizada por los laboratorios Bayer, en la que también se informa que Argentina está cuarta en el ranking de consumo debajo de Francia (45% de las mujeres toma la píldora), Alemania (34%) y Brasil (31%). Para Karina Iza, ginecóloga del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam), estos números reflejan el orden de aceptación de “la píldora” a nivel mundial. En Europa y Estados Unidos, el consumo está tan masificado que, en el rubro “contracepción”, incluso hay más de una variante farmacológica: existe la Seasondale (una píldora que hace menstruar sólo cuatro veces al año, una por cada estación climática), los endoceptivos (que anulan íntegramente el sangrado) y también –por supuesto– las clásicas píldoras, que reducen el ciclo a una suerte de evento simbólico que recuerda a Blancanieves y la pinchadura del dedo.
En Argentina, en cambio, el mercado está comparativamente más reducido. Y eso se debe a razones culturales. Para muchas argentinas, la menstruación es una especie de “control de calidad” que les permite asegurarse de que no haya un embarazo en ciernes. “Las argentinas están tan obsesionadas con su ciclo, que cualquier supresión les arroja una paranoia que no todas pueden tolerar”, explica Karina Iza. Y agrega que este temor se hizo evidente hace algunos años, cuando llegó un endoceptivo al país y no tuvo el mismo éxito que en Europa. “Las europeas nunca se cuestionaron nada: les pareció una opción maravillosa que les evitaba gastar en toallitas y tampones –cuenta Iza–. Pero en Argentina y el resto de Latinoamérica, el tema de la menstruación tiene una raigambre cultural muy fuerte y muy folclórica. Para nosotros, los médicos, es un trabajo muy grande convencer a las mujeres de que la falta de ciclo no es señal de embarazo. Cada vez que a una paciente le explicás que con las pastillas que toma le va a venir muy poco o no le va a venir, te dice: ‘Ah, no, si no me viene me vuelvo loca’. Prefieren sangrar diez días antes que no sangrar. Porque además se asocia la falta de ciclo con la menopausia, y eso tiene connotaciones duras en muchas mujeres. Pero esto se está modificando. Hay toda una generación de chicas más jóvenes que lo vive de otra forma. Cuando llega el verano, si la menstruación les cae en las vacaciones o en la luna de miel o en la fiesta de egresados, ya piden pastillas para suspender todo”.
Malos humores. Las pastillas anticonceptivas aparecieron en 1961, con un objetivo que no tenía que ver con suspender la fertilidad: sólo se usaban con prescripción médica para aliviar a las pacientes que padecieran dolores menstruales. Tuvo que pasar más de medio siglo para que las mujeres se largaran a tomar pastillas para evitar la concepción. Y así y todo, esas píldoras no reducían la abundancia de período. Esa disminución recién empezó a ocurrir hace unos años, cuando los avances de la ciencia permitieron bajar la carga de estrógeno de las pastillas, una modificación que trajo dos consecuencias: por un lado, se reducían los efectos secundarios como la retención de líquidos, el dolor de cabeza y las alteraciones nerviosas (una disminución que sedujo a muchas mujeres, que empezaron a animarse a tomar la píldora) y, por otro, esa baja en la dosis hormonal hizo que el endometrio –la capa interna del útero– no se engrosara tanto y, por lo tanto, al ser eliminado (la menstruación no es otra cosa que la descamación del endometrio) no provocara una menstruación abundante, sino todo lo contrario.
Si estas píldoras hubieran existido hace varios cientos de años, las comunidades médicas se habrían evitado más de una incertidumbre. Y es que desde los comienzos de la civilización, la pérdida mensual de sangre fue siempre algo que desveló a la medicina, y sobre todo a los hombres: nadie lograba explicar cómo una mujer podía sangrar periódicamente sin dolor y sin morir, mientras que un hombre caía redondo ante cualquier hemorragia.
En el siglo IV antes de Cristo, y en pleno estado de confusión general, Aristóteles llegó a escribir en su Historia animalium que creía que el semen actuaba sobre la sangre femenina para formar el embrión. Otros, todavía más perdidos, sostenían que la sangre ni siquiera tenía algo que ver con la fecundidad: la mujer era un género tan débil que no era capaz de digerir completamente los alimentos, por eso los restos de esa digestión incompleta eran evacuados con el ciclo.
Fue recién en la Edad Media que se empezó a relacionar la menstruación con la fertilidad, pero hasta ahí nomás: para la medicina medieval, el período no era otra cosa que la eliminación concreta de los “malos humores” de las mujeres. Se pensaba que los cuerpos femeninos eran fríos y húmedos, y que esa masa humoral descendía a la parte más baja del cuerpo y era finalmente expulsada. Se trataba de sangre “mala”, eliminada con el único fin de equilibrar el temple y conservar la salud. En su libro Problemas y secretos maravillosos de las Indias (1591), Juan de Cárdenas, un joven médico que emigró en el siglo XVI al Nuevo Mundo, lo explica así: “La mujer crece y aumenta hasta los catorce años, y en este tiempo toda la sangre que engendra se gasta y consume en el aumento de sus miembros, pero después de los catorce, que deja de crecer, toda aquella sangre que primero se consumía en el aumento de los miembros, no hay en qué se gaste y consuma, porque el hombre, como es de complexión cálida y fuerte y asimismo se ejercita mucho, tiene fuerza para consumir y gastar la tal sobra de sangre”.
Dicho de otra forma, los hombres no menstruaban porque sabían aprovechar cada parte de su cuerpo. Las mujeres, en cambio, tiraban sangre como se tiran las sobras de un banquete: un despilfarro que marcó el origen de todos los otros prejuicios.
Por qué las toman, por qué las dejan
Un estudio del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam) revela que:
* El 21% eligió la píldora por sugerencia de familiares o amigos (pero no de un médico).
* El 53% de las mujeres que toman píldoras fue a la farmacia sin receta médica.
* El 37% de las mujeres abandona las pastillas por sufrir hinchazón, cefalea o sangrado.
* Un 23% confesó haber dejado las píldoras al quedar sin pareja (y sin relaciones sexuales).
* Un 14% las dejan por “dificultades con el método”.
* Un 9% por “recomendación clínica”.
* Un 42% interrumpió la toma sin haber consultado a su médico.
* Un 19% de las que dejan no adopta nuevas medidas de anticoncepción.
* Y un 69% elige un método anticonceptivo de menor eficacia.
* Sólo a un 10% le preocupan los efectos secundarios de las pastillas.
OPINIÓN
Natural vs. artificial
Mario Sebastiani (Médico obstetra del Hospital Italiano de Buenos Aires)
Hay cuestiones atávicas que, históricamente, llevaban a las mujeres a suponer que ovular y menstruar era “natural”, y que eso suponía un buen funcionamiento del cuerpo. Pero este planteo deja por afuera una pregunta elemental: ¿Para qué ovulan las mujeres? La respuesta es: para gestar. Cuando alguien hizo en un cuerpo un aparato reproductor, es para que reproduzcas. Si se tratara de ser “naturales”, entonces, las mujeres tendrían que vivir pariendo, como hacen los animales. Lo que sucede es que, con la llegada del conocimiento moderno, los círculos médicos empezaron a preguntarse cómo les fue a las mujeres que ovulaban respecto de las que no ovulaban, y la respuesta es que les fue peor. Porque las mujeres que ovulan tienen más incidencia de cáncer de ovario y de endometrio, más anemias, menos hierro y más quistes de ovario; algo que suena muy lógico, porque si tengo un ovario que está continuamente sometido al ciclo menstrual es de esperar que “enloquezca” con más facilidad (entendiendo que quistes y tumores son un enloquecimiento). Cuando la ginecología ve que las mujeres que no ovulan están mejor que las que sí ovulan, ahí hay un hallazgo interesante: existe una herramienta, que es la pastilla anovulatoria, que puede ser útil no sólo para las mujeres que no quieren un embarazo: yo se las he recetado a adolescentes vírgenes y a monjas con menstruaciones muy abundantes y mucho dolor premenstrual.
Yo soy sumamente respetuoso del pensamiento de feminidad, siempre y cuando la mujer comprenda que su aparato reproductor está hecho para reproducir, no para ovular y menstruar deportivamente. De ahí en más, creo que es importante romper un poco ese paradigma de que “lo natural” es bueno y “lo artificial” es malo. Si lo artificial realmente fuera malo, ¿qué sería entonces de las artes, de la música, el cine y las fotos? Hay que empezar a romper ese paradigma, porque no todo lo natural es, per se, bueno. De hecho, la medicina es un arte que nos enseña a ir en contra de la naturaleza. Porque si por la naturaleza fuera, nos haría morir más jóvenes.
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