Por Fred Guterl
El Cosmos 2251 fue un satélite diseñado para transmitir señales a través de la vasta masa continental rusa. Lanzado en 1993, aparecería más o menos cada 90 minutos en los cielos del Norte, transmitiendo ecos electrónicos de información entre una red de satélites y estaciones en tierra, y desaparecería del horizonte por el Sur.
El Iridium 33, lanzado por Motorola en 1997, hizo algo similar, aunque tomó una órbita ligeramente diferente que lo acercó más a la Tierra durante su paso por sobre EE. UU. Por años, ambos satélites circunvolaron el planeta, ocupados de sus propios asuntos, nunca aproximándose más de 1.000 kilómetros uno al otro, y sin riesgo.
Luego, algo le pasó al Cosmos. Tal vez tuvo una fuga pequeña, tal vez golpeó a un asteroide diminuto o un pedazo de desecho. Nadie lo sabe en realidad, pero por una razón u otra, el Cosmos se salió de curso. T. S. Kelso, un experto en aeronáutica para Analytical Graphics, la cual provee servicios de rastreo de satélites a la NASA, notó que las órbitas del Cosmos y el Iridium estaban acercando a los satélites todo el tiempo. En febrero, advirtió que pasarían a un kilómetro uno del otro. Estaba en lo correcto. El 10 de febrero, Motorola perdió el rastro de la señal del Iridium. En los días siguientes, Kelso y otros conjeturaron que lo que muchos habían temido por años finalmente había sucedido: dos satélites en funcionamiento habían chocado de frente.
Las consecuencias van más allá de la mera pérdida de dos trozos de metal caro. Cada satélite pesaba más de media tonelada y se movía a 7,5 kilómetros por segundo. La explosión resultante fue catastrófica, generando una nube enorme de desechos cósmicos, tal vez 100.000 trozos de basura mayores a un centímetro de diámetro, estima David Wright, un experto espacial de la Unión de Científicos Preocupados. Así, en un segundo, el accidente aumentó en casi un tercio la cantidad de objetos a la deriva en la crucial banda de 700 a 900 kilómetros conocida como órbita terrestre baja (OTB). La nube de basura eventualmente se dispersará alrededor de todo el planeta, como una mortaja.
El evento sirvió como una señal de alarma para los planificadores espaciales. Los seguros por US$ 18.000 millones para los satélites comerciales activos que ahora están en órbita aumentaron entre 10 y 20 por ciento desde el accidente. Los gobiernos dependen de los satélites para recabar información, dirigir sistemas de armamento, predecir los cambios climáticos, monitorear la agricultura y operar sistemas de comunicaciones y navegación. Los expertos calculan que los desechos ahora golpearán uno de los 900 satélites activos en OTB cada dos o tres años. Por primera vez, la basura es el mayor factor de riesgo para el equipo en algunas órbitas. Entre las amenazas orbitales están dos ex reactores nucleares soviéticos. Incluso la Estación Espacial Internacional podría estar algún día en riesgo, si los desechos descienden lentamente a su órbita de 350 kilómetros.
Muchos expertos creen que incluso si se dejara de tirar basura al espacio, la cantidad de objetos a la deriva continuará aumentando por siglos. La razón: los desechos ahora son tan densos que los objetos seguirán chocando unos con otros, creando otros, expandiendo la nube de basura galáctica geométricamente. “Dijimos durante años que estas cosas iban a pasar”, se lamenta Nicholas Johnson, director de la Oficina del programa de Desechos Orbitales de la NASA. “Hasta que suceden, es difícil captar el interés de la gente”.
Don Kessler, un ingeniero de la NASA, predijo la situación actual con una precisión extraña en 1978. Por entonces, los cohetes que transportaban astronautas o satélites de comunicaciones se deshacían de etapas superiores como si fueran latas de cerveza vacías, a menudo sin haber consumido completamente el combustible. Varios cohetes explotaron espontáneamente en órbita, sin consecuencias inmediatas excepto aumentar los desechos en órbita. Cada vez que un astronauta perdía un perno o una llave, el objeto tomaba su lugar en la nube de desechos. La Unión Soviética tal vez haya sido el contaminador más importante. En las décadas del ‘70 y el ‘80, lanzó 32 radares satelitales, diseñados para rastrear las posiciones de barcos de la Armada de EE. UU., cada uno alimentado por su propio reactor nuclear.
Kessler hizo los cálculos, y los resultados fueron sorprendentes. Cuando un objeto choca con otro, descubrió, se dividen en cientos de pedazos y cada uno de ellos se mueve como un proyectil a alta velocidad. “Todos tenían el concepto, probablemente de la ciencia ficción, de cosas flotando juntas en el espacio”, asegura. “Pero nadie lo aplicaba”. Y cerca de 2000, predijo que las colisiones entre satélites empezarían a sobrepasar a los otros tipos de accidentes espaciales.
Para evitar lo que se conoció en el ambiente como el Síndrome Kessler, la NASA formó su Oficina del Programa de Desechos Espaciales, puso a Kessler en la dirección, y le dio un personal de aproximadamente 20 ingenieros y científicos para abordar el problema. El grupo, con oficinas en el Centro Espacial Johnson, en Houston, se esforzó en reformar las prácticas más despilfarradoras de las naciones espaciales. Ahora, muchas de las partes de los cohetes que se desechan son preparadas para que se desintegren en la atmósfera, o para que al menos queden con los tanques vacíos.
Mientras Kessler y su equipo trabajaban contra reloj para lentificar la acumulación de desechos, la nube siguió expandiéndose. Los soviéticos trataron de expulsar el metal líquido de los núcleos de sus satélites nucleares con la esperanza de que las gotitas radiactivas se quemaran inofensivamente al reentrar en la atmósfera. Pero el líquido se endureció en 100.000 o más bolas de metal, cada una demasiado pequeña para ser detectada, pero lo bastante grande como para causar un daño significativo a otros satélites. En 1991, el Cosmos 1934 golpeó un pedazo de basura que se había roto previamente del Cosmos 296. En 1996, el satélite Cerise, de Francia, chocó con un desecho de un cohete Ariane. La basura golpeó un satélite meteorológico de EE. UU. en 1997 y un satélite ruso en 2002. Partes desechadas de cohetes estadounidenses y chinos colisionaron en 2005. En 2007, en choques separados, el satélite meteorológico Meteosat 8 y el UARS de la NASA fueron sacados de sus órbitas.
El misil chino de mediano rango despegó del centro espacial de Xichang sin incidentes el 11 de enero de 2007. Subió unos 850 kilómetros, la altitud típica de los satélites de inteligencia de EE. UU. (lo cual probablemente no sea una coincidencia). Las partes inferiores del misil cayeron para quemarse en la atmósfera, dejando que el “vehículo mortal” continuara hacia su objetivo: un caduco satélite meteorológico Feng Yun.
La ingeniería fue impecable. El misil hizo estallar el satélite en pedazos: 2.500 de ellos, cada uno mayor de 10 centímetros, según los expertos. La explosión aumentó los desechos orbitales en OTB en alrededor de un 40 por ciento. Lo que Beijing esperaba que fuera una demostración impresionante de progreso militar, más bien convirtió a China en el mayor tirador de basura espacial del mundo. Con esa acción deshizo una década de progreso diplomático para lentificar la acumulación de desechos.
Incluso si el oprobio chino es suficiente para disuadir más pruebas de misiles antisatelitales, el futuro parece destinado a cumplir el Síndrome Kessler, como sugiere el incidente Iridium-Cosmos. Hoy, se cree que 750.000 pedazos de basura generada por el hombre, mayores de un centímetro de diámetro —más o menos el tamaño de una bolita—, orbitan el planeta (si se incluyen objetos menores, que aún pueden causar daños dada su gran velocidad, la cifra sube a millones). La mitad de estos objetos puede hallarse en OTB, la cual también contiene más o menos la mitad de los satélites activos.
La debacle china, seguida por el choque Iridium-Cosmos, puso en alerta a la NASA, la Agencia Espacial Europea y Naciones Unidas, que desde entonces trabajan en medidas para poner freno a las colisiones y cuidar los satélites. Proteger los delicados sistemas electrónicos de un satélite podría rechazar algunos objetos menores a un centímetro, pero no servirá contra objetos mayores. Una opción mejor sería dar a los satélites la capacidad de girar, pero eso requeriría equiparlos con combustible adicional, haciéndolos mucho más pesados y más costosos de lanzar. También requerirá de un mejor rastreo de objetos espaciales. La Red de Vigilancia Espacial de EE. UU. actualmente usa una combinación de telescopios de radar y ópticos alrededor del planeta para mantener el control de objetos de 5 a 10 centímetros, periódicamente poniendo al día la posición de cada uno. Aun así, sólo puede manejar alrededor de 13.000 objetos. Y la dinámica de los desechos orbitales es complicada: los cálculos para predecir cualquier colisión pueden estar errados por cientos de metros. Un satélite podría usar demasiado combustible para virar y eludir un trozo de basura amenazante.
Muchos ingenieros empiezan a pensar que la única manera de revertir el Síndrome Kessler sería empezar a remover activamente la basura de la atmósfera. No hay escasez de ideas para hacerlo. Para los objetos pequeños y medianos, los ingenieros están barajando la idea de construir láseres con rayos lo bastante poderosos para “empujar” objetos a órbitas más altas, donde hay menos posibilidad de que colisionen con satélites (eventualmente, volverían a bajar, pero ello sería un problema para generaciones futuras). Un método para remover objetos más grandes y amenazadores podría ser enviar un tipo de nave espacial para capturarlos uno por uno y arrastrarlos a una órbita más baja, donde se quemarían en la atmósfera. Otra idea es extender una soga desde una nave espacial, agarrar un pedazo de basura y tirarla fuera de órbita. De cualquier manera, dar con los objetos suficientes para marcar una diferencia requerirá de un gasto enorme de poder de cohetes.
“La gravedad es el gran desafío”, dice Kelso. Hasta que alguien descubra una manera de superar esa fuerza fundamental, parece que tendremos que aguantar los accidentes galácticos.
elargentino.com
El Cosmos 2251 fue un satélite diseñado para transmitir señales a través de la vasta masa continental rusa. Lanzado en 1993, aparecería más o menos cada 90 minutos en los cielos del Norte, transmitiendo ecos electrónicos de información entre una red de satélites y estaciones en tierra, y desaparecería del horizonte por el Sur.
El Iridium 33, lanzado por Motorola en 1997, hizo algo similar, aunque tomó una órbita ligeramente diferente que lo acercó más a la Tierra durante su paso por sobre EE. UU. Por años, ambos satélites circunvolaron el planeta, ocupados de sus propios asuntos, nunca aproximándose más de 1.000 kilómetros uno al otro, y sin riesgo.
Luego, algo le pasó al Cosmos. Tal vez tuvo una fuga pequeña, tal vez golpeó a un asteroide diminuto o un pedazo de desecho. Nadie lo sabe en realidad, pero por una razón u otra, el Cosmos se salió de curso. T. S. Kelso, un experto en aeronáutica para Analytical Graphics, la cual provee servicios de rastreo de satélites a la NASA, notó que las órbitas del Cosmos y el Iridium estaban acercando a los satélites todo el tiempo. En febrero, advirtió que pasarían a un kilómetro uno del otro. Estaba en lo correcto. El 10 de febrero, Motorola perdió el rastro de la señal del Iridium. En los días siguientes, Kelso y otros conjeturaron que lo que muchos habían temido por años finalmente había sucedido: dos satélites en funcionamiento habían chocado de frente.
Las consecuencias van más allá de la mera pérdida de dos trozos de metal caro. Cada satélite pesaba más de media tonelada y se movía a 7,5 kilómetros por segundo. La explosión resultante fue catastrófica, generando una nube enorme de desechos cósmicos, tal vez 100.000 trozos de basura mayores a un centímetro de diámetro, estima David Wright, un experto espacial de la Unión de Científicos Preocupados. Así, en un segundo, el accidente aumentó en casi un tercio la cantidad de objetos a la deriva en la crucial banda de 700 a 900 kilómetros conocida como órbita terrestre baja (OTB). La nube de basura eventualmente se dispersará alrededor de todo el planeta, como una mortaja.
El evento sirvió como una señal de alarma para los planificadores espaciales. Los seguros por US$ 18.000 millones para los satélites comerciales activos que ahora están en órbita aumentaron entre 10 y 20 por ciento desde el accidente. Los gobiernos dependen de los satélites para recabar información, dirigir sistemas de armamento, predecir los cambios climáticos, monitorear la agricultura y operar sistemas de comunicaciones y navegación. Los expertos calculan que los desechos ahora golpearán uno de los 900 satélites activos en OTB cada dos o tres años. Por primera vez, la basura es el mayor factor de riesgo para el equipo en algunas órbitas. Entre las amenazas orbitales están dos ex reactores nucleares soviéticos. Incluso la Estación Espacial Internacional podría estar algún día en riesgo, si los desechos descienden lentamente a su órbita de 350 kilómetros.
Muchos expertos creen que incluso si se dejara de tirar basura al espacio, la cantidad de objetos a la deriva continuará aumentando por siglos. La razón: los desechos ahora son tan densos que los objetos seguirán chocando unos con otros, creando otros, expandiendo la nube de basura galáctica geométricamente. “Dijimos durante años que estas cosas iban a pasar”, se lamenta Nicholas Johnson, director de la Oficina del programa de Desechos Orbitales de la NASA. “Hasta que suceden, es difícil captar el interés de la gente”.
Don Kessler, un ingeniero de la NASA, predijo la situación actual con una precisión extraña en 1978. Por entonces, los cohetes que transportaban astronautas o satélites de comunicaciones se deshacían de etapas superiores como si fueran latas de cerveza vacías, a menudo sin haber consumido completamente el combustible. Varios cohetes explotaron espontáneamente en órbita, sin consecuencias inmediatas excepto aumentar los desechos en órbita. Cada vez que un astronauta perdía un perno o una llave, el objeto tomaba su lugar en la nube de desechos. La Unión Soviética tal vez haya sido el contaminador más importante. En las décadas del ‘70 y el ‘80, lanzó 32 radares satelitales, diseñados para rastrear las posiciones de barcos de la Armada de EE. UU., cada uno alimentado por su propio reactor nuclear.
Kessler hizo los cálculos, y los resultados fueron sorprendentes. Cuando un objeto choca con otro, descubrió, se dividen en cientos de pedazos y cada uno de ellos se mueve como un proyectil a alta velocidad. “Todos tenían el concepto, probablemente de la ciencia ficción, de cosas flotando juntas en el espacio”, asegura. “Pero nadie lo aplicaba”. Y cerca de 2000, predijo que las colisiones entre satélites empezarían a sobrepasar a los otros tipos de accidentes espaciales.
Para evitar lo que se conoció en el ambiente como el Síndrome Kessler, la NASA formó su Oficina del Programa de Desechos Espaciales, puso a Kessler en la dirección, y le dio un personal de aproximadamente 20 ingenieros y científicos para abordar el problema. El grupo, con oficinas en el Centro Espacial Johnson, en Houston, se esforzó en reformar las prácticas más despilfarradoras de las naciones espaciales. Ahora, muchas de las partes de los cohetes que se desechan son preparadas para que se desintegren en la atmósfera, o para que al menos queden con los tanques vacíos.
Mientras Kessler y su equipo trabajaban contra reloj para lentificar la acumulación de desechos, la nube siguió expandiéndose. Los soviéticos trataron de expulsar el metal líquido de los núcleos de sus satélites nucleares con la esperanza de que las gotitas radiactivas se quemaran inofensivamente al reentrar en la atmósfera. Pero el líquido se endureció en 100.000 o más bolas de metal, cada una demasiado pequeña para ser detectada, pero lo bastante grande como para causar un daño significativo a otros satélites. En 1991, el Cosmos 1934 golpeó un pedazo de basura que se había roto previamente del Cosmos 296. En 1996, el satélite Cerise, de Francia, chocó con un desecho de un cohete Ariane. La basura golpeó un satélite meteorológico de EE. UU. en 1997 y un satélite ruso en 2002. Partes desechadas de cohetes estadounidenses y chinos colisionaron en 2005. En 2007, en choques separados, el satélite meteorológico Meteosat 8 y el UARS de la NASA fueron sacados de sus órbitas.
El misil chino de mediano rango despegó del centro espacial de Xichang sin incidentes el 11 de enero de 2007. Subió unos 850 kilómetros, la altitud típica de los satélites de inteligencia de EE. UU. (lo cual probablemente no sea una coincidencia). Las partes inferiores del misil cayeron para quemarse en la atmósfera, dejando que el “vehículo mortal” continuara hacia su objetivo: un caduco satélite meteorológico Feng Yun.
La ingeniería fue impecable. El misil hizo estallar el satélite en pedazos: 2.500 de ellos, cada uno mayor de 10 centímetros, según los expertos. La explosión aumentó los desechos orbitales en OTB en alrededor de un 40 por ciento. Lo que Beijing esperaba que fuera una demostración impresionante de progreso militar, más bien convirtió a China en el mayor tirador de basura espacial del mundo. Con esa acción deshizo una década de progreso diplomático para lentificar la acumulación de desechos.
Incluso si el oprobio chino es suficiente para disuadir más pruebas de misiles antisatelitales, el futuro parece destinado a cumplir el Síndrome Kessler, como sugiere el incidente Iridium-Cosmos. Hoy, se cree que 750.000 pedazos de basura generada por el hombre, mayores de un centímetro de diámetro —más o menos el tamaño de una bolita—, orbitan el planeta (si se incluyen objetos menores, que aún pueden causar daños dada su gran velocidad, la cifra sube a millones). La mitad de estos objetos puede hallarse en OTB, la cual también contiene más o menos la mitad de los satélites activos.
La debacle china, seguida por el choque Iridium-Cosmos, puso en alerta a la NASA, la Agencia Espacial Europea y Naciones Unidas, que desde entonces trabajan en medidas para poner freno a las colisiones y cuidar los satélites. Proteger los delicados sistemas electrónicos de un satélite podría rechazar algunos objetos menores a un centímetro, pero no servirá contra objetos mayores. Una opción mejor sería dar a los satélites la capacidad de girar, pero eso requeriría equiparlos con combustible adicional, haciéndolos mucho más pesados y más costosos de lanzar. También requerirá de un mejor rastreo de objetos espaciales. La Red de Vigilancia Espacial de EE. UU. actualmente usa una combinación de telescopios de radar y ópticos alrededor del planeta para mantener el control de objetos de 5 a 10 centímetros, periódicamente poniendo al día la posición de cada uno. Aun así, sólo puede manejar alrededor de 13.000 objetos. Y la dinámica de los desechos orbitales es complicada: los cálculos para predecir cualquier colisión pueden estar errados por cientos de metros. Un satélite podría usar demasiado combustible para virar y eludir un trozo de basura amenazante.
Muchos ingenieros empiezan a pensar que la única manera de revertir el Síndrome Kessler sería empezar a remover activamente la basura de la atmósfera. No hay escasez de ideas para hacerlo. Para los objetos pequeños y medianos, los ingenieros están barajando la idea de construir láseres con rayos lo bastante poderosos para “empujar” objetos a órbitas más altas, donde hay menos posibilidad de que colisionen con satélites (eventualmente, volverían a bajar, pero ello sería un problema para generaciones futuras). Un método para remover objetos más grandes y amenazadores podría ser enviar un tipo de nave espacial para capturarlos uno por uno y arrastrarlos a una órbita más baja, donde se quemarían en la atmósfera. Otra idea es extender una soga desde una nave espacial, agarrar un pedazo de basura y tirarla fuera de órbita. De cualquier manera, dar con los objetos suficientes para marcar una diferencia requerirá de un gasto enorme de poder de cohetes.
“La gravedad es el gran desafío”, dice Kelso. Hasta que alguien descubra una manera de superar esa fuerza fundamental, parece que tendremos que aguantar los accidentes galácticos.
elargentino.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario