Se acuerda de los tiempos en que el amor tenía misterio?
¿Cuando el sexo no descartaba el pudor?
¿Cuando la privacidad no era pública?
¿Cuando los regalos no se cambiaban?
¿Cuando aún podíamos ir a cualquier evento social porque atravesar la Capital no se convertía en una tortura, con cortes de calles, manifestaciones a granel y embotellamientos producidos en las horas pico por los miles y miles de autos circulando?
¿Cuando escribíamos cartas y esperábamos que el cartero nos trajera la ansiada respuesta?
¿Cuando en los aviones, en clase turista, nos entregaban un menú?
¿Cuando viajar a otro continente era un hito en nuestra vida?
¿Cuando la literatura era algo reverenciado por mucha gente?
¿Cuando los padres ejercían su autoridad sobre los hijos sin dejar de ser cariñosos y comprensivos?
Todo esto no pasaba en la prehistoria, sino hace apenas más de veinte años. En ese ayer próximo, en ese pasado actuante, como lo denomina el escritor español Javier Cercas. No hay que ser, pues, un dinosaurio para rememorarlo.
Claro, al resucitarlo, uno siente un hilo de nostalgia. Pero también, para ser ecuánimes, hay que volver vívidamente a esa época y recordar otras cosas que, francamente, solían ser bastante nefastas.
¿Se acuerda también cuando en el país, conseguir un teléfono para nuestro hogar podía tardar décadas?
¿Cuando debíamos hacer largas filas detrás de los teléfonos públicos para comunicarnos con otras personas?
¿Cuando había tantos prejuicios y, en consecuencia, mucha menos libertad?
¿Cuando la gente se moría mucho antes de que le colocaran un bypass (Favaloro, ¡gracias!), o un stent porque no existían. Ni la laparoscopia ni los estudios médicos computarizados ni las drogas que fueron apareciendo y mejorando la calidad de vida de todos?
Como se puede advertir, no todo tiempo pasado fue mejor. En algunas cosas, sí; en muchas otras, no. La lista, como toda lista, es absolutamente incompleta, pero es lo primero que aparece en mi cabeza cuando hago un pequeño ejercicio de memoria para trasladarme, luego, al presente.
A este presente con celulares, globalización, computadoras cada vez más pequeñas y sofisticadas, cámaras digitales, plasmas, información sobre cualquier tema en Internet, conexiones inmediatas con cualquiera en cualquier parte, edificios inteligentes, cajeros automáticos, medicina nuclear, Photoshop, botox, e-books, etcétera.
Es un presente alucinante, hiperquinético, en el que ya no cabe el asombro porque los inventos son cada vez más sorprendentes y veloces y uno se va insensibilizando incluso para lo maravilloso.
Un presente que ya se parece al futuro, porque la ciencia ficción dejó de ser ficción hace rato y estamos leyendo noticias como por ejemplo que un señor en Estados Unidos está vendiendo lotes en la Luna y entre los compradores hay 1800 argentinos que ya son dueños de 2000 hectáreas lunares.
Entonces la nostalgia, lo repito, no es más que un hilito que nos ata -a algunos- a un pasado cercano en el que los verbos ser y tener se conjugaban de otra manera (creo), en el que el sentimiento y los valores tenían cierto lugar de privilegio, y los códigos también (más allá de la gente sin escrúpulos que existió en todas las épocas). Algo distinto había, sin embargo, una generación atrás; algo diferente en el universo de los afectos, por lo menos, y esto lo digo tratando de no caer en la simplificación ni en las idealizaciones.
Reconozco y me reconforta ver lo mucho y lo bueno que surge cada día en este mundo convulsionado, en este planeta maltratado, donde hay poco tiempo para el silencio y la contemplación. En este entorno donde todo cambia, donde todo parece desmoronarse y vuelve a renacer, y donde ya un reloj o una lapicera de oro no son para toda la vida, sino una de las tantas cosas descartables, al igual que los últimos juguetes electrónicos que tanto ansiamos para no quedarnos atrás.
Viene a mi mente el título de aquellas apasionantes memorias de la actriz francesa Simone Signoret: La nostalgia ya no es lo que era (1978).
Esta afirmación irónica sigue vigente. Con tanto presente y futuro prodigiosos, ni siquiera la nostalgia puede perdurar.
Alina Diaconu-escritora
lanacion.com
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