No se trata de la respuesta extraordinaria de consentimiento matrimonial, sino de una elección a diario que afecta la vida cotidiana y que también es clave para alcanzar la felicidad.
La vida nos presenta un abanico amplio de circunstancias tristes, angustiantes o dolorosas frente a las cuales sentimos la impotencia de no poder hacer algo para su resolución. Es una impotencia que muchas veces surge después de haberlo intentado todo, que nos interpela acerca de qué más podríamos hacer o qué nos provoca el temor o la culpa de lo que se percibe como una resignación que se avecina. Y asociamos resignación con rendirnos, con claudicar, con el sentimiento negativo de lanzarnos a una derrota.
Sin embargo, después de haber atravesado con coraje un camino difícil que a todas luces llega a su fin, la sabiduría no está en seguir empeñando en un sinfín de nuevos intentos, sino en aceptar lo que nos toca con un sí. Ese sí no es resignación, no es conformismo ni cobardía ni pereza; es afirmación, es aceptación de la realidad, comprensión de las limitaciones y de la voluntad de abrazar la vida en clave de sí. Mientras la resignación puede ser entendida como renuncia, la aceptación es una vivencia de posesión, un tomar en nuestras manos y hacernos cargo de lo que hay.
La aceptación no es la actitud sumisa y sin filtro de quien se conforma fácilmente con las cosas tal como vienen, sintiéndose víctimas de un destino contra el que no se puede luchar. La aceptación tiene poco de ignorancia y mucho de sabiduría, de conocimiento profundo de una realidad y de su alineación con la conciencia de lo que nos es posible. Es un sí que resulta de una mezcla de saber, de conciencia y de afecto, de emoción. Como cuando se elige a la persona con quien compartiremos toda la vida. Pero en este tipo de sí, acepto, se elige la actitud con la cual se va a seguir caminando, no una excusa o justificación para detener la marcha.
Y tras la elección de la aceptación sobreviene no una alegría eufórica, sino una paz dinámica, un sentimiento de tranquilidad interior que empuja hacia el bien, de uno, de los otros o de ambos. Por eso, la aceptación sana deja de lado el autoengaño, el falso optimismo, la autosuficiencia para reemplazarlo por la verdad, la esperanza y la entrega (a Dios o a la vida, según sea la fe).
Hay varias oportunidades para el sí, acepto. No siempre son situaciones extraordinarias o límites. Los pequeños sí, acepto de todos los días son un ejercicio que no sólo desacartona y quita rigidez a nuestro ceño fruncido, sino que nos prepara para encarar con coraje decisiones y situaciones de mayor resistencia.
Aunque parezca una mera cuestión de forma la diferencia entre la respuesta y... si no me queda otra... frente a una circunstancia no deseada, en lugar de la respuesta sí, acepto, hay un abismo entre la actitud de quien decide como si estuviera entre la espada y la pared, y de quien opta desde la libertad de su ser pensante y capaz de elegir, incluso entre opciones no deseadas. En el primer caso no sería extraño que aparecieran el resentimiento y la frustración. En el segundo caso sobreviene una liberación de la ignorancia y de la impotencia hacia la acción constructiva.
El sí, acepto afloja nuestras mandíbulas, nos abre al abrazo, al perdón, a la generosidad. No se claudica a nada porque es una voluntad para empezar de nuevo. Podría decirse que tiene la energía del sí. Un sí para toda la vida que se construye con cada decisión cotidiana de mirar la realidad con los ojos bien abiertos, de plantarnos con los pies firmes en las convicciones, pero animándonos a interpelar nuestra conciencia y a optar en consonancia con nuestra razón y nuestro afecto.
El sí, acepto es una clave sencilla en la fórmula de la felicidad, mucho menos complicada y más a mano de lo que solemos imaginar cuando idealizamos estados del alma en vez de vivir a pleno cada instante real.
lanacion.com
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