viernes, 30 de septiembre de 2011

"Odio a mi mamá"

“La odio. No saben cuánto la odio, siempre me arruina la vida, hoy tengo una fiesta que va demasiada gente, va a ser la mejor fiesta del mundo y no me quiere dejar ir. De verdad estoy empezando a odiarla, no la soporto y ni la quiero ver, arruina todo, va a acabar con mi vida social. Obviamente soy una adolescente, y no, la verdad es que me porto bastante bien, tengo buenas notas, nunca miento, nunca he hecho nada raro ni he llegado borracha a mi casa. Me parece injusto que no me deje ir, sólo en junio me he perdido 3 fiestas”.
Como este comentario vertido en un foro de adolescentes, el odio a la madre ocupa una buena parte del ciberespacio. Con este nombre hay 3.920.000 sitios en español, y al escribir Y hate my mom, la suma asciende a 111.000.000 sitios de habla anglosajona.
Con sus variados matices, el asunto es casi un folklore familiar ni bien las niñas traspasan la adolescencia. Todo lo que tenía de maravillosa la madre idealizada de la infancia y la pubertad, deviene en su contraparte. Así lo dice Graciela Moreschi, médica psiquiatra y autora de Adolescentes eternos: “Hasta la pubertad los hijos tienen los mismos valores que los padres, pero luego necesitan romper, confrontar, produciendo la sorpresa de los padres con un cambio tan abrupto. Aquí aparece la desidealización, tanto más fuerte cuando más idealizada haya sido la madre durante la niñez.”
Además del camino personal, la imagen de la Madre (así, con mayúsculas y en abstracto) recibe tal nivel de idealización que no deja lugar para poner los matices, los defectos, las ambigüedades que le cabe a cualquier mortal. Y a esto parece deberse a que ya, desde los cuentos infantiles, es necesario inventar a una madre absolutamente mala: la madrastra.
Gisela tiene 20 años, estudia y hace una pasantía afín a su carrera. Vive con sus padres y con un hermano de 16 años y pelea a diario con su mamá: “Yo disiento con ella en muchísimas cosas, no nos parecemos, tenemos visiones de la vida completamente distintas, eso nos hace discutir. El problema es que mi mamá quiere lograr conmigo lo que ella quería cuando tenía mi edad y yo no voy a hacer. Ella anda por los 50 y hay un quiebre de generaciones. Nosotras, a los 20, tenemos otra visión de la vida, tanto de la femineidad como del trabajo, de los hombres y de las relaciones amorosas.” Lo peor, dice Gisela, es que “yo no la puedo admirar en lo que logró en su vida. Yo quiero lograr mucho más que ella, quiero ir más lejos, por eso no voy a seguir el camino que me muestra”.
Graciela Moreschi dice que esta es una situación bastante frecuente en esta época: “Muchas madres dan a sus hijas un doble mandato. Por un lado, ‘No seas como yo, sé como mis sueños’... Pero al mismo tiempo, le dicen: ‘Si no repites mi historia, si te liberas, serás una traidora’. Son madres que impulsan a sus hijas a ser más que ellas, pero están lejos de poder tolerar emocionalmente la angustia permanente de que su hija sea realmente diferente y viva en un mundo alejado del que ella conoce. La idealización viene a ser la contraparte de la envidia.”

El camino a la femineidad
Hasta el fin de su vida Sigmund Freud trató de develar el enigma de la femineidad. En sus últimos trabajos admitió que no lo había logrado y dejó para sus sucesoras la tarea de desentrañarlo.
En esa búsqueda, el creador del Psicoanálisis -cuestionado por el feminismo- dijo que el volverse mujer es un proceso largo y bastante tortuoso, mucho más que el que les toca a los varones para devenir hombres. ¿Por qué? Porque ambos comparten desde el comienzo de sus vidas el mismo objeto de amor: la mamá. Pero mientras que el varón seguirá el recorrido abandonando a la madre por otra mujer (fuera de su familia), la niña debe hacer un doble proceso: en primer lugar, pasar de la madre al padre como objeto de amor, y desde el padre a un hombre que no sea de la familia.
¿Por qué la niña abandona a la madre como objeto de amor en su infancia? Freud es claro al respecto: Dirá que “el amor se resuelve en odio”. Porque un día se da cuenta de que no es “completa” porque no tiene pene. Y también porque no le dio a ella un pene. Más allá de la literalidad de la castración según el psicoanálisis, hay algo del desencanto con respecto a la madre en gran parte de las mujeres. E incluso muchas se sentirán identificadas con una de las frases que suele aprenderse en la Facultad de Psicología: “Una mujer nunca dejará de dialogar viscosamente con esa madre que lleva adentro.”

Tercer personaje
Pero además, en este conflicto entre una mujer joven y una mujer adulta, suele haber un tercer personaje no menor, el padre, que juega también un papel importante, como referente de la disputa, viendo por quién de las dos se inclina. Así lo explica la Graciela Moreschi: “El problema es cuando el padre usa a la hija (o al hijo) para procesar desentendimientos con la madre que no se animaron a plantear. Aprovechan entonces esta competencia para ponerse del lado de la hija, a veces con frases sutiles como: ‘Bueno, pero vos siempre sos tan complicada’ o ‘Hija, ya sabés como es tu mamá’. Si bien esto parece un comentario conciliador, está sugiriendo que la madre está fuera de lugar y que la hija tiene razón, lo que activa la competencia entre la madre despechada y la hija envalentonada.”
Si, en cambio, el padre apoyara incondicionalmente a la madre, aún a riesgo de ser injusto, la hija sentiría bronca pero pondría su objetivo afuera. “Perder en la competencia edípica es lo que salva a un hijo o a una hija. Puede entender que ahí no es su lugar, que tiene que buscar un lugar afuera”, dice Moreschi.

Dos lugares definidos
Otro motivo frecuente de disputas entre madres e hijas es la falta de lugares claros. Así lo explica la terapeuta Nora Chimirri, psicóloga transpersonal, directora del Centro de Terapias Al Uno. “Lo veo cada vez más seguido en el consultorio. “Las mujeres adultas tenemos la presión de ser jóvenes o parecerlo, a como dé lugar, y esto está llegando al punto de que vos ves a una hija adolescente con su mamá y parecen hermanas. Esto genera una situación extraña y confunde mucho a la hija, que ve desdibujada la diferencia generacional. No se trata de algo de orden físico solamente: implica la pérdida del lugar del que contiene.” ¿Cómo contener? “Dándoles a nuestras hijas el lugar que les corresponde, sobre todo en la adolescencia: saber que ellas son más lindas, más inteligentes, más jóvenes de verdad. Aceptar el paso del tiempo implica sabiduría y esto les permite a las hijas salir de la rivalidad (mi mamá no es igual que yo) y sentirse contenidas.”
Poner los roles en el lugar que corresponde permite también poner límites en una edad donde tanto se los necesita. “Ya sabemos que tu hija nunca te va a decir: ‘¡Ay, qué suerte que me pusiste límites! Pero los padres nos tenemos que bancar el enojo de los hijos. Cuando se trata de roles claros y no de autoritarismo -remarca Chimirri-, aunque haya desacuerdo, entre madres e hijas se genera una confianza y una buena comunicación.”
entremujeres.com

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