Por: Marcelo Moreno
La recomendación era tan inocente que resultaba imposible negarse: un amigo me pedía que hablara -en lo posible, personalmente- con un conocido de él, colega mío. Piloto automático, le di mi directo del diario. El error me costó quince minutos casi fatales.
No se trató, como se podía prever, de un diálogo sino de un monólogo altisonante, inconexo y aplastantemente tedioso, a pesar del zigzagueo discursivo y los abruptos cambios de tono.
Primero arrancó con una autodescripción notablemente autoelogiosa, mezclada con información básica: trabaja en una ciudad del interior para un medio capitalino que le paga poco y nada y, encima, no publica -rápidamente concluí que con toda razón- la mayoría de las notas que él envía. A pesar de esas ásperas condiciones, él sigue con su tarea, viviendo de otras cosas. Pero achaca a la incapacidad nata de sus jefes el hecho de que no le den bolilla a los materiales interesantísimos que él les manda.
Luego siguió, sin anestesia, con el mangazo: si yo conocía a alguien, si no tenía un amigo que pudiese conectarlo, si podía haber algún interés en algún medio con el cual yo tuviera relación...Usó las palabras "enchufe", "contacto" y "enganche", y a pesar de su queja inicial, me aclaró que no pretendía demasiado y que lo que quería era "hacerse en un nombre", por lo cual estaba dispuesto a continuar mal remunerado o no remunerado.
No puedo asegurar que respirara. Su perorata no incluia puntos y apartes. Era una catarata que se desparramaba desde el auricular hasta mi oído.
En algún momento de la precipitada carga apuntó hacia un colega para criticarlo. Lo interrumpí para mentirle que era amigo mío. Lo hice primero para cortarle la evidente intención maledicente; segundo, para aniquilar cualquier idea de complicidad entre nosotros; tercero, para demostarle que yo también podía hablar. Y, cuarto, contradecirlo.
Pero, claro, fue un bocadillo, nomás. El imbancable eludió cualquier confrontación y se metió a discurrir sobre el futuro del periodismo. Y me desenrrajó una serie de disparates al hilo. Después de exterminar todo rastro de mi paciencia escuchando imbecilidades, logré introducir una cuña oral y le dije que yo pensaba que todo era exactamente al revés de lo que postulaba él. El placer fue mayúsculo, porque el pesado trastabilló.
Pero fue una cuestión de segundos: de inmediato se lanzó a una descripción desorganizada de lo que sucedía en su provincia, que no me pude dar el gustazo de rebatir por ignorancia ante su presunta -aunque sospechosa- y suprema sapiencia.
Ya un poco brusco y como para atajar el aluvión, le dije que estaba muy ocupado y que mejor hablarámos en otro momento.
Mi brevísima interrupción no arredró en lo más mínimo y la emprendió con comparaciones en el modo de trabajar en las provincias y en Capital, tanto en periodismo impreso, radio, televisión y digital. Desesperado, le fabulé que me llamaban urgente por el cierre del diario, cosa imposible dada la hora temprana de la conversación. "Te tengo que cortar", le dije.
Cuando pude colgar el auricular, me sentí completamente agotado. Pensé en toda la energía que el plomo me había insumido y, nihilista ya, la imaginé irrecuperable. También recién entonces noté su grosero egocentrismo: en su extensísimo discurso jamás se había hecho un hueco para hacerme una pregunta. Y recordé lo último que me dijo: "Estamos en contacto. En cualquier momento nos vemos". No.
clarin.com
La recomendación era tan inocente que resultaba imposible negarse: un amigo me pedía que hablara -en lo posible, personalmente- con un conocido de él, colega mío. Piloto automático, le di mi directo del diario. El error me costó quince minutos casi fatales.
No se trató, como se podía prever, de un diálogo sino de un monólogo altisonante, inconexo y aplastantemente tedioso, a pesar del zigzagueo discursivo y los abruptos cambios de tono.
Primero arrancó con una autodescripción notablemente autoelogiosa, mezclada con información básica: trabaja en una ciudad del interior para un medio capitalino que le paga poco y nada y, encima, no publica -rápidamente concluí que con toda razón- la mayoría de las notas que él envía. A pesar de esas ásperas condiciones, él sigue con su tarea, viviendo de otras cosas. Pero achaca a la incapacidad nata de sus jefes el hecho de que no le den bolilla a los materiales interesantísimos que él les manda.
Luego siguió, sin anestesia, con el mangazo: si yo conocía a alguien, si no tenía un amigo que pudiese conectarlo, si podía haber algún interés en algún medio con el cual yo tuviera relación...Usó las palabras "enchufe", "contacto" y "enganche", y a pesar de su queja inicial, me aclaró que no pretendía demasiado y que lo que quería era "hacerse en un nombre", por lo cual estaba dispuesto a continuar mal remunerado o no remunerado.
No puedo asegurar que respirara. Su perorata no incluia puntos y apartes. Era una catarata que se desparramaba desde el auricular hasta mi oído.
En algún momento de la precipitada carga apuntó hacia un colega para criticarlo. Lo interrumpí para mentirle que era amigo mío. Lo hice primero para cortarle la evidente intención maledicente; segundo, para aniquilar cualquier idea de complicidad entre nosotros; tercero, para demostarle que yo también podía hablar. Y, cuarto, contradecirlo.
Pero, claro, fue un bocadillo, nomás. El imbancable eludió cualquier confrontación y se metió a discurrir sobre el futuro del periodismo. Y me desenrrajó una serie de disparates al hilo. Después de exterminar todo rastro de mi paciencia escuchando imbecilidades, logré introducir una cuña oral y le dije que yo pensaba que todo era exactamente al revés de lo que postulaba él. El placer fue mayúsculo, porque el pesado trastabilló.
Pero fue una cuestión de segundos: de inmediato se lanzó a una descripción desorganizada de lo que sucedía en su provincia, que no me pude dar el gustazo de rebatir por ignorancia ante su presunta -aunque sospechosa- y suprema sapiencia.
Ya un poco brusco y como para atajar el aluvión, le dije que estaba muy ocupado y que mejor hablarámos en otro momento.
Mi brevísima interrupción no arredró en lo más mínimo y la emprendió con comparaciones en el modo de trabajar en las provincias y en Capital, tanto en periodismo impreso, radio, televisión y digital. Desesperado, le fabulé que me llamaban urgente por el cierre del diario, cosa imposible dada la hora temprana de la conversación. "Te tengo que cortar", le dije.
Cuando pude colgar el auricular, me sentí completamente agotado. Pensé en toda la energía que el plomo me había insumido y, nihilista ya, la imaginé irrecuperable. También recién entonces noté su grosero egocentrismo: en su extensísimo discurso jamás se había hecho un hueco para hacerme una pregunta. Y recordé lo último que me dijo: "Estamos en contacto. En cualquier momento nos vemos". No.
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