Así como todo tiene un comienzo, toda expresión artística cuenta con su respectivo museo. Y los videojuegos, definitivamente, no son ni pretenden ser la excepción. Japón, como era de esperar, arrancó en punta con la instalación del Nintendo Museum en Osaka. Lo siguió el National Center for the History of Electronic Games en Nueva York, Estados Unidos. Y ahora, después de reclamos y varias campañas recolectoras de firmas de miles de gamers franceses, le llegó el turno a París.
Ahí, en el epicentro mismo de la ciudad luz, en la parte superior del Gran Arco de la Defensa, abrió sus puertas la Musée du Jeu Vidéo, el primer espacio parisino que celebra la cultura videolúdica en un sentido amplio, sin artistas olvidados, sin títulos prohibidos.
De hecho, este flamante establecimiento de 200 metros cuadrados al que para acceder hay que sacudir el bolsillo y extraer de él unos diez euros no busca despertar ni amplificar protestas en una industria en pleno auge que le pisa los talones a Hollywood y promete consolidarse en la década que comienza como lo que ya de por sí es: un nuevo género artístico.
Más bien, la función del Musée du Jeu Vidéo es otra, más afectiva y ratificadora. Sus organizadores buscan sobre todas las cosas apuntar al nervio nostálgico del visitante y también alentar, de una vez por todas, a los críticos y academicistas a que consideren los videojuegos –y la cultura gamer que los rodea y cobija– como el mismísimo octavo arte.
En sus paseos, más que el futuro, se respira el pasado. Al mismo tiempo que los ojos se regodean con una vista impresionante de los jardines y joyas arquitectónicas de París, el visitante es incitado a bucear en más de 40 años de historia de consolas casi prehistóricas (en comparación a las actuales), cartuchos, disquetes, personajes legendarios y figuras célebres del también llamado “software art”.
Ahí, al costado del Museo de la Informática, están ellas, sin lugares privilegiados, 200 figuras, 200 estrellas: la Magnavox Odyssey, la Atari PONG, la Sega Megadrive, la Philips CDI, la primera Sony Playstation, la Nec PC-Engine, el entrañable Game Boy. Sólo está ausente la Family Game, pero no faltará mucho para que un argentino les haga llegar el reclamo a las autoridades del museo.
Son retratos de una evolución técnica en movimiento, de estilos, estéticas, códigos y hasta de los mismísimos jugadores que crecieron rodeados de joysticks, pantallas tintineantes, movidos por infinitos desafíos, con vidas extras y con muchos pulgares doloridos.
La imagen del gamer, definitivamente, cambió tanto como la potencia y la memoria de estas máquinas del ocio: dejó de ser el chico, el geek ermitaño y encerrado en la oscuridad de su habitación para abrirse en un abanico de posibilidades y estereotipos heterogéneos. De los amigos treintañeros que se reúnen un domingo a la tarde a jugar a la Playstation a las amas de casa no tan desesperadas que hacen gimnasia con la Nintendo Wii.
La historia en este museo arranca, pues, obviamente con Pong, el tatarabuelo de los videojuegos, aquel título creado por Nolan Bushnell y lanzado el 29 de noviembre de 1972 por Atari. Puede que su estética fuese austera, pero eso no le impidió despertar la adicción: dos líneas blancas sobre fondo negro que imitaban una partida de ping-pong bastaron para desatar la videodevoción.
El Musée du Jeu Vidéo expone también la metamorfosis de los soportes (y sus posibilidades técnicas, por supuesto): el salto del cartucho al CD, de los 8 bits a los 16 bits, la llegada del 3D, las consolas portátiles (la Nintendo DS, la PSP) e incluso el despegue de la nueva era de los joysticks inalámbricos, los mandos de la Nintendo Wii y las promesas del Proyecto Natal de XBox.
Sin embargo, como ocurre en el Louvre, las obras no están expuestas en solitario ni colgadas en el vacío. Ellas –los cuadros, las esculturas– no hablan solas sino que son acompañadas también por la descripción de su autor, de sus influencias y del movimiento al que adscribe.
En el Museo del Video Juego parisino ocurre prácticamente lo mismo: ahí está la sala dedicada a Will Wright, Shigeru Miyamoto, Yu Suzuki, Nolan Bushnell, Nobuo Uematsu, Hideo Kojima y Peter Molyneux, entre otros nombres de artistas del videogame. Ellos (y también ellas) figuran a la par de los héroes, los íconos de las pantallas: personajes como Space Invaders, Pac-Man, Donkey kong, Mario, Street Fighter, Megaman, Sonic, Pikachu y Lara Croft, de ahora en más tan famosos y reverenciados como la mismísima Mona Lisa.
criticadigital.com
Ahí, en el epicentro mismo de la ciudad luz, en la parte superior del Gran Arco de la Defensa, abrió sus puertas la Musée du Jeu Vidéo, el primer espacio parisino que celebra la cultura videolúdica en un sentido amplio, sin artistas olvidados, sin títulos prohibidos.
De hecho, este flamante establecimiento de 200 metros cuadrados al que para acceder hay que sacudir el bolsillo y extraer de él unos diez euros no busca despertar ni amplificar protestas en una industria en pleno auge que le pisa los talones a Hollywood y promete consolidarse en la década que comienza como lo que ya de por sí es: un nuevo género artístico.
Más bien, la función del Musée du Jeu Vidéo es otra, más afectiva y ratificadora. Sus organizadores buscan sobre todas las cosas apuntar al nervio nostálgico del visitante y también alentar, de una vez por todas, a los críticos y academicistas a que consideren los videojuegos –y la cultura gamer que los rodea y cobija– como el mismísimo octavo arte.
En sus paseos, más que el futuro, se respira el pasado. Al mismo tiempo que los ojos se regodean con una vista impresionante de los jardines y joyas arquitectónicas de París, el visitante es incitado a bucear en más de 40 años de historia de consolas casi prehistóricas (en comparación a las actuales), cartuchos, disquetes, personajes legendarios y figuras célebres del también llamado “software art”.
Ahí, al costado del Museo de la Informática, están ellas, sin lugares privilegiados, 200 figuras, 200 estrellas: la Magnavox Odyssey, la Atari PONG, la Sega Megadrive, la Philips CDI, la primera Sony Playstation, la Nec PC-Engine, el entrañable Game Boy. Sólo está ausente la Family Game, pero no faltará mucho para que un argentino les haga llegar el reclamo a las autoridades del museo.
Son retratos de una evolución técnica en movimiento, de estilos, estéticas, códigos y hasta de los mismísimos jugadores que crecieron rodeados de joysticks, pantallas tintineantes, movidos por infinitos desafíos, con vidas extras y con muchos pulgares doloridos.
La imagen del gamer, definitivamente, cambió tanto como la potencia y la memoria de estas máquinas del ocio: dejó de ser el chico, el geek ermitaño y encerrado en la oscuridad de su habitación para abrirse en un abanico de posibilidades y estereotipos heterogéneos. De los amigos treintañeros que se reúnen un domingo a la tarde a jugar a la Playstation a las amas de casa no tan desesperadas que hacen gimnasia con la Nintendo Wii.
La historia en este museo arranca, pues, obviamente con Pong, el tatarabuelo de los videojuegos, aquel título creado por Nolan Bushnell y lanzado el 29 de noviembre de 1972 por Atari. Puede que su estética fuese austera, pero eso no le impidió despertar la adicción: dos líneas blancas sobre fondo negro que imitaban una partida de ping-pong bastaron para desatar la videodevoción.
El Musée du Jeu Vidéo expone también la metamorfosis de los soportes (y sus posibilidades técnicas, por supuesto): el salto del cartucho al CD, de los 8 bits a los 16 bits, la llegada del 3D, las consolas portátiles (la Nintendo DS, la PSP) e incluso el despegue de la nueva era de los joysticks inalámbricos, los mandos de la Nintendo Wii y las promesas del Proyecto Natal de XBox.
Sin embargo, como ocurre en el Louvre, las obras no están expuestas en solitario ni colgadas en el vacío. Ellas –los cuadros, las esculturas– no hablan solas sino que son acompañadas también por la descripción de su autor, de sus influencias y del movimiento al que adscribe.
En el Museo del Video Juego parisino ocurre prácticamente lo mismo: ahí está la sala dedicada a Will Wright, Shigeru Miyamoto, Yu Suzuki, Nolan Bushnell, Nobuo Uematsu, Hideo Kojima y Peter Molyneux, entre otros nombres de artistas del videogame. Ellos (y también ellas) figuran a la par de los héroes, los íconos de las pantallas: personajes como Space Invaders, Pac-Man, Donkey kong, Mario, Street Fighter, Megaman, Sonic, Pikachu y Lara Croft, de ahora en más tan famosos y reverenciados como la mismísima Mona Lisa.
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