lunes, 6 de septiembre de 2010

Contracturados

Muchos estamos contracturados. Y ni la silla ergonómica ni el monitor bien alto ni levantarse cada media hora para estirar las piernas, los brazos, o mover el cuello, sirven para librarnos de un mal extendido que acecha más allá de la oficina.
No hay pilates ni yoga ni masajes que alcancen. Caminamos con el sonido crujiente de nuestros huesos en clave de permanente protesta. Huesos cansados de intentar comunicarse y que ahora nos hablan al compás de quejidos desafinados.
Traumatólogos, neurólogos, psicólogos, osteópatas, homeópatas, quiroprácticos, acupunturistas y una gama diversa de interlocutores cotidianos nos piden "relajar", que bajemos la marcha, que disfrutemos de la vida, que evitemos el estrés. Hasta nosotros mismos nos erigimos, a veces, en profetas de esta buena nueva que no nos termina de curar. Seguramente porque no encontramos el punto justo y deambulamos perdidos en la urgencia de un mandato cuyo significado diverso dificulta la correcta digestión.
"Relajá", nos dicen, cuando expresamos con ímpetu un punto de vista; "relajá", cuando nos abocamos apasionadamente a un trabajo, a un estudio o al logro de un objetivo cualquiera. "Relajá", si nos apuramos, y también si vamos demasiado despacio. Si tenemos hijos o si no los tenemos. "Relajá", cuando algo nos cuesta; "relajá", cuando no nos sale. También "relajá", cuando nos preocupamos, cuando discutimos, cuando analizamos, cuando dudamos, cuando profundizamos, cuando nos apasionamos.
Es cierto. Deberíamos ser capaces de tensarnos menos y disfrutar más. Ser capaces de soltarnos el pelo o de aflojar la corbata más seguido. De jugar más. De ser más conscientes de nuestra libertad, de la posibilidad del cambio o la de caerse y volver a levantarse. De usar más el humor, la innovación, la creatividad. De generar buena onda y de desintoxicarnos de la mala energía que nos puede rodear.
Pero el mandato de relajar, en el sentido de librarnos de la tensión y la presión, muchas veces se distorsiona en un "relajar" que significa librar a su propia suerte el juicio, los propósitos y la acción; simplemente dejar que fluyan para no alterar una suerte de estado líquido intrauterino que habría que conservar en forma permanente a fin de gozar relajados.
Existen múltiples llamados a vivir con un impermeable que no afecte la burbuja relajada del bienestar personal. Para lograrlo no hay que "meterse" en nada: ni en política, ni en el consorcio, ni en el accidente que ocurrió en la esquina. Y menos en la vida de alguien, porque cada cual ha de hacer la suya. Meterse tiene como único significado invadir, porque en la burbuja no existe el concepto de comprometerse. Es un "om" permanente para acurrucarse en el goce de la vida que fluye, pero que no nos influye. "Relajá", nos repiten cuando opinamos luego de valorar y de elaborar un juicio. Nos llaman a no juzgar porque es un verbo que lleva seguro a lo que se considera delito, como la discriminación, la autoridad o la moralidad. Ninguna de estas funciones puede ejercerse con rectitud: están siempre y de antemano condenadas. Quienes auspician este estilo de vida confunden juicio con prejuicio y, en el afán de relajar, relajan hasta el concepto de verdad, convirtiéndolo en algo completamente liviano y líquido, subjetivo, relativo... muy relajado.
Quien sale al mundo sabe que conservar la liquidez va en detrimento de lograr solidez. Sería saludable que los adultos buscáramos paz interior y no una vuelta al útero materno.
Es bueno escuchar al cuerpo e interpretar lo que nos dice. Y ajustar los ritmos y las presiones para un recorrido en el que sea posible disfrutar. Pero sin renunciar a una mente inquieta, movediza y rebelde que se niega a flotar tan relajada.
Por Teresa Batallanez, periodista de la Redacción de LA NACION
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