Por Mori Ponsowy
Ni siquiera cuando estaba de moda el baile del caño se me ocurrió que alguna vez querría tomar clases de danza erótica, pero hace poco, cuando fui a inscribirme en una academia para hacer danza moderna, vi a un grupo de mujeres tomando una clase de striptease y, sin pensarlo, me anoté. Las chicas no tenían cuerpos noventa-sesenta-noventa, como las modelos de la tele, sino que eran mujeres comunes: unas gordas, otras más flacas, altas y bajitas, de distintas edades. Sonreían todo el tiempo. En uno de los pasos se sacaban los coloridos foulards que llevaban atados a la cadera y, con mirada coqueta, los hacían ondular seductoramente para después lanzarlos con gracia por el aire. Era el momento cumbre de la coreografía: equivalente a tirar la bombacha al público o al amante que, ansioso, espera en la cama.
Durante los dos meses siguientes aprendí un montón de cosas. Al ritmo seductor de Eyes Without a Face, de Billy Idol; Justify My Love, de Madonna, y, sobre todo, The Man I Love, en versión de Etta James, entendí cómo mover la cabeza para que el pelo haga un movimiento en cámara lenta dejando entrever el cuello y los hombros, cómo usar una boa de plumas rosadas para ocultar ciertas partes del cuerpo y mostrar otras, la mejor manera de sacarme esos guantes de seda largos que llegan hasta el codo y principalmente, que casi cualquier movimiento puede resultar seductor siempre y cuando lo hagamos con esa intención. También aprendí que es de suma importancia tener en la habitación una silla de espalda recta y que algo tan pequeño como un anillo puede resultar muy sexy, siempre y cuando sepamos imprimir a las manos el tempo necesario.
Aparte de todo eso, también me quedó clarísimo que no nací para ser stripper. Uno solo de todos los pasos que nos enseñaron llegó a salirme más o menos bien, aunque nunca pude dejar de sentirme ridícula al hacerlo. Mirándome en el espejo del salón, me preguntaba si aun después de muchos meses de práctica sería capaz de ponerme una peluca pelirroja -como recomendaba la instructora- para luego hacer esos movimientos con torpeza delante de mi pareja. No era necesaria demasiada introspección para descubrir la respuesta. Me sentí acomplejada pensando lo felices y orgullosos que debían de estar los novios o maridos de las demás.
Al final del segundo mes, cuando ya había decidido no anotarme para el siguiente, me atreví a preguntar a mis compañeras algo que venía atormentándome desde la primera clase.
-¿Y ustedes hacen esto frente a sus hombres?
-Nooooooooooo -dijeron, muertas de la risa.
Miré a la maestra.
-¿Tú tampoco?
-¡Claro que no! -dijo-. Este es mi trabajo. ¡No voy a volver a casa para hacer lo mismo que hago todo el día!
Respiré aliviada. De un minuto para otro, el malestar que había sentido durante ocho semanas seguidas se esfumó por completo y pasé a sentir, de nuevo, que no era un bicho extraño, sino una más de la tribu de las mujeres. No estaba sola, y aquello que al principio había interpretado como una irremediable señal de inadaptación, en realidad no era más que algo compartido con muchas de mis semejantes que, sin embargo, eran amadas y deseadas por sus hombres, no sólo por las noches y a la luz de las velas, sino también por las mañanas y a la hora de la siesta.
Días después, mientras me anotaba para las clases de danza moderna que había ido a buscar originalmente, me pregunté para quién hacemos muchas de las cosas que hacemos las mujeres y dónde radica el origen de algunas inseguridades. Pantalones tubito o acampanados, zapatos de punta redonda o puntiaguda, ruidosos suecos de madera, uñas esculpidas, cuerpos flaquísimos, clases de striptease... ¿Para gustarles a los hombres, que nunca tienen ni idea de lo que está de moda o para no ser menos que las demás mujeres? ¿Para sentirnos atractivas al ver nuestro reflejo en las vidrieras de la calle? ¿Para divertirnos con nosotras mismas? ¿O será, acaso, un juego? Un juego en el que, niñas de nuevo, soñamos con ser adultas y nos ponemos la ropa y los collares de nuestras madres que, a su vez, también se pusieron los de las suyas.
lanacion.com
Ni siquiera cuando estaba de moda el baile del caño se me ocurrió que alguna vez querría tomar clases de danza erótica, pero hace poco, cuando fui a inscribirme en una academia para hacer danza moderna, vi a un grupo de mujeres tomando una clase de striptease y, sin pensarlo, me anoté. Las chicas no tenían cuerpos noventa-sesenta-noventa, como las modelos de la tele, sino que eran mujeres comunes: unas gordas, otras más flacas, altas y bajitas, de distintas edades. Sonreían todo el tiempo. En uno de los pasos se sacaban los coloridos foulards que llevaban atados a la cadera y, con mirada coqueta, los hacían ondular seductoramente para después lanzarlos con gracia por el aire. Era el momento cumbre de la coreografía: equivalente a tirar la bombacha al público o al amante que, ansioso, espera en la cama.
Durante los dos meses siguientes aprendí un montón de cosas. Al ritmo seductor de Eyes Without a Face, de Billy Idol; Justify My Love, de Madonna, y, sobre todo, The Man I Love, en versión de Etta James, entendí cómo mover la cabeza para que el pelo haga un movimiento en cámara lenta dejando entrever el cuello y los hombros, cómo usar una boa de plumas rosadas para ocultar ciertas partes del cuerpo y mostrar otras, la mejor manera de sacarme esos guantes de seda largos que llegan hasta el codo y principalmente, que casi cualquier movimiento puede resultar seductor siempre y cuando lo hagamos con esa intención. También aprendí que es de suma importancia tener en la habitación una silla de espalda recta y que algo tan pequeño como un anillo puede resultar muy sexy, siempre y cuando sepamos imprimir a las manos el tempo necesario.
Aparte de todo eso, también me quedó clarísimo que no nací para ser stripper. Uno solo de todos los pasos que nos enseñaron llegó a salirme más o menos bien, aunque nunca pude dejar de sentirme ridícula al hacerlo. Mirándome en el espejo del salón, me preguntaba si aun después de muchos meses de práctica sería capaz de ponerme una peluca pelirroja -como recomendaba la instructora- para luego hacer esos movimientos con torpeza delante de mi pareja. No era necesaria demasiada introspección para descubrir la respuesta. Me sentí acomplejada pensando lo felices y orgullosos que debían de estar los novios o maridos de las demás.
Al final del segundo mes, cuando ya había decidido no anotarme para el siguiente, me atreví a preguntar a mis compañeras algo que venía atormentándome desde la primera clase.
-¿Y ustedes hacen esto frente a sus hombres?
-Nooooooooooo -dijeron, muertas de la risa.
Miré a la maestra.
-¿Tú tampoco?
-¡Claro que no! -dijo-. Este es mi trabajo. ¡No voy a volver a casa para hacer lo mismo que hago todo el día!
Respiré aliviada. De un minuto para otro, el malestar que había sentido durante ocho semanas seguidas se esfumó por completo y pasé a sentir, de nuevo, que no era un bicho extraño, sino una más de la tribu de las mujeres. No estaba sola, y aquello que al principio había interpretado como una irremediable señal de inadaptación, en realidad no era más que algo compartido con muchas de mis semejantes que, sin embargo, eran amadas y deseadas por sus hombres, no sólo por las noches y a la luz de las velas, sino también por las mañanas y a la hora de la siesta.
Días después, mientras me anotaba para las clases de danza moderna que había ido a buscar originalmente, me pregunté para quién hacemos muchas de las cosas que hacemos las mujeres y dónde radica el origen de algunas inseguridades. Pantalones tubito o acampanados, zapatos de punta redonda o puntiaguda, ruidosos suecos de madera, uñas esculpidas, cuerpos flaquísimos, clases de striptease... ¿Para gustarles a los hombres, que nunca tienen ni idea de lo que está de moda o para no ser menos que las demás mujeres? ¿Para sentirnos atractivas al ver nuestro reflejo en las vidrieras de la calle? ¿Para divertirnos con nosotras mismas? ¿O será, acaso, un juego? Un juego en el que, niñas de nuevo, soñamos con ser adultas y nos ponemos la ropa y los collares de nuestras madres que, a su vez, también se pusieron los de las suyas.
lanacion.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario