Por Pablo Abadi | LA NACION
Me estremezco también yo al leer las carnicerías de los Heidrich; me estremezco al leer a Vargas Llosa hablar de ellas, me identifico con el dolor de los masacrados. Sobrepuesto del impacto ético debo no confundirme y recordar que los Heidrich y nosotros somos de la misma raza y de la misma especie, debo no enajenar a los Heidrich de la raza humana, de lo contrario corro el riesgo de pensarlos como un accidente genético que ocurre en la raza humana cada tantos siglos: gente con una mutación neuronal o exceso de un neurotransmisor que ocurre cada tanto. Felizmente no es así, el sadismo es fabricado, gestado y promovido en un taller que se llama familia. Es puesto a punto y perfeccionado en escuelas intimidantes, en liceos militares paranoizantes, cebado por religiones que ensalzan la división de los humanos en buenos y malos. El bien contra el mal, en vez de aceptar que eso que se llama el mal es parte de lo humano y que solo hay que tratar de acogerlo, tramitarlo, integrarlo, mezclarlo con lo tierno lo bondadoso, lo altruista y lo generoso que también vive en nosotros. Recuerdo a Freud escribir: ninguna de las miserias humanas me es ajena.
Los Heidrich no son de otra especie. Los torturadores criollos no son de otra especie. Los violadores no son de otra especie. Los criminales, tampoco.
Por eso dije felizmente, porque los Heidrich son evitables, no nacieron monstruosos. Fueron macerados en locura familiar, escolar, religiosa. A ellos les enseñaron que los malvados judíos mataron a Dios, lo torturaron y lo crucificaron.
Sólo si tenemos claro el origen de la criminalidad, de la delincuencia, del sadismo, del suicidio, del homicidio, del incesto, de las violaciones, vamos a poder evitarlos.
Cuando hoy nos horrorizamos con crímenes cotidianos tenemos también que cuidarnos de no enajenar, transformar en extraños, en aliens a los criminales. Mientras actúa la justicia y los aparta de la sociedad y de la posibilidad de seguir dándonos, no tenemos que olvidar que fueron ellos mismos golpeados, asesinados, violados, hacinados, amenazados, asustados, paralizados, drogados, deshumanizados, y transformados en muertos vivos.
Ese taller también puede generar individuos sanos o medianamente sanos y es lo que en general sucede.
Pero, cuando Vargas Llosa nos pregunta cómo puede ser que haya existido una inmundicia humana como Heidrich, no podemos ser negadores y repetir que venía de un tranquilo hogar y que fue a un buen colegio de pago. Pensemos correctamente, no enajenemos al malvado como si fuera un monstruo antediluviano.
El malvado, convenientemente indoctrinado, es el que encontró el mal. Fuera de sí mismo. El infierno son los otros.
La diferencia entre el malvado y nosotros es que él encontró el mal afuera (judíos, comunistas, negros, enfermos, homosexuales, gitanos, pobres, ricos, burgueses, yanquis, árabes, etc) y contra el mal va. Lo importante para él es encontrar el infierno en otro lugar que en uno.
Para nosotros el mal es parte nuestra. Al lado de nuestra bondad, generosidad altruismo, conviven todas nuestras miserias.
Heidrich tendría que haber sabido que él también era judío. Nosotros nos hacemos cargo de nuestra agresión, no la negamos, no la hacemos extraña, la necesitamos para nuestra vida.
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