Hay que reconocerlo: en órdenes fundamentales como lo es el de la política, Ortega supo ver más lejos que Martín Heidegger. Aun antes de 1930, el pensador español se daba perfecta cuenta de lo que el maestro alemán fue incapaz de comprender: que el nacionalsocialismo, tanto como el fascismo y el bolchevismo, constituía un brutal retroceso histórico. El célebre "olvido del Ser" fue, como bien saben los entendidos, central en la meditación heideggeriana. Ese "olvido" e incluso "el olvido de ese olvido" signaban, a su juicio, el destino enajenado de la civilización europea, perdida en la idolatría del cálculo, la exaltación de los objetos y la impotencia para comprender qué significa pensar. En el escritor español, en cambio, el olvido inquietante, aterrador para sensibilidades como la suya, era el del pasado histórico, desatendido en el presente como fuente de orientación y aprendizaje. Sólo así se explicaba que el imperialismo del mundo antiguo regresara, remozado, en las consignas totalitarias de los camisas pardas, los devotos de la cruz gamada y los enardecidos propulsores de la hoz y el martillo. "La desaparición de la cultura histórica en las dirigencias políticas y en la gente sin más -anota Ortega- facilita la repetición, la inexperiencia, pues experiencia es aprovechar lo sucedido, conocerlo." Y añade luego, clarividente: "Con el pasado no se lucha cuerpo a cuerpo. El porvenir lo vence porque se lo traga. Como deje algo de él fuera está perdido".
En suma: en el nazismo, al que Heidegger concibió como una alborada promisoria, Ortega reconoció de inmediato los indicios de un crepúsculo atroz para la cultura europea. Ese crepúsculo, según él, prosperaba gracias al respaldo del afianzamiento del hombre masa. En ese hombre, la conciencia del pasado histórico se mostraba debilitada, por no decir extinguida, y el presente, extraviado en una actitud acrítica e intolerante que encontraba en la siembra de violencia y en la inseguridad social los síntomas reveladores de su precariedad política.
A este desatino que impide aleccionarse en el pasado suma Ortega otra observación de rotunda actualidad: la creciente ineptitud demostrada por su tiempo para comprender que la cultura científica, con todas sus derivaciones tecnológicas, era una construcción de muy delicada trama, cuyo sustento requería mucha educación; una educación muy superior a la evidenciada por el hombre medio. Y -esto es lo notable- el perfil revelador de ese hombre medio de precaria formación incluía, a juicio de Ortega, a muchos de los que ejercían la práctica científica sin comprensión cabal de lo que ella les demandaba. Leámoslo: "Este desapego hacia la ciencia como tal aparece, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en la masa de los técnicos mismos -de médicos, ingenieros, etc.-, los cuales suelen ejercer su profesión con un estado de espíritu idéntico en lo esencial al de quien se contenta con usar el automóvil o comprar el tubo de aspirina, sin la menor solidaridad íntima con el destino de la ciencia, de la civilización".
La embestida de la cultura de masas dejaba ver, ya en las dos primeras décadas del siglo, un marcado retroceso de la responsabilidad subjetiva en lo relativo al sustento del saber. Y ello, según Ortega, en una civilización cada vez más "artificial", vale decir, producida por el hombre y, por eso, demandante de especial atención, comprensión y responsabilidad para su adecuado mantenimiento, no sólo en lo relativo a su eficacia, sino también en lo que hace a su consistencia ética.
En pocos meses más, cumplirá ochenta años la primera edición de La rebelión de las masas . En ella reunió su autor, bajo la forma de capítulos sucesivos y complementarios, una prolífica secuencia de artículos periodísticos que sorprendieron, desconcertaron y deslumbraron a sus lectores madrileños. En aquella España brumosa de 1926, irrumpía un pensador dotado de inusitado aliento expresivo que, lejos de orientar sus pronunciamientos hacia el orbe académico, salía a la calle a decir a sus contemporáneos qué estaba ocurriendo en Europa y de qué modo la filosofía era instrumento apto para la meditación de la vida diaria y su eventual transformación.
Ortega no sólo nos habla del hombre masa; habla también con él. Lo convoca, lo interpela, lo provoca. Lo incita a reaccionar, a despertarse. A reconsiderar la indolencia y aun la complicidad con que se deja llevar por las tendencias dominantes de la época.
Para llegar adonde quiere no recurre al tratado ni a la monografía. Como ya señalé, la enunciación académica no le sienta. Su herramienta, su terreno, los encuentra en el periodismo. Es en él donde Ortega despliega su formidable talento de ensayista y donde nosotros vamos a encontrar un signo más de su vigencia.
Ortega sabe que el hombre cuya conducta le importa ponderar es lector de diarios. Y allí, en el diario, le sale al encuentro. Lejos está de temer que la sustancia filosófica de su pensamiento se vea vulnerada en un medio informativo. Por el contrario: soslayando todo prejuicio, presenta su reflexión enhebrada con la noticia. Porque es el tejido, la urdimbre conceptual de la vida cotidiana lo que a Ortega le importa iluminar. Y así como, en su momento, Sócrates buscó a sus interlocutores en las calles de Atenas, así buscó Ortega a los suyos en las páginas del periódico. En otros términos: Ortega concibe el diario como la gran plaza pública de su tiempo. Se explica, entonces, el desdén con que se recibieron sus propuestas allí donde el arte de pensar era concebido como una práctica anémica y despersonalizada.
Desde un comienzo, Ortega se mostró tal como era: señor de una prosa límpida, riguroso y ameno a la vez, notablemente dotado para la comunicación cautivante de lo complejo.
En 1917, Spengler rozó, a su modo, la cuestión que desvelaba a Ortega. Diez años después, Heidegger la subrayó, al categorizar lo que tan sugestivamente llamó "avidez de novedades". Más cerca de nosotros, Fromm popularizó algunos de sus rasgos distintivos. Baudrillard la exploró con acierto, remitiendo a los efectos subjetivos derivados del auge de la sociedad informática y del frenesí del consumo. Beck ahondó en sus configuraciones y consecuencias mediante una obra maestra: La sociedad del riesgo . Toda la tarea de divulgación sociológica efectuada por Bauman parece inspirada en las derivaciones que tuvo el derrumbe del racionalismo moderno, tempranamente señalado por Ortega. La ensayística de Magris se inspira en ella y lo mismo cabe decir de la de Steiner. Pero, hasta donde alcanzo a ver, fue Ortega el primero que, en el siglo XX, nos habló con inigualada pertinencia de esa nueva subjetividad en marcha: la del bárbaro moderno. "El europeo que empieza a predominar -ésta es mi hipótesis- sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido, un hombre primitivo. [?] Este desequilibrio entre la sutileza complicada de los problemas y la de las mentes será cada vez mayor si no se le pone remedio y constituye la más elemental tragedia de la civilización."
Ortega no sólo previó lo que vendría. Anticipó, además, buena parte de las consecuencias de toda índole que resultarían de lo que previó. El vacío moral, por ejemplo, en el que, a fuerza de desaciertos, terminarían cayendo las democracias occidentales; el retorno de los maniqueísmos, el auge de la tecnocracia, el desprecio que sentenciaría a la sabiduría por parte del conocimiento especializado en una cultura apegada a lo instantáneo y siempre renovable. No es de extrañar, en consecuencia, que su palabra circule con tanta fuerza todavía. La preserva y la impone, aun en circunstancias tan adversas como las actuales, el poder de las ideas a las que da vida. Ese poder se abre paso, una y otra vez. Acaso porque, generación tras generación, advertimos que, en incontables aspectos, Ortega fue un visionario. Su lectura anticipada de nuestro presente lo convierte en un contemporáneo de todos nosotros.
En suma: en el nazismo, al que Heidegger concibió como una alborada promisoria, Ortega reconoció de inmediato los indicios de un crepúsculo atroz para la cultura europea. Ese crepúsculo, según él, prosperaba gracias al respaldo del afianzamiento del hombre masa. En ese hombre, la conciencia del pasado histórico se mostraba debilitada, por no decir extinguida, y el presente, extraviado en una actitud acrítica e intolerante que encontraba en la siembra de violencia y en la inseguridad social los síntomas reveladores de su precariedad política.
A este desatino que impide aleccionarse en el pasado suma Ortega otra observación de rotunda actualidad: la creciente ineptitud demostrada por su tiempo para comprender que la cultura científica, con todas sus derivaciones tecnológicas, era una construcción de muy delicada trama, cuyo sustento requería mucha educación; una educación muy superior a la evidenciada por el hombre medio. Y -esto es lo notable- el perfil revelador de ese hombre medio de precaria formación incluía, a juicio de Ortega, a muchos de los que ejercían la práctica científica sin comprensión cabal de lo que ella les demandaba. Leámoslo: "Este desapego hacia la ciencia como tal aparece, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en la masa de los técnicos mismos -de médicos, ingenieros, etc.-, los cuales suelen ejercer su profesión con un estado de espíritu idéntico en lo esencial al de quien se contenta con usar el automóvil o comprar el tubo de aspirina, sin la menor solidaridad íntima con el destino de la ciencia, de la civilización".
La embestida de la cultura de masas dejaba ver, ya en las dos primeras décadas del siglo, un marcado retroceso de la responsabilidad subjetiva en lo relativo al sustento del saber. Y ello, según Ortega, en una civilización cada vez más "artificial", vale decir, producida por el hombre y, por eso, demandante de especial atención, comprensión y responsabilidad para su adecuado mantenimiento, no sólo en lo relativo a su eficacia, sino también en lo que hace a su consistencia ética.
En pocos meses más, cumplirá ochenta años la primera edición de La rebelión de las masas . En ella reunió su autor, bajo la forma de capítulos sucesivos y complementarios, una prolífica secuencia de artículos periodísticos que sorprendieron, desconcertaron y deslumbraron a sus lectores madrileños. En aquella España brumosa de 1926, irrumpía un pensador dotado de inusitado aliento expresivo que, lejos de orientar sus pronunciamientos hacia el orbe académico, salía a la calle a decir a sus contemporáneos qué estaba ocurriendo en Europa y de qué modo la filosofía era instrumento apto para la meditación de la vida diaria y su eventual transformación.
Ortega no sólo nos habla del hombre masa; habla también con él. Lo convoca, lo interpela, lo provoca. Lo incita a reaccionar, a despertarse. A reconsiderar la indolencia y aun la complicidad con que se deja llevar por las tendencias dominantes de la época.
Para llegar adonde quiere no recurre al tratado ni a la monografía. Como ya señalé, la enunciación académica no le sienta. Su herramienta, su terreno, los encuentra en el periodismo. Es en él donde Ortega despliega su formidable talento de ensayista y donde nosotros vamos a encontrar un signo más de su vigencia.
Ortega sabe que el hombre cuya conducta le importa ponderar es lector de diarios. Y allí, en el diario, le sale al encuentro. Lejos está de temer que la sustancia filosófica de su pensamiento se vea vulnerada en un medio informativo. Por el contrario: soslayando todo prejuicio, presenta su reflexión enhebrada con la noticia. Porque es el tejido, la urdimbre conceptual de la vida cotidiana lo que a Ortega le importa iluminar. Y así como, en su momento, Sócrates buscó a sus interlocutores en las calles de Atenas, así buscó Ortega a los suyos en las páginas del periódico. En otros términos: Ortega concibe el diario como la gran plaza pública de su tiempo. Se explica, entonces, el desdén con que se recibieron sus propuestas allí donde el arte de pensar era concebido como una práctica anémica y despersonalizada.
Desde un comienzo, Ortega se mostró tal como era: señor de una prosa límpida, riguroso y ameno a la vez, notablemente dotado para la comunicación cautivante de lo complejo.
En 1917, Spengler rozó, a su modo, la cuestión que desvelaba a Ortega. Diez años después, Heidegger la subrayó, al categorizar lo que tan sugestivamente llamó "avidez de novedades". Más cerca de nosotros, Fromm popularizó algunos de sus rasgos distintivos. Baudrillard la exploró con acierto, remitiendo a los efectos subjetivos derivados del auge de la sociedad informática y del frenesí del consumo. Beck ahondó en sus configuraciones y consecuencias mediante una obra maestra: La sociedad del riesgo . Toda la tarea de divulgación sociológica efectuada por Bauman parece inspirada en las derivaciones que tuvo el derrumbe del racionalismo moderno, tempranamente señalado por Ortega. La ensayística de Magris se inspira en ella y lo mismo cabe decir de la de Steiner. Pero, hasta donde alcanzo a ver, fue Ortega el primero que, en el siglo XX, nos habló con inigualada pertinencia de esa nueva subjetividad en marcha: la del bárbaro moderno. "El europeo que empieza a predominar -ésta es mi hipótesis- sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido, un hombre primitivo. [?] Este desequilibrio entre la sutileza complicada de los problemas y la de las mentes será cada vez mayor si no se le pone remedio y constituye la más elemental tragedia de la civilización."
Ortega no sólo previó lo que vendría. Anticipó, además, buena parte de las consecuencias de toda índole que resultarían de lo que previó. El vacío moral, por ejemplo, en el que, a fuerza de desaciertos, terminarían cayendo las democracias occidentales; el retorno de los maniqueísmos, el auge de la tecnocracia, el desprecio que sentenciaría a la sabiduría por parte del conocimiento especializado en una cultura apegada a lo instantáneo y siempre renovable. No es de extrañar, en consecuencia, que su palabra circule con tanta fuerza todavía. La preserva y la impone, aun en circunstancias tan adversas como las actuales, el poder de las ideas a las que da vida. Ese poder se abre paso, una y otra vez. Acaso porque, generación tras generación, advertimos que, en incontables aspectos, Ortega fue un visionario. Su lectura anticipada de nuestro presente lo convierte en un contemporáneo de todos nosotros.
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