Alzar el dedo corazón cuando vamos al volante de un coche debe de ser uno de los gestos más comunes, y elocuentes, que existe en el lenguaje no verbal de la carretera. Un gesto que probablemente haya surgido del contexto que describe Jack Katz, sociólogo de la Universidad de California en Los Ángeles y autor de How Emotions Work: “Puedes ver pero no puedes hacerte oír. Puedes gritar todo lo que quieras, pero nadie va a oírte.”
Además, pasamos buena parte de nuestro tiempo en el tráfico contemplando la parte de atrás de otros coches, una actividad culturalmente asociada a la subordinación, de modo que nos hemos visto obligados a maximizar las posibilidades comunicativas: luces, claxon… y el universal dedo corazón alzado (o como va haciéndose popular en Australia, el meñique, a raíz de una campaña publicitaria de la Autoridad de Carreteras y Tráfico para sugerir que la persona que sobrepasa los límites de velocidad o conduce de alguna forma agresiva lo hace en realidad para compensar un miembro viril diminuto.
Lo que ocurre dentro del coche apenas suele ser observado por el resto de gente. Es decir, que nos enfurecemos y gritamos aunque nadie nos vea, un poco para nosotros mismos, incluido el levantamiento de dedo, que podemos ejecutarlo incluso cuando el conductor no nos está mirando.
Katz sostiene que practicamos una especie de narración teatral, dentro de nuestros coches, airadamente “construyendo dramas morales” en los que somos las víctimas agraviadas (y el “héroe vengador”) de una superproducción de tráfico de mayor vuelo. (...) A veces, dice Katz, como parte de este “drama moral”, y en un esfuerzo por crear un “nuevo significado” para el encuentro, intentamos descubrir algo a posteriori sobre el conductor que nos ha agraviado (quizá acelerando para verlo), mientras repasamos una lista mental de potenciales villanos (por ejemplo, mujeres, hombres, adolescentes, ancianos, camioneros, liberales, conservadores, “idiotas al móvil” o, si falla todo lo demás, “idiotas” sin más) antes de encontrar una resolución apropiada para el drama.
Además, se producen varios efectos psicológicos que han sido ampliamente desgranados por los expertos. Uno es el error fundamental de atribución: la costumbre de achacar las acciones de otros al hecho de quienes son.
El otro es el efecto actor-observador: atribuimos nuestras propias acciones a cómo nos vimos obligados a actuar en situaciones específicas. Este efecto, se especula, surge del deseo de sentirse más al mando de una situación compleja.
En una escala más amplia, también podría ayudar a explicar, mejor que el auténtico chauvinismo nacional o cívico, por qué los conductores de todo el mundo tienen sus propios blancos de tráfico favoritos: “Los albanos son unos conductores atroces”, dicen los griegos; “Los holandeses son los peores conduciendo”, dicen los alemanes. Vale más no mentarles a los neoyorquinos los conductores de New Jersey. Se diría que cometemos el error fundamental de atribución incluso en el modo en que viajamos.
genciencia.com
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