Manuel Cruz
Permítanme que empiece por una confidencia (de baja intensidad, pero confidencia al fin). No deja de sorprenderme, cuando me veo requerido a hablar acerca del amor en foros de diverso tipo (cursos universitarios, conferencias, entrevistas), la naturaleza de las cuestiones que mis interlocutores (estudiantes, asistentes al acto, periodistas) me suelen plantear. Son preguntas con un denominador común o, si se prefiere decirlo de otra manera, con una sensibilidad compartida: en todas ellas parece subyacer una preocupación de fondo acerca de la vigencia actual y el hipotético futuro del amor.
"¿Existe el amor eterno?", "¿el amor ha permanecido igual desde siempre?", "¿tiene sentido hablar del hombre o la mujer de tu vida?" Se diría que regresan los interrogantes clásicos, esenciales, inamovibles, pero atravesados de una inequívoca inquietud que, a su vez, podría formularse con una nueva pregunta: "¿No habrá pasado ya definitivamente el tiempo de todo esto?". Pero obsérvese que quien formula con inquietud semejante pregunta lo hace porque, en mayor o menor grado, todavía se siente en el tiempo antiguo, en la forma anterior -que tiende a ver amenazada- de entender el amor.
En efecto, en ocasiones la gente experimenta, a pesar de los profundos cambios culturales que se han producido en nuestras sociedades y que la hacen sentir levemente anacrónica o pasada de moda, la inequívoca sensación de que una determinada persona -y sólo ella- es su pareja inevitable, necesaria, esto es, el hombre o la mujer de su vida. ¿Hemos de considerar que esa sensación, por intensa que sea, carece en realidad de sentido, y que la única explicación para su persistencia es la presencia residual de las viejas ideologías del pasado en el imaginario colectivo? Entiendo que no forzosamente. Quizá la introducción de un ejemplo de diferente naturaleza sirva para clarificar lo que pretendo decir. Una mirada retrospectiva mínimamente lúcida constata la distancia que nos separa de determinadas decisiones juveniles en las que, al parecer, permanecemos o, si se quiere decir de otra manera, resultaron exitosas. Más en concreto, cuando reconstruimos verazmente las razones por las que decidimos cursar determinados estudios, constatamos que nuestras lejanas expectativas iniciales (de ordinario, francamente mitificadoras) apenas guardan relación con lo que hoy pensamos acerca de esos estudios y de la actividad profesional que facilitan. Sin embargo, no por ello se nos ocurrió abandonar la profesión ni el saber que le corresponde.
Lejos de mi ánimo, pues, sumarme a la propuesta, por lo demás tan a la orden del día, de reemplazar la vieja y polvorienta noción de un amor predestinado, inexorable, fatal (manifestado nítidamente en la expresión "la media naranja") por el posmoderno concepto de un amor que caduca, volátil y efímero (reflejado en la reformulada expresión "el hombre o la mujer? de este momento de mi vida"). Hay una tercera opción, y es la de reemplazar la idea de los amores necesarios por la de los amores que se nos hacen necesarios, en la medida en que una determinada persona se nos puede convertir en imprescindible. Pero se convierte, en todo caso, a lo largo de un proceso que está en nuestras manos, cuya suerte, por tanto, depende en una enorme medida de nosotros.
No se trata, entonces, de sustituir el destino por el azar, sino por la tarea. La sustitución no resuelve como por arte de magia las dificultades planteadas (más bien al contrario), pero tal vez nos ayude a comprender mejor su auténtica naturaleza. En efecto, introducir la idea de tarea en medio de este razonamiento implica, en gran medida, deslizar la tesis de que nos corresponde una responsabilidad en la deriva que pueda tomar la experiencia amorosa. Responsabilidad que iría mucho más allá de reconocer que hemos tropezado con el verdadero amor, y de dar el paso inicial de embarcarnos con él en la travesía de un incierto futuro. Porque es a lo largo de esa travesía, mucho más que en los momentos inaugurales, cuando se van haciendo visibles las determinaciones más profundas del amor.
La experiencia amorosa pone a prueba, como pocas, la íntima fragilidad del ser humano, a la búsqueda desesperada en otra persona de algo de lo que él carece y que le resulta imprescindible para sobrevivir. De ahí que las lógicas banalizadoras o mercantilizadoras apenas nos ayuden gran cosa a entender lo que aquí se encuentra en juego. Desde la lógica meramente instrumental, propia de la sociedad de mercado y de consumo en la que vivimos, amar es un pésimo negocio. Sale mucho más a cuenta, si es que de eso se trata, intentar obtener por separado las diversas gratificaciones (sexuales, de comunicación, de compañía, incluso reproductivas?) que se supone proporciona en conjunto una pareja, y de hecho es creciente el número de individuos que opta por esta vía alternativa (satisfaciendo sus necesidades sexuales de manera esporádica, formando familias monoparentales, etcétera).
Sin embargo, me atrevo a afirmar que la mayor parte de ellos opta por esa vía más como un mal menor o como una salida de emergencia que como un ideal de nuevo cuño que pudiera tomar el relevo de la vieja expectativa de encontrar a alguien que satisficiera de una vez y plenamente todas nuestras necesidades y anhelos. Los cuales, habría que añadir, se han hecho, si cabe, más urgentes ante la creciente dureza del mundo exterior. ¿De verdad nos atrevemos a mantener que semejante expectativa es una gran mentira?
Quede claro que tampoco me integro en el grupo de los que, acríticamente, consideran revolucionario todo aquello (el amor, en este caso) que viene reprimido en un momento dado por algún poder. Quedándose aquí incluso se corre el peligro de deslizar la idea de que el amor es siempre y en cualquier circunstancia un bien, cuando es obvio que en el pasado fue utilizado de forma reiterada como instancia neutralizadora (por ejemplo, a través de un "amaos los unos a los otros", que venía a significar en muchos casos "conformaros con la situación existente, sin pelearos con vuestros hermanos por intentar cambiar las diferencias sociales y corregir las sangrantes injusticias a que éstas han dado lugar") de la indignación y de la rabia ante el mal social.
En realidad, la razón profunda por la que el amor no sólo constituye un refugio ante la inclemencia de nuestra sociedad, sino que, más allá, impugna el orden discursivo existente, la visión del mundo hegemónica -en definitiva: la racionalidad instrumental dominante-, es porque es la única instancia que tiene su razón de ser en el cumplimiento consecuente de la máxima kantiana según la cual hay que considerar al otro como un fin en sí mismo y no como un medio, en un mundo en el que todo ha quedado despojado de valor propio.
Y si, recalcitrante, alguien se empeñara en sostener que el amor es una mentira (o una locura transitoria, como gustaba de definirlo el psiquiatra español Carlos Castilla del Pino), entonces habría que decirle que, en todo caso, es una mentira necesaria, imprescindible para muchos, según vimos, para alcanzar una vida que valga (aunque sea un poco) la pena. Añadiendo, además, que es una mentira peculiar, una mentira que no tiene el contrapunto de una verdad inequívoca con la que medirse. Cuando el profesor maduro que protagoniza El animal moribundo , la gran novela de Philip Roth (llevada al cine por la directora Isabel Coixet con el título de Elegía ), decide dar por finalizada su relación con la mujer joven de la que se había enamorado perdidamente está convencido por completo de lo que hace, pero, en el momento en que se reconcilia con ella y echa la vista atrás, recuerda ese esforzado proceso de olvido como un autoengaño. Con lo que la pregunta que brota, inevitable, sólo puede ser ésta: ¿desde dónde se determina (y quién, por cierto) que el enamorado se está autoengañando?
© La Nacion
El autor, pensador español, publicó el premiado libro Los filósofos y el amor
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