Está sentada bien al borde de la butaca. Tiene un pie en el aire y el otro, en el estribo. Con la izquierda sostiene el cigarrillo, con el índice de la otra mano pulsa en un ademán violento la tecla que titila. Enfrente suyo está la máquina, un aparato que confunde con sonidos programados, de organito viejo. La máquina pronuncia palabras de aliento en inglés o en otro idioma que no importa: dio tres créditos, una oportunidad que triplica lo ganado, una vuelta más en la calesita del azar.
Cuando el día abraza en un sol caliente, Estela lleva seis horas en el Casino del Provincial, en Mar del Plata. Como ella hay muchas: las que se perdieron en la noche de ficción de la sala, las hipnotizadas por el giro del rodillo de las tragamonedas. Lo resuelve en números Raúl Palestini, jefe de Juego del Instituto Provincial de Lotería y Casinos de la Provincia: “ El 70% del público es femenino. Y a las 11 de la mañana, cuando ya funcionan las máquinas, 9 de cada diez personas que entran son mujeres . Este escenario no es sólo marplatense, también se extiende a los otros diez casinos de la Costa Atlántica que dependen de la Provincia de Buenos Aires”.
El Casino Central recibe 12.000 turistas por día, un 20% más que el verano pasado, y concentra casi la mitad de los slots: 700 de las 1.630 máquinas del corredor balneario. En el Central, las tragamonedas ocupan dos pisos. El primero, compartido con los 16 paños, en general rodeados de hombres. Y el subsuelo, una cueva alfombrada, sin luz natural. Ahí no hacen falta las estadísticas: las tragamonedas están bajo el mando de las mujeres, que hacen cola si su “favorita” está ocupada . Esperan que se libere, impacientes y con el ticket en la mano. Ese billete electrónico representa lo que destinaron al juego ese día o los anteriores. Es que para empezar a jugar hay que depositar en la máquina un mínimo de $2 o un máximo de $100. Si la jugadora desea dejar el aparato, pulsa un botón que le devuelve un ticket con código de barras que sirve para jugar en otra máquina o canjearlo por dinero en la caja.
Así lo hace Silvia J. que ayer tuvo una buena racha: “Hoy me llevo $350, pero no me atrevo a decirte todo lo que perdí en la semana”, confía. Vino de Banfield a pasar la segunda quincena con su familia. Para “escaparse” al Casino, miente. “ Les digo que voy a cargar agua para el termo o que necesito ir al baño. Pero en realidad estoy acá ”. Mueve las manos cuando habla. A Silvia, parada al lado de una máquina digital, se le dibuja en la remera blanca la malla mojada.
“Si hubiera que hacer un patrón, la descripción sería mujeres mayores de 40 años, que no pueden administrar su tiempo libre, que enviudaron o están separadas. No tienen control de los impulsos, para ellas ir a las tragamonedas es una salida social ”, apunta el psicólogo Guillermo Burton, uno de los que lleva adelante el Programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo en Mar del Plata.
Según su registro, unas 250 personas pidieron en esta ciudad la autoexclusión, es decir que el jugador permite que personal de seguridad del casino no lo deje entrar. “Alrededor de un 53% son mujeres”, agrega Burton.
Es fácil acceder al casino, excepto para los que tienen menos de 18 años o los que intentan ingresar en ojotas. El ambiente de las salas es además, cómodo: aire acondicionado, servicio de bar, auxiliares de máquinas que, con amplias sonrisas, explican cómo funcionan los aparatos. Y es, sobre todo, uno de los pocos lugares donde está permitido fumar. Eso es lo que relaja a Graciela B., 59 años, aunque no se dé cuenta de que ese cigarrillo que prendió, se consumió sin pitadas y cayó, armado y fino, sobre el pantalón de esta cronista. Bastó una disculpa breve para que la pantalla devolviera un desorden de figuras y números otra vez.
“Están las que las golpean cuándo pierden todo. Y las que se hacen pis encima porque no pueden abandonar la máquina ”, cuenta un auxiliar que, obvio, pidió reserva de su identidad. En Mar del Plata está prohibido el empeño. Lo que se hace es un “pacto de reventa”. Lo explica el encargado de un local ubicado estratégicamente frente al Central: “Si es un joya, la pesamos. El gramo de oro está entre $70 y $80. Le pago y la retengo por 15 días. Cuando vuelven, abonan un 10% más. Y si no vienen, la pierden”, explica y sigue: “Están las que llegan con la bolsa de los mandados y la alianza en el anular. Se la sacan y la venden para jugarla”. Y también están Estela, Silvia y Graciela, sin el imperativo del reloj, envueltas por el humo y el vértigo de la vuelta del rodillo.
clarin.com
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