Imagínate que debes erigir el edificio de los destinos humanos con el objetivo final de hacer felices a los hombres, de darles, por fin, paz y tranquilidad. El precio a pagar por ese paraíso en la tierra es, sin embargo, torturar a una niña. Si fueras confrontado a esa decisión, ¿aceptarías ser el arquitecto en esas condiciones?"
En este pasaje, tal vez uno de los más estremecedores de “Los hermanos Karamazov”, Fedor Dostoievski pone en boca de Iván este desafío planteado a su hermano Aliosha. Y es un desafío, también, para cada uno de sus lectores. Visceralmente, probablemente cualquiera respondería con indignación que toda la felicidad del mundo no vale el sufrimiento de una inocente. Y que algunas acciones son siempre incorrectas, independientemente de sus consecuencias. Aunque se trata apenas de un relato ficcional, puede servir de experimento imaginario que nos muestra el peso de nuestras elecciones sobre lo correcto y lo incorrecto, sobre lo bueno y lo malo.
Pero no es necesario confrontarse con dilemas donde se juega la felicidad universal. En cosas más pedestres, desde la manera en que deberíamos tratar a un amigo que nos defraudó hasta otras tales como cuándo podemos incumplir una promesa, la ética es la reflexión sobre cómo conducir nuestra vida. Si se suele recurrir a la palabra ‘ética’ es, precisamente, porque expresa nuestra capacidad de deliberar y decidir, finalmente, de acuerdo con nuestros valores más personales. Por añadidura, es un compromiso asumido frente a nosotros mismos, e implica ocuparnos de cómo deberíamos vivir y de qué deberíamos hacer.
El peso del deber. Durante la mayor parte de la historia occidental, el deber –ya obedeciéndolo, aunque las más de las veces transgrediéndolo– signó las decisiones morales. Los Diez Mandamientos sirvieron de patrón a las enseñanzas en las religiones abrahámicas (el Judaísmo, el Islamismo y el Cristianismo). Y la Iglesia Católica construyó un elaborado sistema de moralidad fundado en reglas que no admiten excepciones. Su traducción laica en Occidente es una teoría ética conocida como “Deontologismo”, término derivado del vocablo griego “deón” que significa “deber”, el mismo que, en el marco de esta propuesta, fija el criterio de decisión moral.
El modelo de teoría ética deontológica es la elaborada por el filósofo alemán Inmanuel Kant (1724-1804). Educado en un austero ambiente protestante alemán, especialmente propicio para que se interrogara sobre el sentido del deber, Kant condensó en su “Fundamentación de la metafísica de las costumbres” y en su “Crítica de la razón Práctica” la teoría ética más importante –junto con el Utilitarismo– de Occidente.
El hombre, piensa este filósofo, es ciudadano de dos mundos: por un lado, al igual que cualquier otro objeto de la naturaleza, se encuentra sometido a un encadenamiento causal: en ese mundo natural, absolutamente todo –incluso el hombre– es determinado por esa cadena de causas y efectos. Por otro lado, el mismo hombre es ciudadano de un mundo moral, donde es libre. ¿Cómo sabemos de la existencia de dicho mundo? Por cierto, la moral no se encuentra “en el afuera” –como sí se encuentran los objetos sensibles, tanto una mesa como un árbol– sino que la experimentamos cuando sentimos que hay cosas que se deben hacer. Tenemos acceso a la moralidad porque esta se nos revela en la conciencia moral que, al mandar absolutamente, es la conciencia del deber. Pero entiéndase: no es que primero descubrimos lo correcto y luego decidimos que debemos realizarlo, sino que percibimos, en respuesta a cierto sentido personal, aquello que debemos hacer. El valor moral de una acción, entonces, depende de la intención que la impulsa. Por eso, declara Kant, “ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad”. Y en las mismas páginas de la “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, declara que “esta buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma”. Que la acción se realice o no, es moralmente irrelevante: si me arrojo al mar para salvar a un desconocido a punto de ahogarse, y no lo salvo, mi fracaso no vuelve a mi acto disvalioso.
No obstante, si esta buena voluntad existiera en estado puro, obedecería a la ley moral dictada por la razón. Pero lo cierto es que nosotros no siempre tomamos nuestras decisiones con vistas a fines puramente racionales. Lejos de ello, nuestras decisiones suelen responder tanto a los sentimientos –pues somos movidos por el deseo, el amor o el odio– como por nuestros intereses –que nos llevan a buscar efectos o resultados que nos convengan–. Y a unos y a otros Kant denomina genéricamente “inclinaciones”. El deber como tal, precisamente, sólo se presenta cuando surge un conflicto en nosotros –por un lado, en cuanto somos ciudadanos del reino de la naturaleza, en donde imperan las inclinaciones que, al ser obstáculos subjetivos, gobiernan los sentimientos e impiden actuar por deber– y, por otro, en cuanto somos también ciudadanos del reino de la moral –respetuosos de la ley dictada por la razón y que ordena incondicionalmente lo que se debe hacer–.
Se comprende, entonces, que actuar por deber es, piensa Kant, actuar por respeto a la ley moral, excluyendo consideraciones de otro orden: se deben hacer a un lado tanto los resultados de la acción como las inclinaciones que nos mueven a realizarla. Si hacemos algo con vistas al beneficio que el acto nos va a aportar, no es una elección moral. Si lo hacemos porque lo deseamos, tampoco. En otras palabras, que una acción sea impulsada por un sentimiento no la hace moral, mucho menos si lo es por autointerés. Y actuar por obediencia a una autoridad externa –en el caso de que el acto entre en conflicto con nuestras convicciones personales–, tampoco es moral. Si una acción puede ser calificada de moralmente buena, lo es en tanto y en cuanto es realizada por deber.
Pues bien, cuando decimos que el valor moral de un acto se mide por la intención que mueve al acto, ¿no decimos, acaso, que depende de un principio o fundamento subjetivo? En cierto modo, es así. Pero ese principio o fundamento subjetivo se expresa en una máxima, principio personal por el que obro. Como es subjetiva, dicha máxima puede ser buena, pero también puede no serlo. Por ejemplo, puedo enunciar la máxima “debo preservar mi vida”, pero también puedo enunciar “no debo respetar la vida de los otros”. Cuando digo que esta máxima es subjetiva quiero significar que tiene origen en mí y su validez posee un alcance limitado, vale para mí. La máxima de mi acción es el principio que subyace tras mi intención de actuar de una determinada manera. Y como principio personal, ella implica que, en cada acto propiamente moral, yo debo poder hacerme responsable de mi propio conjunto de valores.
Los sentidos del deber. Kant observó que la palabra “deber” se emplea a menudo en un sentido no moral. Por ejemplo, se suele aconsejar: “Si quieres jugar mejor al tenis, debes observar cómo juegan los grandes tenistas por TV”. O bien, “si quieres vivir saludablemente, no deberías fumar”. Sentimos cierto deseo (jugar mejor al tenis, vivir saludablemente), reconocemos ciertos cursos de acción que nos van a ayudar a obtener lo que deseamos (observar a los grandes jugadores, no fumar). Y de allí concluimos que deberíamos seguir el consejo. La máxima (o regla) “observar a los grandes jugadores” o “no fumar” son llamadas por Kant imperativos hipotéticos, pues nos dicen qué debemos hacer si queremos lograr algo que deseamos. Cuando digo “Si deseo lograr x, debo hacer r” enuncio un imperativo hipotético. Al depender de una condición a cumplir, el valor de ese imperativo se encuentra condicionado a su cumplimiento y es relativo al sujeto que lo enuncia. La fuerza obligatoria, vinculante, del deber depende aquí enteramente de nuestro deseo, y para escapar de esta fuerza basta con que renunciemos a nuestro deseo. Basta con que diga: “No quiero mejorar mi tenis”, como para que ya quede exento del “deber” de mirar televisión por TV (haciendo a un lado, por supuesto, que hay otras formas de mejorar el tenis –las cuales a su vez serían expresables en otros imperativos hipotéticos–).
En contraste con los imperativos hipotéticos, las obligaciones morales no dependen de nuestros deseos particulares. Lejos de ello, una acción genuinamente moral es aquella que se hace por sí misma, y no por los resultados que ella puede producir. Una máxima (o regla) moral como “no mientas” prohíbe la mentira incondicionalmente, independientemente de los deseos personales, y por eso es categórica. Y esto es posible porque los deberes categóricos derivan de un principio racional que es, precisamente, el imperativo categórico, principio objetivo aplicable a todas las situaciones y por cualquier sujeto racional. Kant sostiene entonces que así como los “deberes” hipotéticos son posibles porque tenemos deseos, los “deberes” categóricos obligan a los agentes racionales simplemente por eso, porque son racionales. Adviértase que se trata de un “imperativo” porque ordena, y es “categórico” porque no se encuentra condicionado a ningún fin, de modo que la acción se realiza por sí misma y es un bien en sí misma. En otras palabras, el imperativo manda absolutamente.
¿Cómo sabemos, entonces, si un curso de acción es moral en este sentido? Según Kant, si el concepto de moralidad exige que la máxima que rige mi acción se pueda aplicar a todas las situaciones (esto es, que sea universalizable) y que sea válida no sólo para mí, sino para todo sujeto que razone. En consecuencia, se debe buscar el modo en que mi máxima subjetiva se convierta en un principio objetivo, esto es, un principio de acuerdo con el cual cualquier agente, si su razón controlara perfectamente sus acciones, obraría necesariamente. Kant piensa que cada uno de nosotros debería preguntarse a sí mismo si la regla que seguimos en la consecución de una acción, por ejemplo, “no mientas”, es tal que podríamos desear que ella fuera una regla general que todo el mundo siguiera.
La vida moral. Kant nos presenta el imperativo categórico a través de diversos enunciados con los que cree cubrir los aspectos esenciales de la vida moral. Según la Fórmula de la ley universal, el imperativo ordena: “Obra sólo según una máxima tal, que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. En otras palabras, no deberíamos hacer excepciones con nosotros mismos, o con quienes nos rodean, sino que deberíamos tratar a todos con imparcialidad. Supongamos que debo devolver un libro a la biblioteca recibido en préstamo. Pero dado que lo necesito un par de días todavía, decido llevarlo la semana siguiente. “De cualquier manera”, pienso yo, “si devuelvo el libro un par de días más tarde, no pasa nada”. En efecto, todos alguna vez hemos razonado de este modo. Sin embargo, en ese escenario, Kant me objetaría, “¿acaso usted querría que su máxima, que es subjetiva, pueda valer como ley universal? Hagamos la prueba: “Si todos aquellos que deben devolver un libro a la biblioteca no lo hacen en tiempo, ¿qué sucedería?” Fácil es darse cuenta de que el servicio de préstamos de la biblioteca se resentiría y hasta volvería imposible su continuidad. Por lo tanto, mi máxima subjetiva –resultante de mi elección personal– debe poder ser universalizable, en otras palabras, yo debo poder querer que ella valga como ley necesaria, y en este caso no puedo quererlo. Porque por lo dicho, en cuanto pretendo universalizarla, la máxima se vuelve autocontradictoria, se destruye a sí misma.
Kant presentó otro aspecto de la vida moral en la fórmula del fin en sí mismo o de la humanidad, propuesta por el filósofo como otra de las fórmulas del imperativo categórico. Sin embargo, es diferente, porque enuncia una recomendación específica de cómo deberíamos tratar a los demás. Ordena que tratemos “tanto nuestra persona como la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”. Por cierto, en la generalidad de los casos no nos guiamos por reglas morales. En nuestra vida cotidiana, en nuestro contacto con los objetos, los fines perseguidos son medios para obtener otros fines y, en ese carácter, son subjetivos, adoptados arbitrariamente por un individuo particular. Por ejemplo, el valor de los objetos que producimos (una estilográfica, un estetoscopio) es el de ser siempre un medio para un fin: una sirve para escribir, el otro sirve para detectar alteraciones orgánicas. Asimismo, los seres cuya existencia no depende de que los produzcamos o no, puesto que se encuentran en la naturaleza (una piedra, un río) son cosas que para la mayoría de la gente, al ser meros medios, poseen un valor relativo. Y hasta las inclinaciones de nuestra voluntad están tan lejos de poseer un valor absoluto que las haga deseables por sí mismas. Es más: todo ser racional (así al menos pensaba Kant) debería querer verse liberado de ellas. No obstante, además de estos fines relativos a ciertos agentes racionales particulares, hay otros que son objetivos, esto es, que no dependen de una subjetividad sino que poseen un valor incondicionado, absoluto. Ellos existen independientemente de nuestra voluntad, y su mera existencia debe imponer en nosotros el deber de perseguirlos como fines. Estos fines son los agentes racionales o personas, únicos que entran en la categoría de fines en sí mismos y que, en ese carácter, jamás pueden ser meros medios de uso que una voluntad dirija arbitrariamente.
Adviértase que esta fórmula del fin en sí mismo o de la humanidad enuncia dos condiciones que deberíamos cumplir: la primera de ellas es que nunca debemos tratar a las personas solamente como un medio. La palabra “solamente” es crucial, porque en la vida cotidiana muchas veces usamos a los otros como medios para nuestros propios fines. Por ejemplo, usamos al ascensorista como medio para alcanzar los pisos superiores, o usamos al médico como medio para curarnos. Usar a otro “solamente” como un medio es intentar que ese otro haga cosas que sirvan a nuestros propósitos pero que, si este otro conociera nuestra intención de manipularlo, tal vez preferiría no hacerlas. Al fin y al cabo, nosotros no manipulamos al ascensorista o al médico, puesto que ellos hacen su trabajo voluntariamente. Pero es posible manipular a otros, por ejemplo, engañándolos, y esta es una de las cosas que el principio ordena que no debemos hacer. La segunda condición dice que siempre debemos tratarlos “como un fin”. Esta otra parte del principio es más oscura. ¿Qué quiere decir que deberíamos tratar a otro “como un fin”? Los kantianos contemporáneos interpretan esta expresión en el sentido de que ella nos advierte que no deberíamos limitarnos a respetar a los otros como personas racionales con propósitos y objetivos propios, sino que además deberíamos ayudarlos a alcanzar algunos de estos objetivos. Por añadidura, nos exhorta a tratar a los demás como sujetos, con sus propios deseos, necesidades y objetivos, en lugar de hacerlo en calidad de objetos a ser explotados en nuestro beneficio.
Según otro de sus enunciados, la Fórmula de la autonomía, el imperativo categórico ordena: “Obra de tal modo que tu voluntad pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo, por medio de sus máximas, como una voluntad universalmente legisladora”. A diferencia de la fórmula de la ley universal, aquí se explicita que el imperativo categórico ordena no sólo seguir meramente una ley que valga sin excepción, sino seguir una ley –formulada por nosotros mismos en cuanto agentes racionales– a la que particularizamos a través de nuestras máximas. Esta exigencia de concordancia conduce a que se rechace toda máxima que no concuerde con la ley universal. De este modo, si bien se halla sometida a la ley moral, la voluntad es autora de esta última, se dicta la ley a sí misma, es autolegisladora.
Los límites del deber. Se ha señalado que la expresión “que uno pueda querer al mismo tiempo que se torne ley universal” puede inducir a una confusión. Pues podemos llegar a pensar que la teoría de Kant depende de las preferencias individuales, si interpretamos ese “que uno pueda querer” como significando “estaría deseoso de” o algo por el estilo. Esta interpretación nos autorizaría a pensar, por ejemplo, que un masoquista que desea ser tratado cruelmente, estaría moralmente justificado si se comportara con crueldad con los otros. Pero Kant seguramente quiso decir que respecto de todo deseo subjetivo que es válido para mí, debo poder querer que valga para todos “racionalmente y sin contradicción”, según declara el filósofo. En ese caso, Kant habría pensado que cualquiera que no tiene problema alguno en tratar cruelmente a otro no puede ser calificado de racional. Y por lo tanto, el masoquista no puede universalizar su máxima kantianamente.
Otros críticos del deontologismo alegan que el problema de tratar de deducir la moralidad exclusivamente de la razón termina por hacer de la moralidad, un formalismo vacío: en su exaltación del deber –a través de fórmulas tales como que debemos querer que nuestra máxima subjetiva pueda valer para todos, o que nunca debemos tratar a los otros como medios solamente sino como fines–, el deontologismo no nos dice exactamente qué debemos hacer en cada caso en particular. Por ser un formalismo vacío, objetan sus críticos, esta ética fundada en deberes no nos puede indicar, concretamente, qué hacer. Para que sea práctica, aplicable, debe tener cierto contenido adicional, y los propios intentos de Kant de reducir las reglas de conducta de su imperativo categórico, concluyen, no son muy convincentes. Finalmente, también se ha cuestionado su rigorismo, esto es, el carácter absoluto de los deberes derivados del imperativo categórico y con el mismo la necesidad de que ciertos actos sean siempre correctos o siempre incorrectos y que no admitan excepción alguna. Frente a esta incondicionalidad, se señaló hasta el hartazgo que una concepción tan rigurosa de las obligaciones morales puede conducir a resultados moralmente repugnantes, desconociendo los matices que atraviesan la existencia humana y los dilemas a los que nos solemos confrontar.
En búsqueda de un nuevo modelo que atendiera a los conflictos humanos, donde no todo es blanco o negro, se han elaborado otras propuestas que contemplan la posibilidad de obligaciones que han de ser cumplidas siempre y cuando no colisionen con otra obligación, en cuyo caso se ha de decidir contextualmente cuál de ellas desplaza a cuál. No obstante, pese a todos los embates recibidos, y en buena medida gracias a las lecturas e interpretaciones que intentaron dar nuevas respuestas a esas críticas desde la ética kantiana, el modelo deontológico continúa vigente. Tal vez porque, aun transgrediéndolo, permanece intacto el sentimiento del deber que acompaña a la certeza de que hay determinados actos ante los cuales jamás deberíamos ceder.
Por Diana Cohen Agrest-DRA en Filosofía.
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