Dice Ángel que cuando el invierno es cruel, su padre se acomoda al lado del brasero, levanta un poco la voz para compensar el oído malo y arranca.
Que en la Guerra Civil una bomba le voló el brazo a su capitán, que lo dejó ciego, que él corrió a auxiliarlo. Que durante esos años subía cartas a un tren sin saber si ella las recibiría. Que vio morir a tres de sus hijos . José, ese padre, las sigue contando hoy, a días de haber cumplido 103 años. Del otro lado del brasero, Antonia, su esposa desde hace 78 años, conoce cada palabra que sigue y avala con una sonrisa muda los condimentos que agrega. Alrededor, ninguno de sus hijos intentaría verificarlas. Como en El Gran Pez, el film de Tim Burton en el que un padre relata fábulas maravillosas, José y Antonia viven a través de sus historias.
José Pascua y Antonia Patino nacieron en 1908 en Hinojosa de Duero, un pueblo español en la frontera con Portugal, a orillas del río Duero. En 1933, cuando a este pueblo de Salamanca todavía no había llegado la luz, se casaron. Al año siguiente nació su primer hijo. Antonia –que en agosto también cumplió 103 años–, se quedó en el pueblo labrando la tierra. José, apenas vio crecer a ese bebé.
“Aquí, todos los jóvenes que estaban sanos y no eran retrasados mentales fueron reclutados como soldados forzosos. Luego pasó otros tres años movilizado por la Guerra Civil. Uff, ahora, cada vez que tiene oportunidad, cuenta mil batallitas. Pero hombre, en todos esos años algún permisillo le habrán dado, porque el segundo de mis hermanos nació dos años antes de que terminara la guerra”, se ríe Ángel Pascua, uno de los dos hijos que siguen vivos y que ayer dialogó con Clarín .
La guerra terminó, José comenzó a trabajar de operario en el ferrocarril y juntos siguieron con el trabajo de campo, “con unas pocas ovejas, una vaca y sembrando las tierras de otros”, dice Ángel, que hace dos días cumplió los 70.
Tuvieron cinco hijos, 16 nietos y 8 bisnietos. Pero la historia de cualquier longevo tiene el mismo capítulo triste: saber que van a ver morir al resto. La quinta fue una nena pero nació muerta. Y los dos varones del principio de esta historia ya no están: “A uno le dio un derrame cerebral, estuvo 13 días en coma y adiós. Y al mayor, pues, algo parecido. Eso fue hace como 15 años”. Y con lo que sigue se entenderá por qué a veces el humor es lo que nos salva: “Mi madre todavía llora cuando ellos aparecen en la conversación. Ella perdió ahí la mitad de la vida. Yo siempre le digo ‘menos mal que perdió la mitad sino a lo mejor había que matarla a tiros, porque no se iba a morir nunca”, dice, y se disculpa “por la burrada” entre risas.
José es el bueno del pueblo, el viejo querido hasta por los chicos. Ella, la señora religiosa, criada a los cachetazos y de respuestas cortantes. “Mi padre sigue con sus costumbres. Dice ‘adiós, me voy a tomar un café al bar. Va, se toma un chupito de aguardiente y luego un par de copitas de vino y viene pa’cá y le cuenta a mi madre: estuve de copas con fulano y mengano”. Y no es que sean un matrimonio de esos que ya no registran los movimientos del otro: “No, ella le contesta: ‘Vamos, si tú lo que has estado haciendo es malgastando el tiempo para no venir aquí conmigo”, se divierte Ángel.
José y Antonia contaron para las cámaras que su hijo les llevó a su casa el primer televisor del pueblo, que no lo querían, pero que a los pocos días no se podían despegar de la pantalla. Que los vecinos se instalaban, fascinados, en su casa. Ahora que no salen “para no acatarrarse” con el invierno, todas las tardes se miden en la brisca, un juego de naipes. “¿Y quién gana?”, les preguntaron en la televisión española. “Es igual, si no jugamos por nada”, les cortó el rostro ella.
Aunque no tienen problemas de salud, Ángel se los llevó a vivir con ellos. Desde allí siguen saliendo a recoger las aceitunas de sus tierras y se ocupan de quitarle la cáscara verde a las almendras. Ellos, mientras, entendieron que era hora de empezar a darse la buena vida. A la mañana, toman el desayuno en la cama y él dice: “Ahora es cuando dormimos a gustito”. Y se vuelven a tumbar. Todavía tienen ganas de torearse: si él la molesta ella le grita: “Bueno tú, déjame en paz, siempre con lo mismo”.
Siempre para ellos, claro, no es lo mismo que para cualquiera. “A veces me conmueve la consideración que se tienen, siempre viendo dónde se ha metido el otro. A veces pienso que si el amor existe, eso debe ser”, se emociona Ángel.
Y un día cualquiera, confiesa, él y sus hermanos conocieron al capitán ciego y mutilado. Y entendieron que las historias de El Gran Pez no eran sólo realismo mágico.
Para la ciencia, el amor ayuda a vivir más
Según una investigación presentada en 2010 por la Federación Cardiológica Mundial, “el afecto y la ternura ayuda a mantener un buen estado de salud mental, además de tener un impacto positivo en el sistema inmunitario y en el corazón”.
A cargo del estudio, el presidente de la Federación Cardiológica Mundial, Mario de Camargo Maranhao, indicó que “el amor en todas sus dimensiones, incluido el amor filial y fraternal, mejora la calidad de vida y la alarga”.
De acuerdo al informe, el estar rodeado de un clima de felicidad y mantener relaciones afectivos estables colabora en reducir los riesgos de desarrollar enfermedades cardiacas y contribuye a alargar la vida.
Los estudios indican que entre las personas que realizaban tratamiento cardiovasculares, las personas que evidenciaban carencia de afecto tenían entre 2 a 4 veces más dificultades para sobrellevar el tratamiento y reponerse que las que sí los tenían.
clarin.com
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