Un notero de un programa de entretenimientos entrevista a Leito, líder del grupo Wachiturros
– ¿Qué hobbies tenés?
– ¿...?
– ¿Cuáles son tus hobbies preferidos?
– Ehhh, no sé qué quiere decir.
– ¿Qué hacés en tu tiempo libre?
– Ahhhh, tiro facha con la moto...
Siempre se dijo que el idioma español es un organismo vivo: en su uso diario anida su fortaleza y su crecimiento. De acuerdo a un cálculo de la Academia española de la lengua actualizado al 2010, mientras “un ciudadano medio utiliza entre 500 y 1000 palabras” del español para comunicarse cotidianamente, los jóvenes usan un 25%, “algo más de 240”. El castellano cuenta con casi 100 mil vocablos, o sea que, de ese gran abanico de posibilidades, utilizan un 0,03%. Ahora bien, ¿qué determina esto? ¿Los jóvenes empobrecen su lenguaje y, con ello, su pensamiento? Más aún: ¿está asociado esto directamente con la capacidad de reflexionar? ¿O simplemente ese recorte significa una simplificación y no una derrota cultural?
Las opiniones están repartidas. No hay duda de que manejar un número mayor de vocablos favorece una mejor expresión. Ya lo dijo Roberto Fontanarrosa en su histórico discurso durante el Congreso de la Lengua en 2004 en Rosario. Luego de defender el uso de “malas” palabras como “pelotudo” y “carajo”, el fallecido dibujante dijo que “cuantos más matices tenga uno, más puede defenderse, para expresarse, para transmitir. Por eso hay palabras de las denominadas malas palabras, que son irreemplazables, por sonoridad y fuerza”.
Acaso en las antípodas de ese pensamiento, hace casi dos meses, en un reportaje en La Nación, Pedro Barcia, presidente de la Academia Argentina de Letras, fue categórico y alarmista: “Cuando no hay capacidad de expresión se achica el pensamiento. Lo vemos todos los días con jóvenes que no leen, que no saben escribir correctamente y terminan con un lenguaje empobrecido. Y ese empobrecimiento intelectual y verbal –arriesgó Barcia– le hace muy mal al sistema democrático”.
Pese a esa admonición, hay especialistas que son mucho más cautos. O incluso optimistas. La Dra. María Laura Pardo, del departamento de Lingüística del CIAFIC-CONICET, asegura que “los jóvenes son creativos en cualquier estratificación social. Que las palabras nuevas que crean no estén en el diccionario no quiere decir que no sean vocablos y que no deban ser contados a la hora de estos estudios. Lo que hoy parece una irreverencia idiomática, mañana estará en la RAE y en otros diccionarios como nuevo léxico”.
En la misma línea, Mara Glozman, docente de Semiología de la UBA, cree que plantear una “pobreza léxica” en ciertos grupos o colectivos supone que existen otros “colectivos o sectores que tienen una mayor amplitud léxica y eso suele asociarse a un mejor conocimiento de la lengua. Digo que ‘suelen asociarse a un mejor conocimiento lingüístico’ porque se trata de ideas que tienen más relación con las representaciones sobre la lengua que con las realidades lingüísticas de los hablantes”.
Alejada por completo de una visión elitista del uso del lenguaje, Pardo reconoce la existencia de estudios que aseguran que “algunos hablantes solo utilizarían entre 280 a 1000 palabras en su vida diaria”, pero agrega que en ese tipo de trabajos “no se pondera el valor de la creación léxica”. Además, por lo general, “no se tiene en cuenta que la lengua es un ente vivo, siempre cambiante, imposible de cuantificar y siempre rico, aun por fuera de lo supuestamente ‘correcto’”.
Según el escritor y ensayista Juan Becerra, “lo que olvidan los defensores de la cantidad es que el poder del lenguaje no radica en las palabras, sean estas pocas o muchas, sino en la inteligencia que las asocia”.
El idioma enriquece el pensamiento
La palabra es un medio de expresión de necesidades y sentimientos, es una forma de comunicación, y también es la herramienta que nos permite pensar y adquirir conocimientos.
La adquisición del lenguaje es un proceso complejo que tiene aspectos biológicos, como la maduración neurológica y el desarrollo del aparato de fonación, psicológicos y sociales.
El ser humano para construirse como persona y para adquirir el lenguaje necesita del amor y la presencia de una madre o persona que la sustituye, que lo escuche, le importe y celebre lo que dice, desde los primeros balbuceos. También necesita que le hable, aún antes de que sea capaz de hablar por sí mismo.
En términos de pensamiento la escasa posesión de palabras es también muy limitante No se puede pensar ni aprender si no se tienen los conceptos necesarios, para construir el conocimiento, y los conceptos son precisamente palabras a las que se arriba combinando otros conocimientos más simples.
La riqueza del idioma que se maneja hace también a la riqueza del pensamiento. Tengamos en cuenta que los sinónimos no existen, en el sentido de que una palabra quiera significar exactamente lo mismo que otra, será aproximadamente igual. Las formas de empobrecimiento del lenguaje pueda estar en la jerga de los jóvenes, que utilizan palabras-valija, esto es que sirven para expresar, por cierto sin precisión, un gran número de cosas.
Estas palabras pertenecen a determinado grupo de jóvenes, que se identifican como pertenecientes a ese grupo y dejan afuera a los adultos, que las desconocen.
Actualmente se le suma la presión que proviene del lenguaje informático, donde pareciera que la retórica (el arte del bien decir) fuera un estorbo frente a la economía que imponen el twitter o el SMS. Algo así como si se dijera “derecho al grano” y cualquier detalle o intento de precisión se desechara y el placer de compartir la belleza del idioma quedara descartado.
No a la apología de la cantidad
¿Quién dijo que cuanto más, mejor?
La idea de que si disponemos de muchas palabras obtendremos más y mejores pensamientos es ridícula y encubre una apología de la cantidad que, como sabemos, es la diosa que gobierna todos los mercados.
Conocer el nombre de las cosas y tener alguna destreza para describir los hechos del mundo tiene su gracia, pero con una mano en el corazón: ¿quién no conoce al menos a algún pelotudo ilustrado? Es un tipo de sujeto que aspira menos a producir sentido –la única obligación moral del lenguaje– que a ganar el Campeonato Mundial de Seudónimos, para el que se entrena noche y día.
Hablar mucho, deslizarnos hacia el barroquismo con el fin de usar “todas” las palabras y exponer una “superioridad” en el uso de la lengua basada en una supuesta administración del lujo no nos llevará al pensamiento profundo sino al circunloquio y a la venta mayorista de humo.
Me cuentan que hay alarma porque las nuevas generaciones usan menos palabras que antes. ¿Y? El uso de la lengua ¿es una carrera en la que hay que hacer un número?
Si las nuevas generaciones, plagadas de ases del linkeo (es decir de la asociación lógica de esto con aquello y, por lo tanto, del pensamiento en red), hablan con menos palabras, es porque no las necesitan.
La lengua es lo que es. Se hace sola. No desea la molestia de una auditoria nerviosa para evaluar su rendimiento actual respecto de su rendiminto anterior.
No hay nada más conservador que postular un mejoramiento del idioma si se lo hace en nombre de un dudoso pasado de esplendor. La prueba del tic restaurador está en que el objeto de la crítica, la mayoría de las veces, son los jóvenes. Recordemos qué tipo de pensamiento es aquél al que la juventud lo preocupa y veremos que detrás de los bienintencionados que les dicen a los jóvenes: “no sean tan burros”, les están diciendo, en realidad: “no sean tan jóvenes”.
Juan Cruz Ruiz: “Se dice menos”
Cultor del buen uso del lenguaje, el escritor español Juan Cruz Ruiz se pregunta: “¿Se habla peor? Se habla menos, se dice menos. Los mensajes telefónicos, la costumbre veloz del mail, la irrupción del lenguaje basura en la conversación cotidiana, el traslado de lo verbal a lo escrito, han herido hasta la sangre el lenguaje literario o narrativo, el lenguaje que leemos. A la escritura sin pudor se la llamó, en Estados Unidos, en términos literarios, “realismo sucio”. Ahora no hacemos literatura, pero hacemos realismo sucio. Escribimos como nos da la gana porque hemos creído, creemos, que es así como se nos entiende mejor.” “Desde los tiempos –agrega Ruiz– de Cervantes, Azorín o Borges, por ir atrás y muy adelante en el tiempo, el lenguaje escrito y el lenguaje hablado eran cosas diferentes; Flaubert escribía, también, sabiendo que le leerían como a un escritor, no sólo como a un tipo que trae una noticia y se va veloz hacia el otro portal. Lo que está sucediendo es que se dice de pronto lo que se tiene que decir, y a veces se dice con una onomatopeya, y basta. El twitter, que enseñorea el trending topic de la comunicación, es en definitiva una onomatopeya cuyo sonido de 140 caracteres nos pone muy contentos”.
“Ese apócope de la comunicación –concluye–está introduciendo entre nosotros la dolorosa facilidad de comunicar menos creyendo que estamos comunicando muchísimo. Porque la palabra, como la vida en aquel corrido de José Alfredo Jiménez, no vale nada. Habría que resucitarla”.
clarin.com
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