La mayoría de las personas hemos tenido la oportunidad de observar que en todas las ciudades del mundo hay infinidad de lugares donde se ofertan a los transeúntes espacios para sentarse a beber o comer algo. Para los porteños la distribución es amplísima, desde las terrazas de Puerto Madero o de la Recoleta hasta las de las principales avenidas y todos los barrios de la ciudad. En todos estos lugares se coincide en ofrecer mesas arregladas, la protección de sombrillas y hasta flores a veces. Las personas que atienden suelen estar arregladas de alguna manera agradable y atienden a los clientes con amabilidad. En algunos lugares ofrecen una copa de cortesía. Esto se repite en Roma, París, Londres, Madrid o Nueva York. Lo mismo encontramos en un viaje por el interior de la Argentina, cuando nos detenemos en una hostería o bar sobre el camino. La experiencia del que trabaja atendiendo personas confirma una característica de nuestra especie. Nos gusta ser bien tratados. La sabia naturaleza programó el binomio madre-cría de los mamíferos de forma que la aceptación mutua garantice el cuidado, la lactancia y la protección del frágil recién nacido. Estas conductas, inicialmente instintivas y heredadas en los animales, se resignifican y se transmiten como aprendizaje en los hombres civilizados. Los primeros cuidados del bebé humano son esenciales para su supervivencia, dada la fragilidad de su sistema nervioso al nacer. Recordemos que la posición erguida del Homo sapiens angostó la cavidad pélvica de la hembra, con lo que sobrevivieron las crías que, al tener cabezas más chicas, pudieron nacer sin dificultad. Esta selección natural condicionó que el cerebro madurara fuera del vientre materno, con lo que el hijo humano se convirtió en la especie que más tiempo necesita estar al lado de su madre para sobrevivir. Ese amor materno nos deja para siempre sensibles al buen trato. Por el contrario, el maltrato quedará definitivamente marcado por una huella invisible, pero eficaz, que conecta con la experiencia de muerte. Los seres humanos somos "gourmets de emociones": nos gusta recibir una "tabla surtida de ellas". El teatro, el cine, la ópera y la literatura son manifestaciones artísticas que nos permiten emocionarnos en condiciones protegidas. Llorar con el suicidio de Madama Butterfly es posible porque luego lo comentaremos en el restaurante, en una situación agradable. En la vida real sería insoportable. Creo que es conveniente para nuestra salud psíquica cuidarnos de las emociones ligadas al maltrato. En los ejemplos que cité arriba es fácil, pues podemos optar por no volver al lugar donde consideramos que no nos trataron bien. Por algo preferimos regresar a ese lugar donde nos saludan con afecto, nos recomiendan los platos o nos preguntan por algo comentado en la visita anterior. Es más difícil cuando la posibilidad de cambio de interlocutor o lugar está condicionada por relaciones de poder, costumbre o temor. El miedo de tomar una decisión para evitar una situación de maltrato a veces es mayor que el maltrato mismo. Pero el miedo, a veces inevitable, es ya un maltrato hacia nosotros mismos. El no reconocimiento de nuestro derecho al buen trato nos hace resignarnos a situaciones que podrían cambiar. Pienso que una facilitación del cambio hacia el buen trato comienza en tratarse primero bien a uno mismo. Para esto, es esencial darnos cuenta de que nacemos con todos los derechos al buen trato. La mayoría de los bebés humanos nacen físicamente perfectos (el "hardware" es siempre último modelo). Las distintas experiencias de vida programarán su psiquis (el "software") de formas que a veces no son funcionales para un desarrollo feliz. Pero los programas, igual que en un equipo de computación, se pueden cambiar, dejando de lado aquellos que estaban equivocados o desactualizados. Un programa básico es aquel con el que aprendimos a sentirnos, o no, valiosos. En muchas educaciones, los programas determinan que si una persona no tiene ciertos atributos (sexo, color de piel, proporciones del cuerpo, religión, nacionalidad, habilidades) no tendrá los mismos derechos que otro. Por eso, algunas personas se sienten sin derecho (como sin pasaporte) a la felicidad. De la valoración de nosotros mismos surge el derecho a sentirnos bien tratados. Hay varias formas de ayuda para recuperar este derecho (una reprogramación). Una clave está en darse cuenta emocional e intelectualmente del proceso que acabo de describir. El creer en esta posibilidad de cambio es ya una forma de tratarse bien a uno mismo. Desde allí podremos tratar bien a los demás y exigir lo mismo hacia nosotros. Por eso, el buen trato comienza por casa.
lanacion.com
Por Jorge Miguel Brusca- psicólogo
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