Por Takashi Yokota
El escándalo banal es tan común en las naciones ricas que la mayoría de los políticos sobrevive a él casi sin manchas. Bill Clinton se sobrepuso a las controversias de bienes raíces y al affaire Lewinsky y finalizó su administración con un índice de aprobación de 66 por ciento. El francés Nicolas Sarkozy fue acusado falsamente de tener cuentas en una entidad financiera con sede en Luxemburgo, y empezó su período de gobierno con un divorcio complicado, pero él y Francia siguieron adelante. En Italia, los múltiples escándalos financieros y sexuales del primer ministro Silvio Berlusconi apenas mellaron su popularidad.
Japón es lo opuesto. En Tokio, el escándalo parece encontrar la manera de hacer metástasis en formas tales que acaba con los políticos. Hace sólo ocho meses, el primer ministro, Yukio Hatoyama, del Partido Democrático, entró en funciones con la promesa de una reforma histórica a un sistema que estancó la economía. Pero pronto se vio envuelto en un escándalo millonario de financiamiento político; su aprobación se desplomó al 24 por ciento, 50 puntos menos que cuando asumió el cargo. Con las elecciones de la cámara alta programadas para julio, ya se habla de quién será el reemplazo.
La caída de Hatoyama revive una vieja pregunta sobre la política japonesa: ¿por qué la segunda economía más grande del mundo produce líderes tan deslucidos? El caso de Hatoyama sugiere que la respuesta es más profunda. Fue elegido como una alternativa al PDL, pero está sucumbiendo a lo que podría ser la causa ignorada del creciente vacío de liderazgo en Tokio: la obsesión patológica de la nación por la controversia política. La sociedad japonesa, famosa por adoptar rápidamente los últimos aparatos de moda, es igual de rápida para entusiasmarse con el último escándalo político, por menor que sea.
La serie de escándalos se remonta a la década de 1970, cuando el primer ministro Kakuei Tanaka fue derrocado debido a contribuciones políticas turbias, en el primer caso de lo que en Japón se conoce como seiji to kane, o el problema de “política y dinero”. En muchos casos, líderes fuertes en potencia fueron derribados por cargos relativamente débiles. En 1989, acusaciones de sobornos por las que nunca fue juzgado obligaron a la renuncia del primer ministro Noboru Takeshita, quien avizoraba a Japón como un Estado de bienestar al estilo europeo, lo cual hubiera ayudado a preparar al país para su sociedad envejecida. A principios de la década de 1990, después del colapso de la Unión Soviética y la burbuja japonesa del mercado, y en un momento en el que EE. UU. discutía la arquitectura de un mundo posterior a la Guerra Fría, Japón estaba ocupado interrogando severamente a Shin Kanemaru, un peso pesado del PDL, por acusaciones de que había tomado US$ 5 millones en donaciones ilegales y evadido impuestos. La gran idea de Kanemaru —introducir un sistema de dos partidos para revolucionar la política japonesa— no llegó a ningún lado. “Ni siquiera un político habló de la no proliferación nuclear o visitó el otrora bloque soviético, como muchos legisladores habían hecho”, dice Yoshitsugu Tanaka, un veterano periodista político (sin parentesco con el ex primer ministro). Por enfocarse en la política monetaria, Tokio se ajustó tarde al nuevo orden posterior a la Guerra Fría, y la inestabilidad política contribuyó a la llamada “década perdida” de Japón.
Desde que el período relativamente largo y exitoso de Junichiro Koizumi terminó, en 2006, la cantidad de renuncias causadas por escándalos aumentó a un ritmo casi aterrador, con tres primer ministros perdiendo sus puestos en los últimos cuatro años. Las cosas empezaron a desmadrarse para el sucesor de Koizumi, Shinzo Abe, cuando el Parlamento comenzó a interrogar a su ministro de Agricultura por gastar algunas decenas de miles de dólares en facturas de agua de la oficina; llegó a las alturas de una ópera cómica cuando legisladores de la oposición allanaron su oficina en un ardid publicitario para ver si tenía los caros purificadores de agua que, según él insistía, provocaron las facturas tan altas, y tocó fondo cuando el ministro se ahorcó en medio de otras acusaciones. En Japón, tanto acusadores como acusados tienden a reaccionar en forma exagerada y a lo loco.
Abe nunca se vio implicado, pero las controversias frenaron sus grandes iniciativas, como desarrollar una relación redituable con China. La popularidad de Abe siguió desplomándose, el PDL perdió el control de la cámara alta en 2007, y el sucesor de Abe, Yasuo Fukuda, no pudo entonces avanzar en sus planes de arreglar el sistema de seguridad social de la nación. Fukuda arrojó la toalla después de sólo un año en el cargo, y su sucesor, Taro Aso, se volvió casi de inmediato el blanco de un mezquino ataque personal: beber en bares costosos, leer mal los caracteres en kanji, elegir a un ministro de Finanzas que se presentó borracho a una conferencia de prensa de una reunión del G7. Los medios de comunicación se abalanzaron sobre todo resbalón de Aso para desacreditar al primer ministro como un bobo distante.
En ese momento, la crisis financiera global iba a toda marcha, pero Japón estaba demasiado distraído con sus escándalos como para unirse a los esfuerzos de Aso para revivir la economía. En febrero de 2009, su deshonrado ministro de Finanzas prometió préstamos por US$ 100.000 millones al Fondo Monetario Internacional en respuesta a la crisis, y Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, lo alabó como “el préstamo más grande hecho en la historia de la humanidad”. Pero Japón le dio poco crédito a esa Administración, y el primer ministro y su partido sufrieron una derrota electoral ignominiosa que terminó con el largo reinado del PDL, en agosto de 2009.
La caída del PDL probablemente debió darse mucho antes. Pero ahora que Hatoyama y el PDJ parecen listos para un destino similar, uno tiene que preguntarse si la agresiva purga de comportamiento escandaloso no fue demasiado lejos. La popularidad de Hatoyama empezó a irse a pique el otoño boreal pasado, cuando los fiscales, los medios y la oposición sacaron a relucir acusaciones de que su campaña había reportado contribuciones políticas bajo nombres de personas muertas, y que Hatoyama había evadido impuestos por US$ 12 millones en efectivo que recibió de su madre, una heredera industrial, entre 2002 y 2009. No ayudó que Ichiro Ozawa, el secretario general del PDJ, fuera acusado simultáneamente de recibir contribuciones políticas ilegales. Aun cuando tanto Hatoyama como Ozawa niegan cualquier delito, sí parece que tienen algo que explicar. No obstante, lo que sorprende es que mientras las investigaciones enfocadas en estos cuantos millones se volvieron toda la historia en Japón, a nadie le importan los problemas por varios miles de millones de dólares de la nación. Hatoyama perdió su influencia para, por ejemplo, renegociar la polémica ubicación de una base aérea de EE. UU. en Okinawa, y está demasiado distraído para cumplir otras promesas de campaña.
La obsesión con la política limpia puede parecer una extensión de la proverbial pulcritud de Japón. Y en teoría, este enfoque por un gobierno más limpio y transparente debería servirle al electorado. Pero en Japón, el escándalo ahora es el evento principal. Incluso después de que los fiscales adujeran que no había pruebas suficientes para juzgarlo, la oposición y los medios siguen atacando a Hatoyama como “un mentiroso” por no cumplir con su promesa de revelar los detalles de sus fondos políticos. Pese a los serios problemas económicos y de política exterior que enfrenta Japón, más de la mitad de la población dice que basará su voto en las próximas elecciones en el asunto del dinero y la política.
La ley refleja este mismo conjunto de prioridades fuera de lugar. Hoy las normas son tan complicadas que un fiscal enérgico casi siempre puede encontrar una manera de acusar a un político. “Es como el límite de velocidad o los impuestos”, dice Tanaka, el periodista político. “No sorprendería que la mayoría de los miembros del Parlamento fuera atrapada; se aplica de forma muy arbitraria”. Otra razón de la “escandalomanía” japonesa es histórica. Durante las décadas del dominio ininterrumpido del PDL, la oposición era débil y estaba fracturada, y su único acceso habitual a una audiencia nacional era la transmisión en vivo de los debates parlamentarios, de los cuales sólo los primeros días de deliberaciones se televisaban. Desesperada por mellar al PDL, la oposición llegó a usar este tiempo casi exclusivamente para reprender al partido gobernante por escándalos sensacionalizados, creando un hábito. Hoy, cuando los hombres de negro de la Oficina del Fiscal General del Distrito de Tokio marchan para allanar las oficinas de un político, el Parlamento, los medios y el público se enfocan en desacreditar al político vapuleado.
La prensa de Tokio se acostumbró a cubrir las luchas políticas internas en vez de la política en sí, a menudo confiando ciegamente en la información que les dan los fiscales. Últimamente, la prensa se burló de Hatoyama como un “niño de mamá” por recibir millones de su madre, y la oposición dedicó la mayoría de su tiempo televisado de preguntas parlamentarias a interrogar al premier por su “problema de dinero”. El éxito de los medios de comunicación en generar rating al expulsar a los políticos de sus cargos creó un incentivo para seguir adelante, como los tiburones, hacia la siguiente comida.
La escandalomanía está privando a Japón de la estabilidad de liderazgo que necesita para salvarse. Y no sólo al nivel del primer ministro. Muneo Suzuki, un ex legislador del PDL, dedicó su carrera a mejorar los lazos con Rusia, una relación que podría ayudar a un Japón falto de recursos, así como diseñar una estrategia que responda al ascenso de China. Pero fue removido del Parlamento, en 2003, tras una serie de escándalos por sobornos. Está de vuelta en el Congreso como independiente, pero con menor influencia. Su tribulación es una metáfora de la de Japón: todavía es un participante mundial, pero tan dañado por las heridas autoinfligidas que su influencia global decae rápidamente. Es hora de que Japón reconsidere si purgar cada caso de seiji to kane vale la pena.
elargentino.com
El escándalo banal es tan común en las naciones ricas que la mayoría de los políticos sobrevive a él casi sin manchas. Bill Clinton se sobrepuso a las controversias de bienes raíces y al affaire Lewinsky y finalizó su administración con un índice de aprobación de 66 por ciento. El francés Nicolas Sarkozy fue acusado falsamente de tener cuentas en una entidad financiera con sede en Luxemburgo, y empezó su período de gobierno con un divorcio complicado, pero él y Francia siguieron adelante. En Italia, los múltiples escándalos financieros y sexuales del primer ministro Silvio Berlusconi apenas mellaron su popularidad.
Japón es lo opuesto. En Tokio, el escándalo parece encontrar la manera de hacer metástasis en formas tales que acaba con los políticos. Hace sólo ocho meses, el primer ministro, Yukio Hatoyama, del Partido Democrático, entró en funciones con la promesa de una reforma histórica a un sistema que estancó la economía. Pero pronto se vio envuelto en un escándalo millonario de financiamiento político; su aprobación se desplomó al 24 por ciento, 50 puntos menos que cuando asumió el cargo. Con las elecciones de la cámara alta programadas para julio, ya se habla de quién será el reemplazo.
La caída de Hatoyama revive una vieja pregunta sobre la política japonesa: ¿por qué la segunda economía más grande del mundo produce líderes tan deslucidos? El caso de Hatoyama sugiere que la respuesta es más profunda. Fue elegido como una alternativa al PDL, pero está sucumbiendo a lo que podría ser la causa ignorada del creciente vacío de liderazgo en Tokio: la obsesión patológica de la nación por la controversia política. La sociedad japonesa, famosa por adoptar rápidamente los últimos aparatos de moda, es igual de rápida para entusiasmarse con el último escándalo político, por menor que sea.
La serie de escándalos se remonta a la década de 1970, cuando el primer ministro Kakuei Tanaka fue derrocado debido a contribuciones políticas turbias, en el primer caso de lo que en Japón se conoce como seiji to kane, o el problema de “política y dinero”. En muchos casos, líderes fuertes en potencia fueron derribados por cargos relativamente débiles. En 1989, acusaciones de sobornos por las que nunca fue juzgado obligaron a la renuncia del primer ministro Noboru Takeshita, quien avizoraba a Japón como un Estado de bienestar al estilo europeo, lo cual hubiera ayudado a preparar al país para su sociedad envejecida. A principios de la década de 1990, después del colapso de la Unión Soviética y la burbuja japonesa del mercado, y en un momento en el que EE. UU. discutía la arquitectura de un mundo posterior a la Guerra Fría, Japón estaba ocupado interrogando severamente a Shin Kanemaru, un peso pesado del PDL, por acusaciones de que había tomado US$ 5 millones en donaciones ilegales y evadido impuestos. La gran idea de Kanemaru —introducir un sistema de dos partidos para revolucionar la política japonesa— no llegó a ningún lado. “Ni siquiera un político habló de la no proliferación nuclear o visitó el otrora bloque soviético, como muchos legisladores habían hecho”, dice Yoshitsugu Tanaka, un veterano periodista político (sin parentesco con el ex primer ministro). Por enfocarse en la política monetaria, Tokio se ajustó tarde al nuevo orden posterior a la Guerra Fría, y la inestabilidad política contribuyó a la llamada “década perdida” de Japón.
Desde que el período relativamente largo y exitoso de Junichiro Koizumi terminó, en 2006, la cantidad de renuncias causadas por escándalos aumentó a un ritmo casi aterrador, con tres primer ministros perdiendo sus puestos en los últimos cuatro años. Las cosas empezaron a desmadrarse para el sucesor de Koizumi, Shinzo Abe, cuando el Parlamento comenzó a interrogar a su ministro de Agricultura por gastar algunas decenas de miles de dólares en facturas de agua de la oficina; llegó a las alturas de una ópera cómica cuando legisladores de la oposición allanaron su oficina en un ardid publicitario para ver si tenía los caros purificadores de agua que, según él insistía, provocaron las facturas tan altas, y tocó fondo cuando el ministro se ahorcó en medio de otras acusaciones. En Japón, tanto acusadores como acusados tienden a reaccionar en forma exagerada y a lo loco.
Abe nunca se vio implicado, pero las controversias frenaron sus grandes iniciativas, como desarrollar una relación redituable con China. La popularidad de Abe siguió desplomándose, el PDL perdió el control de la cámara alta en 2007, y el sucesor de Abe, Yasuo Fukuda, no pudo entonces avanzar en sus planes de arreglar el sistema de seguridad social de la nación. Fukuda arrojó la toalla después de sólo un año en el cargo, y su sucesor, Taro Aso, se volvió casi de inmediato el blanco de un mezquino ataque personal: beber en bares costosos, leer mal los caracteres en kanji, elegir a un ministro de Finanzas que se presentó borracho a una conferencia de prensa de una reunión del G7. Los medios de comunicación se abalanzaron sobre todo resbalón de Aso para desacreditar al primer ministro como un bobo distante.
En ese momento, la crisis financiera global iba a toda marcha, pero Japón estaba demasiado distraído con sus escándalos como para unirse a los esfuerzos de Aso para revivir la economía. En febrero de 2009, su deshonrado ministro de Finanzas prometió préstamos por US$ 100.000 millones al Fondo Monetario Internacional en respuesta a la crisis, y Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, lo alabó como “el préstamo más grande hecho en la historia de la humanidad”. Pero Japón le dio poco crédito a esa Administración, y el primer ministro y su partido sufrieron una derrota electoral ignominiosa que terminó con el largo reinado del PDL, en agosto de 2009.
La caída del PDL probablemente debió darse mucho antes. Pero ahora que Hatoyama y el PDJ parecen listos para un destino similar, uno tiene que preguntarse si la agresiva purga de comportamiento escandaloso no fue demasiado lejos. La popularidad de Hatoyama empezó a irse a pique el otoño boreal pasado, cuando los fiscales, los medios y la oposición sacaron a relucir acusaciones de que su campaña había reportado contribuciones políticas bajo nombres de personas muertas, y que Hatoyama había evadido impuestos por US$ 12 millones en efectivo que recibió de su madre, una heredera industrial, entre 2002 y 2009. No ayudó que Ichiro Ozawa, el secretario general del PDJ, fuera acusado simultáneamente de recibir contribuciones políticas ilegales. Aun cuando tanto Hatoyama como Ozawa niegan cualquier delito, sí parece que tienen algo que explicar. No obstante, lo que sorprende es que mientras las investigaciones enfocadas en estos cuantos millones se volvieron toda la historia en Japón, a nadie le importan los problemas por varios miles de millones de dólares de la nación. Hatoyama perdió su influencia para, por ejemplo, renegociar la polémica ubicación de una base aérea de EE. UU. en Okinawa, y está demasiado distraído para cumplir otras promesas de campaña.
La obsesión con la política limpia puede parecer una extensión de la proverbial pulcritud de Japón. Y en teoría, este enfoque por un gobierno más limpio y transparente debería servirle al electorado. Pero en Japón, el escándalo ahora es el evento principal. Incluso después de que los fiscales adujeran que no había pruebas suficientes para juzgarlo, la oposición y los medios siguen atacando a Hatoyama como “un mentiroso” por no cumplir con su promesa de revelar los detalles de sus fondos políticos. Pese a los serios problemas económicos y de política exterior que enfrenta Japón, más de la mitad de la población dice que basará su voto en las próximas elecciones en el asunto del dinero y la política.
La ley refleja este mismo conjunto de prioridades fuera de lugar. Hoy las normas son tan complicadas que un fiscal enérgico casi siempre puede encontrar una manera de acusar a un político. “Es como el límite de velocidad o los impuestos”, dice Tanaka, el periodista político. “No sorprendería que la mayoría de los miembros del Parlamento fuera atrapada; se aplica de forma muy arbitraria”. Otra razón de la “escandalomanía” japonesa es histórica. Durante las décadas del dominio ininterrumpido del PDL, la oposición era débil y estaba fracturada, y su único acceso habitual a una audiencia nacional era la transmisión en vivo de los debates parlamentarios, de los cuales sólo los primeros días de deliberaciones se televisaban. Desesperada por mellar al PDL, la oposición llegó a usar este tiempo casi exclusivamente para reprender al partido gobernante por escándalos sensacionalizados, creando un hábito. Hoy, cuando los hombres de negro de la Oficina del Fiscal General del Distrito de Tokio marchan para allanar las oficinas de un político, el Parlamento, los medios y el público se enfocan en desacreditar al político vapuleado.
La prensa de Tokio se acostumbró a cubrir las luchas políticas internas en vez de la política en sí, a menudo confiando ciegamente en la información que les dan los fiscales. Últimamente, la prensa se burló de Hatoyama como un “niño de mamá” por recibir millones de su madre, y la oposición dedicó la mayoría de su tiempo televisado de preguntas parlamentarias a interrogar al premier por su “problema de dinero”. El éxito de los medios de comunicación en generar rating al expulsar a los políticos de sus cargos creó un incentivo para seguir adelante, como los tiburones, hacia la siguiente comida.
La escandalomanía está privando a Japón de la estabilidad de liderazgo que necesita para salvarse. Y no sólo al nivel del primer ministro. Muneo Suzuki, un ex legislador del PDL, dedicó su carrera a mejorar los lazos con Rusia, una relación que podría ayudar a un Japón falto de recursos, así como diseñar una estrategia que responda al ascenso de China. Pero fue removido del Parlamento, en 2003, tras una serie de escándalos por sobornos. Está de vuelta en el Congreso como independiente, pero con menor influencia. Su tribulación es una metáfora de la de Japón: todavía es un participante mundial, pero tan dañado por las heridas autoinfligidas que su influencia global decae rápidamente. Es hora de que Japón reconsidere si purgar cada caso de seiji to kane vale la pena.
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