Por Nora Bär
Un cable de ANSA recordó ayer que se cumplen seis décadas de la muerte de Henrietta Lacks, una mujer negra de 31 años consumida por un cáncer cervical cuyas células fueron las primeras en ser reproducidas en un laboratorio. La vida de Lacks y sus cinco hijos -y de las células que el doctor George Gey llevaba en el bolsillo de su camisa para regalarles a sus colegas y que luego se vendían por 25 dólares el vial- es una historia a la vez sobrecogedora y cautivante que Rebecca Skloot investigó durante diez años y recogió en el bestseller The Immortal Life of Henrietta Lacks .
En 1951, Gey llevaba años de intentos frustrados cuando una de sus técnicas logró una línea de células tumorales que se reproducían como nunca antes. Las llamó HeLa, en honor a la joven descendiente de esclavos, empleada en los campos de cosecha del algodón cercanos a Baltimore, en los Estados Unidos. Desde entonces, esas células siguieron vivas, produciendo una nueva generación cada 24 horas, integraron casi todos los cultivos de células del mundo, se usaron para reproducir el virus de la polio, desarrollar fármacos contra el herpes, la leucemia, la influenza, la hemofilia y la enfermedad de Parkinson, y para estudiar la longevidad humana. "Las células HeLa fueron una de las cosas más importantes de la medicina de los últimos siglos", escribe Skloot. Todo se hizo sin que ni ella ni sus descendientes hubieran dado su consentimiento, ni recibieran compensación alguna. Pero ésa es otra historia...
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