sábado, 3 de julio de 2010

Onfray y la fantasía antifreudiana

Creador de una Universidad popular en Caen, Michel Onfray se hizo famoso por haber inventado una "contra-historia de la filosofía" cuya metodología se basa en el principio de la prefiguración: todo ya está en todo antes, incluso, de que advenga un acontecimiento. Esto le permitió afirmar cosas extravagantes: que Emmanuel Kant era el precursor de Adolf Eichmann –porque éste se decía kantiano (Le Songe d'Eichmann, Galilée, 2008)–; que los tres monoteísmos (judaísmo, cristianismo e islam) eran empresas genocidas; que el evangelista Juan prefiguraba a Hitler y Jesús a Hiroshima y por último que los musulmanes eran fascistas (Traité d'athéologie, Grasset, 2005). Fundadores de un monoteísmo centrado en la pulsión de muerte, los judíos serían por ende los primeros responsables de todas las desgracias de Occidente. A esta empresa mortífera, Onfray opone una religión hedonista, solar y pagana, habitada por la pulsión de vida.
El dice que con esta misma perspectiva leyó en cinco meses la obra completa de Freud y luego redactó este Crépuscule d'une idole. Salpicado de errores, atravesado por rumores, sin fuentes bibliográficas, su trabajo no es más que la proyección de las fantasías del autor sobre el personaje de Sigmund Freud. Onfray habla en primera persona para proponer la idea de que Freud habría pervertido a Occidente inventando, en 1897, un complot edípico, o sea un relato autobiográfico que no sería otra cosa que la traducción de su propia patología. Convierte al teórico vienés en un "falsario", motivado "por el dinero, la crueldad, la envidia, el odio".
El lugar del padre
Ante esta figura que le sirve de realce, y cuyo crepúsculo anuncia, el autor revaloriza el destino de los padres y, en primer lugar, del suyo. Y como Freud fue adorado por su madre, Onfray considera que el fundador del psicoanálisis era un perverso que odiaba a su padre y que abusó psíquicamente de sus tres hijas (Mathilde, Sophia y Anna). El departamento de Viena era, según él, un lupanar y Freud un Edipo que solamente pensaba en acostarse de veras con su madre y además en matar verdaderamente al padre, para tener hijos incestuosos y así violentarlos mejor. Durante diez años torturó a su hija Anna en el transcurso de un análisis que habría durado de 1918 a 1929, y durante el cual, cada día, la habría incitado a ser homosexual. La verdad es completamente distinta: es cierto que Freud analizó a su hija, pero el tratamiento duró cuatro años, y cuando Anna empezó a darse cuenta de su atracción hacia las mujeres, fue ella la que eligió su destino y Freud no la tiranizó: incluso dio muestras de tolerancia.
Cediendo a un rumor inventado por Carl Gustav Jung, según el cual Freud había tenido una relación con Minna Bernays, la hermana de su mujer, Martha, Onfray imagina, siguiendo a historiadores estadounidenses de la corriente llamada "revisionista", que éste la habría embarazado y luego obligado a abortar. Tan poco preocupado por las leyes de la cronología como por las de la procreación, Onfray sitúa este hecho en 1923. Sólo que, para esa fecha, Minna tenía 58 años y Freud 67.
Michel Onfray agrega luego que Freud cedió a la tentación de someterse a una operación de los canales espermáticos destinada a aumentar su potencia sexual para poder gozar mejor del cuerpo de Minna. La realidad es completamente distinta: en 1923, Freud, que acababa de enterarse de que tenía cáncer, fue sometido a esa operación de ligadura (llamada de Steinbach), clásica para la época, y a la que se consideraba susceptible de prevenir la recidiva de los cánceres. Si Freud es un perverso, su doctrina pasa a ser entonces la prolongación de una perversión más grave aún: sería, para Onfray, "producto de una cultura decadente de fines de siglo que proliferó como una planta venenosa". El autor retoma de esta manera una temática conocida desde León Daudet según la cual el psicoanálisis es una ciencia parasitaria, concebida por un cerebro degenerado y nacido en una ciudad depravada.
Tesis paganistas
En el mismo tenor, invierte la acusación de "ciencia judía" pronunciada por los nazis contra el psicoanálisis para convertirlo en una ciencia racista: desde el momento que los nazis llevaron a cabo el cumplimiento de la pulsión de muerte teorizada por Freud, afirma, significa que él sería un admirador de todos los dictadores fascistas y racistas. Pero lo que hizo Freud fue peor todavía: al publicar en 1939 "Moisés y la religión monoteísta", vale decir, haciendo de Moisés un egipcio y del asesinato del padre un momento original de las sociedades humanas, habría asesinado al gran profeta de la Ley y sería por lo tanto, anticipadamente, el cómplice de la exterminación de su pueblo. Sabiendo que Freud subrayaba que el nacimiento de la democracia estaba ligado al advenimiento de una ley que sanciona el asesinato original y por ende la pulsión de muerte, es evidente que el argumento de un Freud asesino de Moisés y los judíos no resiste ni un instante.
Negando el principio fundador de la historia de las ciencias, según el cual los fenómenos patológicos siempre son variaciones cuantitativas de los fenómenos normales, Onfray esencializa la oposición entre la norma y la patología para sostener que Freud no es capaz de distinguir al enfermo del hombre sano, al pedófilo del buen padre y sobre todo al verdugo de la víctima. Y como resultado de esto, a propósito del exterminio de las cuatro hermanas de Freud en campos de concentración, saca la conclusión de que, según la vara de la teoría psicoanalítica, es imposible "captar intelectualmente lo que psíquicamente distingue a Adolfine, muerta de hambre en Theresienstadt, de sus otras tres hermanas desaparecidas en los hornos crematorios en 1942 en Auschwitz y Rufolf Höss (el comandante del campo de exterminación), puesto que nada los distingue psíquicamente excepto algunos grados apenas visibles".
De paso, Onfray se equivoca de campo: Rosa fue exterminada en Treblinka, Mitzi y Paula en Maly Trostinec. Y si la "solución final" alcanzó realmente a la familia Freud, no fue en semejante careo inventado de cabo a rabo.
Si bien invoca la tradición freudo-marxista, Michel Onfray se entrega en realidad a una rehabilitación de las tesis paganistas de la extrema derecha francesa. Esa es la sorpresa de este libro. Es así como elogia La Escolástica Freudiana (Fayard, 1972), obra de Pierre Debray-Ritzen, pediatra y miembro de la Nueva Derecha, que jamás dejó de fustigar el divorcio, el aborto y el judeocristianismo. Pero también elogia los méritos de otra obra, surgida de la misma tradición (Jacques Bénesteau, Mensonges freudiens. Histoire d'une désinformation séculaire, Mardaga, 2002), con prefacio de un allegado al Frente Nacional, respaldado por el Club del Reloj: "Bénesteau – escribe– critica cómo usa Freud el antisemitismo para explicar que sus pares lo hicieran a un lado, la falta de reconocimiento por parte de la universidad, la lentitud de su éxito. Como demostración, explica que por ese entonces en Viena numerosos judíos ocupan puestos importantes en la justicia y la política".
Al final de su alegato, Onfray llega a adherir a la tesis de que no existían persecuciones antisemitas en Viena puesto que eran numerosos los judíos en puestos importantes.
Esto no es de ninguna manera un simple debate que enfrente a los defensores y adeptos del psicoanálisis, y estamos en todo nuestro derecho de preguntarnos si las motivaciones mercantiles no tienen ahora tanto peso editorial que terminan por abolir todo juicio crítico. Vale la pena plantear la pregunta.
© Le Monde y Clarin, 2010. Traduccion de cristina sardoy.
revistaenie.clarin.com

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