A través de una serie de artículos iremos repasando los siete 'pecados capitales' de la obesidad. El primero es sin duda, el 'pecado original'.
La obesidad se ha convertido en uno de los temas de salud más comentados en la prensa y más ávidamente investigados en el ámbito científico. Esto no es sorprendente teniendo en cuenta que está invadiéndonos con tal virulencia que ya se le considera una 'epidemia' -afecta a 205 millones hombres y 297 millones de mujeres-. Como tantas otras pandemias en la historia de la humanidad, no respeta fronteras ni desarrollo económico, por lo que ya ha recibido el apelativo de 'Globesidad'.
Las cifras más recientes aparecidas este mes en la revista 'The Lancet', muestran que entre 1980 y 2008, la media mundial del índice de masa corporal (IMC) ha aumentado por cada década en 0,4 kg/m2 en hombres y 0,5 kg/m2 en mujeres. El aumento más espectacular se da en Oceanía con países, como Nauru, que ya alcanzan como media nacional un IMC de 34,5, muy por encima del umbral de la obesidad (30,0 kg/m2). Durante la primera mitad del siglo pasado, esta área del mundo vivía una situación muy diferente, un dato muy relevante para entender el porqué del pecado original de la obesidad.
Ríos de tinta real o virtual han discutido extensamente las razones de la obesidad. De hecho, el mayor problema con que nos enfrentamos para su prevención y terapia es la complejidad de su etiología. A uno de los factores influyentes lo denominaremos como 'el pecado original' que, aunque no se remonte tanto en el tiempo como el bíblico, sí que nos precede a cada uno de nosotros como individuos y por lo tanto nada podemos hacer al respecto. Estamos hablando naturalmente del componente genético de la obesidad que depende de nuestros padres y abuelos y el resto de nuestro árbol familiar.
La investigación avanza
Que la obesidad es hereditaria (genética) ha sido evidente incluso antes de que supiéramos nada acerca de genes y de ADN. Solamente había que ejercer las dotes de observación y ver cómo esta se concentraba en familias.
Gracias a los avances en investigación genética, sabemos que uno de cada 20 casos de obesidad mórbida, tiene como causa una mutación específica de un gen y poco pueden estos sujetos hacer para contrarrestar ese determinismo genético. Sin embargo, para el 95% de los obesos mórbidos y para el grupo inmensamente más numerosos de individuos con sobrepeso y obesidad más 'normal', el papel de la genética es mucho más complicado.
En estos casos, a diferencia de lo que ocurre con la obesidad monogénica, el componente genético no es determinista, sino solamente permisivo. Esto supone que, en estos casos, la obesidad se manifiesta sólo en el caso de que se den otros factores desencadenantes del exceso de peso como son algunos de los otros 'pecados capitales' que iremos discutiendo en las próximas semanas y que son bien conocidos (por ejemplo, la ingesta calórica excesiva y el sedentarismo).
Estos nos viene a indicar que la mayor parte de nosotros no podemos simplemente encogernos de hombros, cruzarnos de brazos (tras tirar la toalla) y culpar a nuestros genes (o a nuestros ancestros) o a la sociedad.
Utilizando un paralelismo ya utilizado por otros en situaciones similares, las mutaciones genéticas relacionadas con la obesidad común son como una pistola cargada. Nada pasará con ella hasta que se apriete el gatillo. Es decir, si el individuo no añade a la ecuación los factores ambientales que conduzcan a la obesidad, nuestros genes no se expresaran, como bien queda demostrado por las tasas de obesidad mucho menores que existían en las generaciones anteriores a pesar de compartir los mismos genes (véase arriba el caso de Nauru). Es por lo tanto esa combinación, de mutaciones genéticas (presentes en nuestro genoma por decenas o cientos de generaciones) y de un medio ambiente obesogénico (aparecido en las últimas décadas) el que ha dado lugar a la epidemia de obesidad actual.
Uno se podría preguntar desde el punto de vista evolutivo por qué mantenemos en nuestros genomas tantas mutaciones asociadas con la obesidad. Lo normal sería que mutaciones con efectos negativos fueran disminuyendo en frecuencia de una generación a otra hasta desaparecer del linaje humano.
Hay dos respuestas a esta pregunta. La primera es que la mayor parte de las mutaciones no se han expresado hasta las últimas décadas y, por lo tanto, la selección no ha tenido tiempo de actuar. La segunda es que algunas de estas mutaciones fueron, paradójicamente, vitales para la supervivencia de la especia humano. Para entender esto hemos de distanciarnos del entorno actual en el que nos movemos y pensar que hace miles de años, e incluso más recientemente, los alimentos no eran ni tan abundantes, ni tan fáciles de conseguir (al menos en nuestro entorno). Por lo tanto, aquellos que tenían mutaciones que podemos calificar como 'ahorradoras', eran capaces de almacenar y retener mejor la energía (es decir la grasa en el tejido adiposo) y de esta manera afrontar los periodos de hambruna con mayores posibilidades de éxito.
Sin embargo, en el ambiente 'obesogénico' de hoy en día, estos sujetos se encuentran en desventaja dada su predisposición innata a la obesidad. Esto también explica en parte por qué algunos grupos étnicos (por ejemplo los indios americanos o los asiáticos, y sobre todo los habitantes de las islas del Pacífico) tienen un mayor de riesgo de obesidad hoy en día ya que tradicionalmente han sido culturas que han estado expuestas a hambrunas o a conseguir los alimentos con gran esfuerzo físico.
Así pues, como resumen de este nuestro primer 'pecado capital', podemos decir que la obesidad común en la población tiene un componente genético pero que son nuestros hábitos los que hacen que el potencial encerrado en nuestros genes se manifieste. La mala noticia es que no podemos enteramente 'culpar' a nuestros genes porque nosotros somos cómplices activos. La buena noticia es que la investigación más reciente ha demostrado repetidamente que podemos eliminar en su mayor parte la predisposición a la obesidad con un estilo de vida saludable y con esa 'penitencia' librarnos de las consecuencias de este nuestro 'pecado original'.
elmundo.es
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