Por David GatesSobre el escritorio en el que ahora escribo, cuelga una vieja copia enmarcada que muestra a Sam Weller —el astuto criado de Mr. Pickwick— indicándole a su pequeño amo regordete, que viste calzas, polainas y lentes, que observe una gran muchedumbre de pequeñas figuras: son los personajes que Charles Dickens crearía en sus novelas luego de publicar “Los papeles del Club Pickwick”. Todavía no logré identificarlos a todos, pero sí puedo reconocer a los ladronzuelos Fagin y Dodger de “Oliver Twist”, a la pequeña Nell y su abuelo de “La tienda de antigüedades”, el farsante buenazo Mr. Pecksniff de “Vidas y aventuras de Martin Chuzzlewit”, el colérico Mayor Bagstock de “Dombey e Hijo”, y Bob Cratchit de “Una canción de Navidad” con su hijo, el pequeño Tim. ¡Y, sí! Ése es el viejo dealer vestido con ropa de segunda mano de “David Copperfield”.
Debe ser porque nunca me canso de personajes como éstos, que la mitad de mis libros de Dickens están remendados con cinta adhesiva. Las obras de Dickens, curiosamente, no figuran en esta meta-lista de Newsweek de los 100 mejores libros de todos los tiempos (que como cualquier clasificación, trae injusticias y olvidos), ¡pero sí que aparecen aquí propuestas de textos para volver a leer! Por lo general, el “disfrute de releer” historias trae consigo una disculpa obligada por ceder ante los placeres “infantiles” de la repetición “obsesiva".
Se conoce bien la diferencia entre la relectura estrictamente literaria que realizan académicos y escritores cuando estudian una obra con detenimiento, y la lectura “por placer” que queda relegada a espacios como la playa, el baño o la habitación.
¿Pero existe realmente una línea tan marcada entre lo respetablemente energético y lo vergonzosamente narcótico?
Nunca se me ocurriría incluir “Drácula” en el programa de una materia, ni en el ranking de los mejores libros, ni leer “El innombrable”, de Samuel Beckett, antes de dormir (a pesar de que algunos podrían decir que es la cura perfecta para el insomnio). Aún así, sospecho que los autores más releídos en inglés son Dickens, Shakespeare (“Hamlet”, “El Rey Lear”, “Otelo” y “Sonetos” figuran en los puestos 48, 49, 50 y 51 del ranking) y Jane Austen. Por lo general, no paso ni un mes sin volver a visitar alguno de ellos. Estos autores combinan dos atractivos fundamentales para la hora de dormir: historia y personajes, con todo el desafío, la complejidad y la fuente inagotable de sorpresas que todos buscamos. He enseñado a todos ellos en mis clases, y en mi habitación sus libros se escurrieron de mis manos para entrar en mi mundo onírico más de una vez.
En una publicación reciente de The New York Times, Verlyn Klinkenborg escribió un editorial en defensa de la relectura, donde comparte su lista de libros favoritos —resultó ser otro fanático de Dickens— y argumenta: “No se trata de un canon, sino de un refugio”. Y en un artículo aún más reciente del New Yorker, Roger Angell habla de “una dulce sensación de culpa. Es verdad que deberíamos adentrarnos en temas nuevos, que debemos saberlo todo acerca del mercado bursátil, Darwin, los esteroides y demás, pero no ahora, por favor, no”. A pesar de esto, la mayoría de nosotros goza de un canon propio en lo que a música se refiere —si no, ¿cómo se explicaría la venta de tantos iPods?—, y aún así, nadie parece sentirse culpable de escuchar “Once in a Lifetime”, de los Talking Heads, más de una sola vez en la vida.
Mi lista personal de relecturas perennes es mucho más que un refugio: un mundo lleno de continentes, cada uno repleto de héroes, villanos y bichos raros, como esa imagen de Dickens en mi pared. Me ofrece un círculo de amigos y conocidos mucho más amplio, y en algunos casos mucho más profundo, de lo que yo —o cualquiera— podría llegar a tener en lo que nos gusta llamar el “mundo real”.
En su ensayo “El vicariato culpable”, el poeta angloestadounidense W. H. Auden analiza su autoconfesa “adicción” a las novelas policiales. “Sospecho que el típico lector de historias de detectives es como yo, alguien que sufre de una sensación de pecado”, dice.Comparto la afición de Auden por Sherlock Holmes y el Padre Brown de G. K. Chesterton (¡ninguno está en este listado!), pero sus hábitos de lectura y los míos no podrían ser más disímiles. “Me olvido de la historia apenas la termino y no tengo deseos de volver a leerla. Si resulta ser —como a veces sucede— que empiezo a leer una historia y después de un par de páginas descubro que ya la leí, no puedo seguir”, decía.
Mientras que yo releí todas las historias de Sherlock Holmes y muchas de las del Padre Brown más veces de lo que mis dedos podrían enumerar, y siempre tengo una media docena de los misterios de Nero Wolfe de Rex Stout en mi mesita de luz, junto a “La mano del teñidor”. De hecho, si debo viajar a la noche llevo sí o sí uno o dos libros en mi equipaje. Y hasta donde yo sé, no tengo ninguna sensación de pecado.
Los amantes de estas historias, por lo general, reconocen que parte de su atractivo reside en sus escenarios que resultan tan familiares como reconfortantes. Las habitaciones de Holmes y Watson en la Calle Baker, el “gasógeno” (sea lo que sea) y la pantufla persa repleta de tabaco de pipa, o la casa de Wolfe sobre la Calle 35 Oeste, con su cocina en el primer piso y sus invernaderos en el techo.
Pero el verdadero factor atrapante aquí son los personajes: el arrogante y racional Holmes; el impasible y aun así inseguro Watson; el malhumorado, sedentario e insoportablemente erudito Wolfe y su Watson o el hiperactivo y ciertamente jamás inseguro Archie Goodwin, dueño de una de las voces narrativas en primera persona más atractivas de la ficción. A todos los libros que releo una y otra vez, siempre vuelvo por los personajes, y muchas veces, simplemente, por sus voces. También releí las historias de Ernest Hemingway (cuyas novelas “Por quien doblan las campanas” y “Fiesta” sí tienen cabida en el ranking) para oír de nuevo las voces de sus personajes: tiene un oído aún mejor que el de Billy Herman.
Y no sólo los personajes se han convertido en mis compañeros, sino también los mismos escritores. Supongo que jamás habría querido tratar con algunos de ellos en persona, pero en sus páginas son algunas de las personas con quienes más disfruto estar.
Por ejemplo, en Opiniones Contundentes, una colección de entrevistas y cartas de lectores, el autor de “Lolita”, Vladimir Nabokov, me aclara los tantos una y otra vez acerca de Joseph Conrad (“No puedo soportar [su] estilo de tienda de souvenirs, sus bajeles embotellados y collares de clichés románticos”) o Sigmund Freud (“Que los crédulos y los mediocres sigan creyendo que todas las enfermedades mentales pueden curarse mediante una aplicación diaria de viejos mitos griegos en sus partes íntimas”).
Es posible que la vergüenza generada por la relectura no tenga tanto que ver con todos los libros nuevos que uno sabe que debería estar leyendo, sino más bien con lo que hay detrás de la elección de los libros viejos que uno relee.
En mi caso, veo una tendencia marcada hacia la nostalgia. No puedo evitar darme cuenta de la deslumbrante blancura de todos los autores que más releo. Como dijo el poeta y ensayista inglés Samuel Johnson, “ningún hombre es hipócrita en sus placeres”. Y dada mi condición de heterosexual, parece que mi gusto está muy orientado hacia subculturas exclusivamente masculinas (béisbol y alpinismo), en su mayoría historias de aventuras de hombres (“El Señor de los Anillos”, “Moby-Dick” y la saga de Watergate), historias de hombres solitarios (Samuel Johnson, Philip Larkin y el Padre Brown) y parejas de hombres (Holmes y Watson, Jeeves y Bertie, Nero Wolfe y Archie Goodwin, Mr. Pickwick y Sam, Frodo y Sam).
La respuesta es simple: me producen una tremenda alegría. Me llenan con las voces de personas que conozco, que son miles —varias veces el número en esa vieja copia de Dickens—, los reales y los imaginarios, los vivos y los muertos.
Tal vez termine descubriendo que el Cielo es así, pero ¿por qué esperar si también puedo tenerlo aquí y ahora?Ojalá que este listado de Newsweek sirva de orientación a otros lectores para disfrutar de una experiencia parecida.
elargentino.com
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