Por Cicco
Fotos: Santiago Filipuzzi
Ilustraciones: Fabián Mezquita
Millonario o pobretón. Sonrisa Odol o sonrisa hedor. Universitario o desclasado. Culo parado o cara de culo. Así es como suele medir las cosas la gente: si uno pertenece al primer grupo, le va de maravillas. Si pertenece al segundo, se va para la rejilla.
Sin embargo, nadie habla del único parámetro que hace una diferencia real en esta vida: el que separa a los que están dentro de los que están fuera. Cada película de cine. Cada portada de revista. Cada tendencia de la moda. Cada galardón otorgado en este mundo: son para gente que está dentro. Las mismas bases filosóficas del sistema educativo aspiran a formar jóvenes que ni sueñen con vivir afuera. No le importa al maestro que olvides qué corno es la clorofila, o el bioma de la Pampa Húmeda o las palabras textuales del sargento Cabral en su lecho de gloria sanguinolienta, lo importante es que encerrarte seis horas al día en un lugar deprimente bajo las órdenes de un loco te parezca lo más normal del mundo. Así es la vida, te dicen, si no estás dentro, terminás en la calle con vino barato en la mano, viendo pasar el escote del éxito desde el cordón de la vereda.
Desde que tengo memoria, siempre me sentí fuera. Demasiado narigón para el boliche. Demasiado flaco para el fútbol. Demasiado nabo para líder. No importa el área, me contuve siempre de ponerme la camiseta por la primera estupidez que se cruzara. En el aula, mientras los amigos dibujaban en los márgenes pitos peludos que ingresaban en trastes como si ése fuera su lugar natural de pertenencia, yo pintaba casas con chimenea entre las montañas, al pie del arroyo. Los años pasaban y los márgenes de mis carpetas se llenaban con variantes del mismo paisaje. Era pibe y aún imaginaba que "echarse un polvo" era un acto que involucraba tomar un frasco y espolvorear a la pareja, pero tenía claro una cosa: ya soñaba con vivir afuera.
El último año en que estuve ciudad y oficina dentro, me preguntaba si, en verdad, mi intención era escapar o si sólo necesitaba vacaciones. Tenía una carrera afianzada y un puñado de libros periodísticos editados. No me podía quejar: trabajaba como editor de una reconocida revista. El jefe era mi amigo. Respetaban mis ideas. Ganaba bien. El trabajo no exigía horarios. Los miércoles era día libre. Cada mes, me sobraba algo y lo ahorraba. Las editoriales me mandaban libros de regalo. Las distribuidoras de cine, entradas a preestrenos. Me invitaban a fiestas con canilla libre. En los contactos de mi celular había strippers, monjes zen, directores porno, mujeres que se comunican con alienígenas, dueños de clubes swingers, detectives de señoritas, enanos. No la pasaba mal. Sin embargo, seguía soñando con casitas con chimenea en medio de la nada.
Fotos: Santiago Filipuzzi
Ilustraciones: Fabián Mezquita
Millonario o pobretón. Sonrisa Odol o sonrisa hedor. Universitario o desclasado. Culo parado o cara de culo. Así es como suele medir las cosas la gente: si uno pertenece al primer grupo, le va de maravillas. Si pertenece al segundo, se va para la rejilla.
Sin embargo, nadie habla del único parámetro que hace una diferencia real en esta vida: el que separa a los que están dentro de los que están fuera. Cada película de cine. Cada portada de revista. Cada tendencia de la moda. Cada galardón otorgado en este mundo: son para gente que está dentro. Las mismas bases filosóficas del sistema educativo aspiran a formar jóvenes que ni sueñen con vivir afuera. No le importa al maestro que olvides qué corno es la clorofila, o el bioma de la Pampa Húmeda o las palabras textuales del sargento Cabral en su lecho de gloria sanguinolienta, lo importante es que encerrarte seis horas al día en un lugar deprimente bajo las órdenes de un loco te parezca lo más normal del mundo. Así es la vida, te dicen, si no estás dentro, terminás en la calle con vino barato en la mano, viendo pasar el escote del éxito desde el cordón de la vereda.
Desde que tengo memoria, siempre me sentí fuera. Demasiado narigón para el boliche. Demasiado flaco para el fútbol. Demasiado nabo para líder. No importa el área, me contuve siempre de ponerme la camiseta por la primera estupidez que se cruzara. En el aula, mientras los amigos dibujaban en los márgenes pitos peludos que ingresaban en trastes como si ése fuera su lugar natural de pertenencia, yo pintaba casas con chimenea entre las montañas, al pie del arroyo. Los años pasaban y los márgenes de mis carpetas se llenaban con variantes del mismo paisaje. Era pibe y aún imaginaba que "echarse un polvo" era un acto que involucraba tomar un frasco y espolvorear a la pareja, pero tenía claro una cosa: ya soñaba con vivir afuera.
El último año en que estuve ciudad y oficina dentro, me preguntaba si, en verdad, mi intención era escapar o si sólo necesitaba vacaciones. Tenía una carrera afianzada y un puñado de libros periodísticos editados. No me podía quejar: trabajaba como editor de una reconocida revista. El jefe era mi amigo. Respetaban mis ideas. Ganaba bien. El trabajo no exigía horarios. Los miércoles era día libre. Cada mes, me sobraba algo y lo ahorraba. Las editoriales me mandaban libros de regalo. Las distribuidoras de cine, entradas a preestrenos. Me invitaban a fiestas con canilla libre. En los contactos de mi celular había strippers, monjes zen, directores porno, mujeres que se comunican con alienígenas, dueños de clubes swingers, detectives de señoritas, enanos. No la pasaba mal. Sin embargo, seguía soñando con casitas con chimenea en medio de la nada.
Cuando anuncié a mis padres que renunciaba a todo y me mudaba con mi mujer y mi hija a una casita en las afueras de un pueblo donde no conocía a nadie, mamá me dijo: "Lo que vos necesitás, hijito de mis amores, es irte de vacaciones". Ella estaba convencida de que las ganas de irme fuera -de salirme del mundo que inoculan en las escuelas- eran equivalentes a tener gases: basta con abrir momentáneamente una compuerta para que el cuerpo los suelte y todo vuelva a la normalidad. Ahí estaba mi hermano Walter, gerente y ejemplo de la familia, firme en su vida dentro: carrera ascendente en una petrolera chilena en el Microcentro, matrimonio estable, hijos, departamento con todos los chiches. La última vez que lo visité, le pidieron al nene que este año arranca primaria: "Mostrale al tío el regalo que te hicimos". Mi sobrino me llevó corriendo a su dormitorio, señaló un televisor plasma, dijo: "Ese" y siguió con sus cosas. Mi hermano, que ya planea cambiar de auto, me confesó: "Me parece que se lo compré medio al pedo, ¿no es cierto?".
El que vive dentro de las grandes urbes, sometido a horarios de oficina, tiene sueños de preso con cadena perpetua. Quiere una tele más grande. Un sillón más cómodo. Una banda más ancha. La energía puesta en hacer más cómoda su estadía en la celda.
Desde hace cinco años, vivo afuera, en un pueblo a 100 kilómetros de Capital donde nació el general Perón y murió el gaucho Moreira, y cada día que pasa tengo esta misma impresión: aún siento que me estoy rateando de alguien y que, cuando me descubran, me van a mandar de vuelta. De vuelta adentro.
En verdad, nunca me rateé en la vida. En mi colegio, para que nadie escapara, cada vez que faltabas llamaban a tus padres y les preguntaban si estabas ahí. "Sí, mi hijo está con anginas, gracias por llamar", repetía tu mamá, agradecida de la vigilancia. No había escapatoria: debías estar dentro por la fuerza. Esto era lo único que les importaba. Una vez, ya adulto, me crucé con el celador que era uno de los turros que se ocupaban de llamar a tus padres. "¿Sabés por qué tus viejos te mandaban a doble escolaridad?", me interrogó. "¿Porque querían que tuviera dominio del inglés?", dudé. "¡Te querían sacar de encima! -dijo él-. ¿No entendés?" Y, no. Entonces, vivía en un monoblock en Barracas, al lado de la autopista. Y no entendía. Dejaba a mi hija en la escuela por la mañana, mientras esquivaba bolsas de basura -ella también iba a doble escolaridad y tampoco por el inglés-, y la volvía a ver entrada la noche. Mis dos palabras sagradas eran happy hour. Cada día, llevaba cuatro vasos de fernet con coca en vena. Producto del estrés, contraje dermatitis seborreica en la cara. Y, según la última ecografía, cuatro cálculos flotaban en mis riñones. Cuando vivía dentro, me apasionaban las novelas de Stephen King y el cine de terror. Por alguna extraña razón, disfrutaba viendo cómo sierras eléctricas convertían a gente linda en algo semejante al jamón serrano.
Los primeros tres años fuera vivía en una casa tan pequeña que, cada vez que me estiraba hacia atrás en la silla de la computadora, mi hija puteaba: le tapaba la tele. Para ganar espacio, había reducido mis libros y mi ropa a la mitad y no aceptábamos ningún regalo que no fuera bebible o comestible: de lo contrario, no había dónde ponerlo. Pero qué importaba: salía a dar vueltas en bicicleta por las calles de tierra, aun de noche y con frío, entre pinos y eucaliptos, caballos y teros, el viento en la cara. La casa, chica; pero el cielo, grande.
Las cosas, dentro de la ciudad, se suceden como los flashes informativos: rutilantes, acabados y sin conexión. Las calles se cortan. Un barrio se inunda. Un hombre se arroja del balcón. Un jefe de gobierno casi muere ahogado con un bigote postizo. vivir dentro te hace perder perspectiva. La tormenta llega cuando la tenés sobre la cabeza. vivir fuera, en cambio, es la gloria. Te hacés amigo de la almacenera. Aun cuando no sepan tu nombre, todos los vecinos saben que tu perra se llama Renata. Uno siente cómo cada cosa en la naturaleza llega en un goteo. Las hojas se desprenden en un striptease lento. El frío se arrastra de a pasos pequeños, en el avance prematuro de cada atardecer. Los pájaros, las mariposas, los bichos bolitas, ni conciben la idea de vivir dentro. Si pudieras comunicarte con ellos, si pudieras contarles cómo es tu vida en la ciudad, se te reirían en la cara. Pensarían que venís de otro planeta.
Un psicólogo amigo que vivía en una casa con jardín en Vicente López tiene la teoría de que uno no decide irse. "No se elije vivir afuera -repite-, la ciudad es la que te echa". Hoy, vive con su familia en Tandil. Otro ido.
Ahora bien, si pensás que esta afirmación es de locos y que la ciudad es tu segundo hogar, es porque no conocés la historia de Gonzalo Castaño. Cuando estaba dentro, tenía a cargo una distribuidora de lubricantes; ahora que está fuera, es dueño de una posada en Corrientes. Su padre enferma y él, con 22, toma las riendas de la empresa que provee a Siemens, Aerolíneas, Sancor, Good Year y otras grandes compañías. Poco antes de la crisis de 2001, la cadena de ventas quiebra, muchas empresas de su cartera de clientes cierran, dejan de pagarle y, en menos de un mes, sus finanzas caen al millón de dólares de rojo furioso deuda. En un año, le roban dos autos -uno de ellos con él arriba-. Asaltan tres veces la oficina. En cuatro meses, entran en cuatro oportunidades ladrones a su casa. "Y eso que estaba casado con la hija de un comisario mayor de la Policía Bonaerense", dice Castaño, curado de espanto. Por recomendación de un policía, se compra una pistola, practica tiro y la lleva a todas partes. No desayuna. Rara vez almuerza. Baja diez kilos. Un día, a las tres de la madrugada, su esposa le dice: "No te quiero más".
De tanto trabajar, hacía meses que sólo la encontraba mientras ella dormía. Al día siguiente, por primera vez, Castaño falta al trabajo. Arma un pequeño bolso de mano con algunas prendas y la pistola 45 y pasa por el banco a retirar dinero. A las 10 de la mañana, sube a la autopista del Buen Ayre. No sabe a dónde ir. "Me acordé de mi gran pasión, la pesca -recuerda-, y puse quinta hasta Paso de la Patria." En el viaje, Castaño hizo una lista de las cosas que no quería más. vivir en Bs As. vivir con su esposa. Trabajar en lo que estaba trabajando. Andar armado. Dormir menos de 8 horas por día. O ayunar por falta de tiempo. Se lo propuso con la tenacidad de un adicto en recuperación. Dio resultado. "Me lo prometí y, hasta el día de hoy, 11 años después -dice, orgulloso-, lo sigo cumpliendo y es prioridad en cualquier proyecto."
Hoy, Castaño es propietario de un lodge de pesca en Corrientes, la posada Paso de la Patria, diez habitaciones con vista al río, restaurante y embarcaciones propias. Vive con una nueva mujer, dos hijos, duerme siesta, cena en familia y dice que tiene la vida que siempre soñó. Uh, hablando de soñar. "¿Podés creer?: hasta el día de hoy, a veces sueño que tengo que volver a vivir en Bs. As. -dice Gonzalo, aroma del río en la piel- y me despierto llorando."
El que vive dentro de las grandes urbes, sometido a horarios de oficina, tiene sueños de preso con cadena perpetua. Quiere una tele más grande. Un sillón más cómodo. Una banda más ancha. La energía puesta en hacer más cómoda su estadía en la celda.
Desde hace cinco años, vivo afuera, en un pueblo a 100 kilómetros de Capital donde nació el general Perón y murió el gaucho Moreira, y cada día que pasa tengo esta misma impresión: aún siento que me estoy rateando de alguien y que, cuando me descubran, me van a mandar de vuelta. De vuelta adentro.
En verdad, nunca me rateé en la vida. En mi colegio, para que nadie escapara, cada vez que faltabas llamaban a tus padres y les preguntaban si estabas ahí. "Sí, mi hijo está con anginas, gracias por llamar", repetía tu mamá, agradecida de la vigilancia. No había escapatoria: debías estar dentro por la fuerza. Esto era lo único que les importaba. Una vez, ya adulto, me crucé con el celador que era uno de los turros que se ocupaban de llamar a tus padres. "¿Sabés por qué tus viejos te mandaban a doble escolaridad?", me interrogó. "¿Porque querían que tuviera dominio del inglés?", dudé. "¡Te querían sacar de encima! -dijo él-. ¿No entendés?" Y, no. Entonces, vivía en un monoblock en Barracas, al lado de la autopista. Y no entendía. Dejaba a mi hija en la escuela por la mañana, mientras esquivaba bolsas de basura -ella también iba a doble escolaridad y tampoco por el inglés-, y la volvía a ver entrada la noche. Mis dos palabras sagradas eran happy hour. Cada día, llevaba cuatro vasos de fernet con coca en vena. Producto del estrés, contraje dermatitis seborreica en la cara. Y, según la última ecografía, cuatro cálculos flotaban en mis riñones. Cuando vivía dentro, me apasionaban las novelas de Stephen King y el cine de terror. Por alguna extraña razón, disfrutaba viendo cómo sierras eléctricas convertían a gente linda en algo semejante al jamón serrano.
Los primeros tres años fuera vivía en una casa tan pequeña que, cada vez que me estiraba hacia atrás en la silla de la computadora, mi hija puteaba: le tapaba la tele. Para ganar espacio, había reducido mis libros y mi ropa a la mitad y no aceptábamos ningún regalo que no fuera bebible o comestible: de lo contrario, no había dónde ponerlo. Pero qué importaba: salía a dar vueltas en bicicleta por las calles de tierra, aun de noche y con frío, entre pinos y eucaliptos, caballos y teros, el viento en la cara. La casa, chica; pero el cielo, grande.
Las cosas, dentro de la ciudad, se suceden como los flashes informativos: rutilantes, acabados y sin conexión. Las calles se cortan. Un barrio se inunda. Un hombre se arroja del balcón. Un jefe de gobierno casi muere ahogado con un bigote postizo. vivir dentro te hace perder perspectiva. La tormenta llega cuando la tenés sobre la cabeza. vivir fuera, en cambio, es la gloria. Te hacés amigo de la almacenera. Aun cuando no sepan tu nombre, todos los vecinos saben que tu perra se llama Renata. Uno siente cómo cada cosa en la naturaleza llega en un goteo. Las hojas se desprenden en un striptease lento. El frío se arrastra de a pasos pequeños, en el avance prematuro de cada atardecer. Los pájaros, las mariposas, los bichos bolitas, ni conciben la idea de vivir dentro. Si pudieras comunicarte con ellos, si pudieras contarles cómo es tu vida en la ciudad, se te reirían en la cara. Pensarían que venís de otro planeta.
Un psicólogo amigo que vivía en una casa con jardín en Vicente López tiene la teoría de que uno no decide irse. "No se elije vivir afuera -repite-, la ciudad es la que te echa". Hoy, vive con su familia en Tandil. Otro ido.
Ahora bien, si pensás que esta afirmación es de locos y que la ciudad es tu segundo hogar, es porque no conocés la historia de Gonzalo Castaño. Cuando estaba dentro, tenía a cargo una distribuidora de lubricantes; ahora que está fuera, es dueño de una posada en Corrientes. Su padre enferma y él, con 22, toma las riendas de la empresa que provee a Siemens, Aerolíneas, Sancor, Good Year y otras grandes compañías. Poco antes de la crisis de 2001, la cadena de ventas quiebra, muchas empresas de su cartera de clientes cierran, dejan de pagarle y, en menos de un mes, sus finanzas caen al millón de dólares de rojo furioso deuda. En un año, le roban dos autos -uno de ellos con él arriba-. Asaltan tres veces la oficina. En cuatro meses, entran en cuatro oportunidades ladrones a su casa. "Y eso que estaba casado con la hija de un comisario mayor de la Policía Bonaerense", dice Castaño, curado de espanto. Por recomendación de un policía, se compra una pistola, practica tiro y la lleva a todas partes. No desayuna. Rara vez almuerza. Baja diez kilos. Un día, a las tres de la madrugada, su esposa le dice: "No te quiero más".
De tanto trabajar, hacía meses que sólo la encontraba mientras ella dormía. Al día siguiente, por primera vez, Castaño falta al trabajo. Arma un pequeño bolso de mano con algunas prendas y la pistola 45 y pasa por el banco a retirar dinero. A las 10 de la mañana, sube a la autopista del Buen Ayre. No sabe a dónde ir. "Me acordé de mi gran pasión, la pesca -recuerda-, y puse quinta hasta Paso de la Patria." En el viaje, Castaño hizo una lista de las cosas que no quería más. vivir en Bs As. vivir con su esposa. Trabajar en lo que estaba trabajando. Andar armado. Dormir menos de 8 horas por día. O ayunar por falta de tiempo. Se lo propuso con la tenacidad de un adicto en recuperación. Dio resultado. "Me lo prometí y, hasta el día de hoy, 11 años después -dice, orgulloso-, lo sigo cumpliendo y es prioridad en cualquier proyecto."
Hoy, Castaño es propietario de un lodge de pesca en Corrientes, la posada Paso de la Patria, diez habitaciones con vista al río, restaurante y embarcaciones propias. Vive con una nueva mujer, dos hijos, duerme siesta, cena en familia y dice que tiene la vida que siempre soñó. Uh, hablando de soñar. "¿Podés creer?: hasta el día de hoy, a veces sueño que tengo que volver a vivir en Bs. As. -dice Gonzalo, aroma del río en la piel- y me despierto llorando."
"Desde que me fui afuera, no paro de ver pajaritos", dice Jorge Cea, feliz de la vida y, desde hace cinco años, radicado en la laguna de Lobos. Cea estuvo empleado durante medio siglo en un laboratorio en Ramos y, cuando terminaba su horario, manejaba un taxi. "Entraba a las siete al laboratorio, salía a las cuatro y me subía al taxi. Llegaba a casa a las once de la noche. Sólo me quedaba tiempo para cenar. Al otro día, a las cinco ya estaba de nuevo arriba." A los 65, Cea se jubiló, se separó, largó todo y se fue a vivir a una quinta a metros de la laguna, que había comprado tiempo antes como casa de fin de semana. "La malaria que hay en la ciudad, hermano.
Un día, me dije: «Quiero pasar los últimos años de mi vida, tranquilo». Acá se duerme con una paz bárbara." El químico hoy duerme la siesta, come corderos con amigos, camina diez kilómetros diarios por la laguna y, en sus ratos libres, sigue ensayando con fórmulas e inventos varios. "Hace poco, creé una venda en aerosol. La ponés en una aplicación y es como una curita. Además, es ascéptica. A mí siempre me gustó el campo. Tenía un tío con campo en Luján. Para las vacaciones, siempre me iba ahí. Mi papá era de Pehuajó. Mamá, de Lincoln. Gente de afuera. Te tira en los genes."
Un día, me dije: «Quiero pasar los últimos años de mi vida, tranquilo». Acá se duerme con una paz bárbara." El químico hoy duerme la siesta, come corderos con amigos, camina diez kilómetros diarios por la laguna y, en sus ratos libres, sigue ensayando con fórmulas e inventos varios. "Hace poco, creé una venda en aerosol. La ponés en una aplicación y es como una curita. Además, es ascéptica. A mí siempre me gustó el campo. Tenía un tío con campo en Luján. Para las vacaciones, siempre me iba ahí. Mi papá era de Pehuajó. Mamá, de Lincoln. Gente de afuera. Te tira en los genes."
Si ves la foto en la cédula de Yahia, parece otra persona. Era, en definitiva, una persona distinta. La cédula acredita cómo era Yahia cuando vivía dentro. Trabajaba en el Poder Judicial repartiendo notificaciones, lo cual, por regla general, suelen ser malas noticias. Componía en guitarra por las tardes, daba clases de música, tenía un taller de canto en FM Mantra y editaba dos discos de folk celebrados por la crítica. Estudió con el guitarrista de Chico Buarque en Río de Janeiro y fue una promesa del fútbol: se probó, a los 14, la remera de River Plate. "Claramente -dice hoy-, no era mi camino." En esa época en la que repartía mensajes contando las ganas tremendas que tenía el juez de verte, todo el mundo conocía a Yahia como Juan Lucangioli. "Ahí va Juan -habrán dicho-. Un buen tipo, talentoso y correcto, pero un tipo atrapado." En 2005, Lucangioli conoce el sufismo, la rama mística del islam. "Practicaba meditaciones de Osho, y a través de sus palabras y un concierto de música sufí, me interesé por ese camino." Tiempo más tarde, visita en persona a su maestro de 85 años, Mawlana Sheikh Nazim, en un pueblo de Chipre. El maestro se lo dice muy clarito: "No es bueno que vivas en la ciudad". Nazim alienta a Yahia a mudarse al campo, en la medida de las posibilidades, tener huerta y granja y vivir lo más independiente y fuera que sea posible. Yahia decide comprar un lote en La Consulta, Mendoza, en un valle inmaculado, donde se asienta una comunidad sufí. En 2010, presenta la renuncia en el Poder Judicial, hace las valijas con señora e hijo y parte. Hoy, da clases de música en la universidad en Mendoza, capital. Toma la guitarra y compone las canciones para su tercer disco de mantras sufís con arreglos contemporáneos. Desde su casa, por fin liberado, Yahia ve caer los atardeceres multicolores en las montañas de la cordillera. El vuelo circular de los cóndores más allá de la copa de los pinos. Escucha la música del viento que hace bailar al mundo. Y se siente fuera.
Para Verónica Gelman, Socióloga y viajera, su vida en la ciudad estuvo definida por una palabra febril: "agobio". "Agobio, viste, de tardar un mes en coordinar un encuentro con amigas -dice, cansada de sólo recordarlo-. Agobio de tardar una hora y media para llegar al Centro. En Buenos Aires, me costaba llevar a la realidad las cosas que quería hacer." Antes de radicarse en una quinta en Santiago del Estero, Gelman vivió un año y ocho meses en un pueblito en Guatemala llamado Lanquín, y en otro tan minúsculo como ese, pero en Salvador: Suchitoto. En Buenos Aires, hacía investigación de mercado para ibope -una derivada de la medidora del rating-. Elaboraba encuestas y coordinaba un equipo. Durante un año, se propuso juntar plata, vivir en lo de sus padres y, en especial, no enamorarse: estaba decidida a escapar. "No quería hacer carrera académica como socióloga, que era para donde apuntaba mi carrera. Pero lo principal es que Buenos Aires no era para mí -dice ahora-. Yo caminaba tranquila y la gente me pasaba por arriba."
Desde hace dos años, por fin fuera, trabaja en Santiago, en una ONG - fundapaz - de apoyo a campesinos de bajos recursos. Auxilia a apicultores. A mujeres artesanas. A ganaderos de cabras. Les enseña a cuidar el agua y cuidar sus tierras. Trabaja medio tiempo. Toma clases de yoga. Participa en un grupo de mujeres y en una asamblea socioambiental. Vive en una casa de cuatro dormitorios con molino, campos de maíz, acelga, algarrobos y palmeras. "Ayer, comimos un zapallo que creció silvestre -se entusiasma-. Pagamos 1400 de alquiler por este caserón. Es súper económico." Hoy, por ejemplo, verónica se lo tomó libre para ponerse al día con un tema de suma importancia: pintar la mesita de luz. Convive con otras dos personas, también porteñas. También escapadas de la ciudad. "Ninguno se aguantaba la vida allá. Y te digo: en mi caso, ya no podría vivir más en un departamento -dice Gelman-. Cuando voy a la ciudad, hasta me resulta raro tomar el ascensor."
Desde hace dos años, por fin fuera, trabaja en Santiago, en una ONG - fundapaz - de apoyo a campesinos de bajos recursos. Auxilia a apicultores. A mujeres artesanas. A ganaderos de cabras. Les enseña a cuidar el agua y cuidar sus tierras. Trabaja medio tiempo. Toma clases de yoga. Participa en un grupo de mujeres y en una asamblea socioambiental. Vive en una casa de cuatro dormitorios con molino, campos de maíz, acelga, algarrobos y palmeras. "Ayer, comimos un zapallo que creció silvestre -se entusiasma-. Pagamos 1400 de alquiler por este caserón. Es súper económico." Hoy, por ejemplo, verónica se lo tomó libre para ponerse al día con un tema de suma importancia: pintar la mesita de luz. Convive con otras dos personas, también porteñas. También escapadas de la ciudad. "Ninguno se aguantaba la vida allá. Y te digo: en mi caso, ya no podría vivir más en un departamento -dice Gelman-. Cuando voy a la ciudad, hasta me resulta raro tomar el ascensor."
Ahí tenés también a Pablo Colafrancesco, productor de TV, felizmente mudado a San Luis. "En Capital, vivía siempre al límite -se acuerda-. Tenía un trabajo aburrido, con mucha presión y poca plata. Los fines de semana, no había nada que nos hiciera cortar la rutina." Su señora le anunció que quería un hijo. "Acá, en un dos ambientes, sin posibilidad de que salga a andar en bici por los afanos, ¡ni loco!", le dijo.
Por entonces, dormía sólo con Alplax bajo la lengua. Para salir a la naturaleza, se anotó en un curso en la UBA de apicultura. La zona: González Catán. Un primo hermano le ofreció irse a San Luis a trabajar por 700 pesos en colmenas, en casa prestada, y a repartir luego las ganancias extras. Su madre le dio diez mil pesos para comprar más colmenas. En junio de 2003, carga el auto con todo y se muda. La miel no funciona. Pero le ofrecen empleo en el único canal de tevé puntano. Además, lo incorporan como docente de la universidad.
Hoy en día, Pablo trabaja mirando las sierras, con tiempo libre para tirar como manteca al techo. "Si viviera en Buenos Aires, ya estaría muerto de estrés, literalmente. Lo único de lo que me arrepiento -dice Colafrancesco- es no haberme venido antes." Su hijo hoy tiene 6 años y anda en monopatín por las calles de San Luis. El tiene perrro, casa propia, una vida con aroma a hojas y un sueño, al fin, sin Alplax .
Por entonces, dormía sólo con Alplax bajo la lengua. Para salir a la naturaleza, se anotó en un curso en la UBA de apicultura. La zona: González Catán. Un primo hermano le ofreció irse a San Luis a trabajar por 700 pesos en colmenas, en casa prestada, y a repartir luego las ganancias extras. Su madre le dio diez mil pesos para comprar más colmenas. En junio de 2003, carga el auto con todo y se muda. La miel no funciona. Pero le ofrecen empleo en el único canal de tevé puntano. Además, lo incorporan como docente de la universidad.
Hoy en día, Pablo trabaja mirando las sierras, con tiempo libre para tirar como manteca al techo. "Si viviera en Buenos Aires, ya estaría muerto de estrés, literalmente. Lo único de lo que me arrepiento -dice Colafrancesco- es no haberme venido antes." Su hijo hoy tiene 6 años y anda en monopatín por las calles de San Luis. El tiene perrro, casa propia, una vida con aroma a hojas y un sueño, al fin, sin Alplax .
Postales de mi vida en el pueblo: dos veces al bostezar me tragué bichos. En una oportunidad, me entró algo en el ojo que debieron quitarme en una clínica: una semilla. A poco de mudarme, vi dos policías bailando a una cuadra de la comisaría. Una tarde, mientras llevaba a mi hija a la escuela, tuve que parar el auto porque, en mitad de la calle, había sentado un bebé. Hace unos días, descubrí que dentro del termo del mate tengo hormigas, y cada vez que sirvo el agua las veo huir en estampida. La otra noche, bajo la mesa de luz del cuarto, apareció un sapo de ojos amarillos.
No todos son ángeles en el pueblo: en cinco años, me cagaron tres veces con la plata. El carpintero que me hizo el ropero me birló cien. La propietaria de la casa que alquilaba, mil. Y aún me deben 150 pesos del auto que le vendí a un hombre a tono con estirar pagos: el bicicletero. Pero todo queda en familia: hace unas semanas, atropellaron a mi perra, Renata -la que todo el mundo conoce-, y el tipo que le pasó por arriba -Renata vive, no se ponga triste- era el marido de la señorita de cuarto grado de mi hija.
Cosas del campo: de tanto andar en la tierra, no hay piedra china que me saque la mugre de los pies. Colibríes en flores como campanas, pájaros carpinteros de penacho rojo fuera del living, lechuzas en los cables de luz, nidos de calandrias en el cerco, golondrinas en la antena al atardecer deliberando su regreso a Estados Unidos antes del frío. Helada matinal. Gallos del otro lado del alambre. Cada mañana, me demoro minutos viendo los árboles del jardín hasta que decido salir de la cama. El ritmo del afuera.
A los amigos que preguntan cómo hago para vivir lejos de la ciudad y sobrevivir sin horarios ni presiones ni jefes, escribiendo desde casa esta clase de boludeces, les digo: "¿Te acordás de los dibujos que hacías en la carpeta cuando estabas en la escuela?". "Claro", me dicen. "Esos son tus sueños originales, antes de que la ciudad te metiera en su jaula. Bueno, yo me propuse seguir esos dibujos al precio que fuera." Mis amigos se quedan un momento en silencio, rememorando aquellos primeros tiempos de hastío y encierro escolar. Y luego preguntan: "Entonces, ¿decís que si yo sigo a mi pito peludo y a todos los culos que andan por ahí, lo voy a conseguir?".
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No todos son ángeles en el pueblo: en cinco años, me cagaron tres veces con la plata. El carpintero que me hizo el ropero me birló cien. La propietaria de la casa que alquilaba, mil. Y aún me deben 150 pesos del auto que le vendí a un hombre a tono con estirar pagos: el bicicletero. Pero todo queda en familia: hace unas semanas, atropellaron a mi perra, Renata -la que todo el mundo conoce-, y el tipo que le pasó por arriba -Renata vive, no se ponga triste- era el marido de la señorita de cuarto grado de mi hija.
Cosas del campo: de tanto andar en la tierra, no hay piedra china que me saque la mugre de los pies. Colibríes en flores como campanas, pájaros carpinteros de penacho rojo fuera del living, lechuzas en los cables de luz, nidos de calandrias en el cerco, golondrinas en la antena al atardecer deliberando su regreso a Estados Unidos antes del frío. Helada matinal. Gallos del otro lado del alambre. Cada mañana, me demoro minutos viendo los árboles del jardín hasta que decido salir de la cama. El ritmo del afuera.
A los amigos que preguntan cómo hago para vivir lejos de la ciudad y sobrevivir sin horarios ni presiones ni jefes, escribiendo desde casa esta clase de boludeces, les digo: "¿Te acordás de los dibujos que hacías en la carpeta cuando estabas en la escuela?". "Claro", me dicen. "Esos son tus sueños originales, antes de que la ciudad te metiera en su jaula. Bueno, yo me propuse seguir esos dibujos al precio que fuera." Mis amigos se quedan un momento en silencio, rememorando aquellos primeros tiempos de hastío y encierro escolar. Y luego preguntan: "Entonces, ¿decís que si yo sigo a mi pito peludo y a todos los culos que andan por ahí, lo voy a conseguir?".
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